Tartessos
El conocimiento de la cultura de Tartessos nos ha llegado a través de fuentes literarias griegas (Estrabón, Heródoto). La población se concentró en dos zonas: en torno a la actual Huelva, que creció rápidamente con la explotación de las minas de plata de Riotinto, y alrededor de la actual Sevilla, donde se encontró el famoso tesoro de El Carambolo. La cultura tartésica se desarrolló entre los siglos XII y VI a.C., y su apogeo coincidió con los momentos de mayor actividad comercial de los fenicios en Gadir y en los núcleos costeros. Los tartesios practicaban una agricultura evolucionada, eran buenos navegantes y pescadores, trabajaban los metales y conocían la escritura. No se sabe qué causas provocaron su desaparición, pero a partir del siglo V a.C. se deja de tener constancia histórica de Tartessos. Su extenso territorio se fraccionó entre diversos pueblos. A mediados de este siglo, estos pueblos, junto con los que ocupaban el espacio mediterráneo, recibieron el nombre de iberos.
Los Iberos
Se conoce con el nombre de iberos a los primeros pueblos históricos que, a partir del siglo V a.C., habitaban la costa mediterránea, desde el norte de Cataluña hasta la desembocadura del Guadalquivir, y el valle del Ebro hasta Zaragoza: ilergetes, layetanos, edetanos, etc. La formación de la cultura ibérica puede interpretarse como consecuencia de la influencia que los pueblos coloniales (fenicios y griegos) ejercieron sobre la población indígena y de las tradiciones del mundo tartésico. Aun siendo independientes entre sí, los poblados ibéricos tenían numerosos aspectos comunes, incluso en las manifestaciones artísticas. Su economía se basaba en la agricultura y en la ganadería. La importancia del comercio llevó a la creación de una moneda propia. Uno de los aspectos más destacados era el dominio de la tecnología del hierro. Con este material fabricaban instrumentos agrícolas, herramientas, adornos y las famosas falcatas, espadas que portaban los guerreros. La sociedad estaba muy estratificada. Se conoce la existencia de un grupo social dominante, el de los régulos, con poder militar y económico. Los guerreros debieron de tener también un puesto destacado. Eran muy importantes las relaciones de carácter personal, como las fides o devotio ibérica. Un grupo de familias, cada una con su jefe, formaba una tribu dirigida por un caudillo surgido entre los jefes de la aristocracia, que, al igual que los guerreros, eran enterrados con sus armas. Junto a estas tumbas monumentales se encuentran muchas otras sencillas, en las que eran enterrados los grupos sociales inferiores: agricultores, ganaderos, artesanos y siervos. La forma política más frecuente era la monarquía.
Los Pueblos Celtas
Los diferentes pueblos que ocupaban el centro y el norte de la Península, con excepción de la población de habla vasca, se denominan, a pesar de su diversidad, pueblos celtas. Tenían en común su origen indoeuropeo. Los que se asentaron en el norte, en el centro y en el oeste peninsular conservaron muchas de sus características: religión, organización política y social, etc. La organización social se basaba en tribus, que se agrupaban en clanes. Las tribus estaban gobernadas por una aristocracia guerrera, elegida por una asamblea formada por los jefes de las familias más notables. De estos pueblos, los más conocidos son los galaicos. Construyeron los famosos castros, extendidos por la actual Galicia, el oeste de Asturias y la zona portuguesa hasta el río Duero. Los llamados pueblos celtibéricos parece que tuvieron una identidad peculiar. Aunque eran de estirpe celta, adoptaron rasgos y pautas culturales del mundo ibérico. Numancia fue una población fortificada que adquirió prestigio.
La Conquista Romana
Primera Etapa
La república romana sostenía con Cartago un enfrentamiento por el dominio del Mediterráneo occidental. Cartago orientó su expansión hacia la Península Ibérica. Entre los años 237 y 218 a.C., los cartagineses, bajo la dirección de los Barca, conquistaron Ebussus (Eivissa) y gran parte de la mitad sur peninsular: Amílcar ocupó Gadir, Asdrúbal fundó Cartago Nova y Aníbal llegó hasta el centro peninsular. Los romanos desembarcaron en Emporion en el año 218 a.C. para cortar el paso del general cartaginés Aníbal, que se dirigía al frente de su ejército desde Cartago Nova (Cartagena) hasta Roma. Es el comienzo de la Segunda Guerra Púnica. Los romanos cruzaron el Ebro y tomaron Saguntum (Sagunto). Con el apoyo de los indígenas, consiguieron derrotar a los cartagineses en la Bética (210 a.C.), tomar Cartago Nova y anexionarse Gadir, que se entregó sin resistencia. El resultado de estas victorias sobre los cartagineses fue el dominio de gran parte del sur y del este peninsular y la obtención de importantes beneficios económicos.
