Impacto Socioeconómico de las Desamortizaciones en España del Siglo XIX

Las consecuencias de las desamortizaciones fueron muy variadas:

En primer lugar, supuso el desmantelamiento casi completo de la Iglesia y de sus fuentes de riqueza, toda vez que el diezmo, su otra alternativa, fue igualmente suprimido en 1837. Sólo en 1845 se establecería una Contribución de culto y clero. Para entonces la Iglesia había dejado de ser el estamento privilegiado, aunque conservaba su enorme influencia en las mentalidades y en la educación, que casi monopolizaba.

En segundo lugar, se eliminó la propiedad comunal, lo que provocó un agravamiento considerable de la situación económica de los campesinos, que en adelante no pudieron utilizar los terrenos comunes de su municipio; esos terrenos de aprovechamiento libre y gratuito donde recoger leña o llevar a pastar el ganado, lo que forzó a una parte de la población rural a emigrar a las ciudades. En suma, profundizaba el proceso de proletarización definitiva de un inmenso campesinado, a quien se le expropiaba de estos últimos recursos provenientes de los bienes de propios y comunes.

En tercer lugar, la desamortización no resolvió el problema de la deuda, pero sí contribuyó a atenuarlo. Se consiguió rescatar casi la mitad de la deuda y se pusieron a tributar una enorme cantidad de propiedades que hasta entonces habían permanecido exentas, aumentando así los ingresos de la Hacienda. Sólo desde los años cincuenta, con la segunda desamortización y el desarrollo económico, se disminuiría drásticamente la deuda del Estado, aunque siempre quedará una parte de ella consolidada hasta el siglo XX.

En cuarto lugar, la desamortización no produjo un aumento de la producción agraria, contra lo que pretendían sus promotores. Los nuevos propietarios, en general, no emprendieron mejoras, sino que se limitaron a seguir cobrando las rentas y las incrementaron, al sustituir los antiguos derechos señoriales y diezmos por nuevos contratos de arrendamiento más caros.

En quinto lugar, la compra de tierras, inutilizó un dinero líquido que hubiera sido de vital importancia para poner en práctica la incipiente industrialización de España.

En sexto lugar, la desamortización produjo una gran pérdida y expolio de bienes culturales de los antiguos monasterios, sobre todo. Muchas obras arquitectónicas se arruinarían, y bienes muebles (pinturas, bibliotecas, enseres) fueron vendidos a precios irrisorios y, en gran parte, salieron hacia otros países. Todo ello, a pesar de que en 1840 se habían establecido unas comisiones provinciales encargadas de catalogar y custodiar esos bienes. Consecuencias en el terreno urbanístico, cultural y religioso. En las ciudades los grandes edificios de los conventos se convirtieron en cuarteles o edificios públicos o fueron derribados para construir grandes plazas.

En séptimo lugar, la desamortización provocó un reforzamiento de la estructura de la propiedad de la tierra: acentuando el latifundismo en Andalucía y Extremadura, por ejemplo. Las tierras y las fincas urbanas fueron a parar a los antiguos terratenientes locales, a nuevos inversores de la burguesía financiera, industrial