Segunda Etapa
Los abusos cometidos por los romanos en la administración del territorio conquistado provocaron enfrentamientos constantes. La penetración de las tropas romanas hacia el interior de la Península encontró una feroz resistencia, sobre todo en Lusitania y en Celtiberia. Las guerras lusitanas comenzaron a raíz de la incursión de un jefe lusitano en las ricas tierras del sur de la Península. La actitud del general romano Galba provocó un levantamiento general de los lusitanos que, dirigidos por Viriato y utilizando tácticas de guerrillas, derrotaban incesantemente a los romanos. El asesinato de Viriato, a manos de unos indígenas aliados de Roma, debilitó a los lusitanos y abrió a los romanos el camino hacia los ricos yacimientos del noroeste peninsular. Las guerras celtibéricas: los numantinos contaron con el apoyo de otros pueblos. El cónsul Escipión Emiliano acabó con la resistencia celtíbera, tras la toma de Numancia el año 133 a.C. y ocupó todas las tierras peninsulares hasta la cordillera Cantábrica. Más tarde, los romanos ocuparon también las islas Baleares. Roma controlaba, así, todas las tierras hispánicas.
Tercera Etapa
Esta fase de la conquista tuvo como objetivo el sometimiento de los pueblos del norte de la Península, cántabros y astures, que se resistieron durante años a la ocupación romana. Las guerras cántabras (29-19 a.C.), de una gran dureza, no concluyeron hasta la época del primer emperador, Augusto, que acabó sometiendo a los cántabros y a los astures, últimos reductos de la resistencia.
El Reino Visigodo
El reino visigodo en Hispania se basaba en dos elementos esenciales: la herencia romana y la herencia germana. Los reyes godos llevaron a cabo un proceso unificador que condujera a la fusión de las comunidades godas e hispanorromanas. La política unificadora fue iniciada por Leovigildo. Lo primero que hizo fue derogar la ley que prohibía los matrimonios entre godos e hispanorromanos. La unión religiosa fue llevada a cabo por Recaredo. Recaredo abandonó el arrianismo con todo su pueblo y aceptó el catolicismo como religión oficial del reino, con lo que se logró la unidad religiosa.
El Emirato de Córdoba
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En la Hispania visigoda surgió una nueva provincia del mundo islámico, al-Ándalus. Al frente de este territorio se colocó a un emir o gobernador, que actuaba como delegado del califa musulmán, cuya sede se hallaba en Damasco.
Los musulmanes realizaron algunas incursiones por el norte de la Península, pero fueron derrotados por los astures en Covadonga (722). También penetraron en suelo franco pero sufrieron un duro golpe ante el ejército de los francos en las proximidades del Poitiers (732).
A mediados del siglo VIII se produjo un cambio importante. Los Omeyas fueron víctimas de la revolución abasí, pero un miembro de la familia derrocada, Abd-al-Rahman, logró escapar, refugiándose en al-Ándalus, donde, gracias a los apoyos que encontró, se proclamó emir. Con él se inicia en al-Ándalus el período conocido como emirato independiente, debido a que rompió el contacto político con los califas abasíes, que habían establecido su sede en la ciudad de Bagdad.
El emirato, cuyo centro de poder estaba en la ciudad de Córdoba, duró desde mediados del siglo VIII hasta comienzos del siglo X. Había frecuentes conflictos internos, ya fueran revueltas sociales o pugnas entre el poder cordobés y los dirigentes de las marcas fronterizas de al-Ándalus, que tenían su centro en las ciudades de Zaragoza, Toledo y Mérida.
Estas tensiones existentes en al-Ándalus en la segunda mitad de este siglo posibilitaron que los cristianos del norte peninsular descendieran al sur de las montañas y ocuparan, sobre todo, las llanuras semidesiertas de la cuenca del río Duero.
El califato de Córdoba.
Un importante paso en el fortalecimiento de al-Ándalus se dio en el año 929, cuando el emir Abd-al-Rahman III (912-961) se proclamó califa, cargo en el que confluían los poderes políticos y religiosos, rompiendo, así, su dependencia de Bagdad. Con él se inició el califato de Córdoba, cuyo poder central estaba en esta ciudad y que apenas duró un siglo.
Abd-al-Rahman III alcanzó importantes éxitos:
– Consiguió pacificar al-Ándalus, pues logró acabar con las luchas internas que se repetían ene l territorio andalusí.
– Frenó el avance de los cristianos del norte.
– Se enfrentó a los fatimíes, corriente musulmana de signo radical que estaba progresando a pasos agigantados por el norte de África, donde crearían un califato. Conquistó las plazas norteafricanas de Melilla, Ceuta y Tánger u mantuvo una política de alianzas con tribus del Magreb (al norte de África) para contener la expansión de los fatimíes.
– Al mismo tiempo, mantuvo relaciones amistosas con el emperador de Bizancio y con el emperador germánico.
La crisis del califato de Córdoba.
A Abd-al-Rahman III le sucedió su hijo al-Hakam II que protagonizó una época de paz con los cristianos del norte peninsular.
En las últimas décadas del siglo X, al-Mansur, Almanzor para los cristianos, se hizo con el poder efectivo de al-Ándalus; desempeñaba el cargo de hachib, una especie de primer ministro. Mientras tanto, el nuevo califa, Hisham II, vivía excluido en el palacio de Madinat al-Zahra sin ejercer en lo más mínimo el poder político. Amanzor, que basaba su poder en el ejército, organizó terroríficas campañas contra los cristianos del norte peninsular. Numerosas ciudades de la España cristiana, desde Barcelona hasta Santiago sufrieron sus terribles acometidas.
Pero la muerte de Almanzor (1200) en las proximidades de Medinaceli (Soria), tras sufrir una derrota en Calatañazor, abrió en al-Ándalus una larga etapa de auténtica guerra civil. Después de varios años de duras luchas, el califato de Córdoba terminó por desaparecer (1031).
Los taifas.
La desaparición del califato de Córdoba, en el año 1031, dio lugar a la formación en al-Ándalus de un mosaico de pequeños reinos, denominados taifas, que se mostraron sumisos con los dirigentes cristianos. Al-Ándalus se fragmentó en taifas dirigidas por oligarquías militares de diferentes orígenes étnicos: andalusíes, eslavos o bereberes. Las frecuentes disputas entre ellos provocaron un mayor debilitamiento, recurriendo, en muchos casos, al apoyo de los reyes cristianos del norte que comenzaron entonces a imponer tributos periodísticos (parias). Pero la caída de Toledo en 1085 a manos del rey de Castilla Alfonso VI supuso una conmoción terrible en todo el islam hispano.
Esto explica que, en 1086, hicieran acto de presencia en las tierras hispanas los almorávides, agrupación de tribus bereberes, dedicadas a la ganadería, y caracterizadas por su rigor religioso que poco antes habían creado un imperio en el norte de África. Estos acudieron a la llamada angustiosa del reino taifa de Badajoz, acabaron con las taifas, unificaron el poder político en al-Ándalus y lograron contener el avance de los cristianos hacia el sur.
A mediados del siglo XII, su poder decayó y nuevamente se fragmentó el islam español con la aparición de los segundos reinos taifas.
A lo largo de este período se fueron introduciendo, poco a poco, en la Península los almohades, que habían constituido unos años antes en el Magreb un nuevo imperio, también formado por bereberes. Estos no solo unificaron de nuevo al-Ándalus, sino que hicieron frente a los cristianos, logrando algunas victorias notables. Pero, al igual que los almorávides, tampoco lograron consolidar la posesión de nuevas tierras tras sus éxitos militares por falta de repobladores. De modo que la aplastante derrota sufrida ante los cristianos en las Navas de Tolosa (1212) hundió el imperio almohade, dando lugar a un nuevo establecimiento de nuevos reinos de taifas cuya vida fue efímera, pues el avance cristiano, después de aquel éxito militar, resultó prácticamente incontenible. Solo subsistieron algunos años las taigas de Sevilla, Valencia y Murcia. De este último constituyó a mediados del siglo XIII el reino de Granada.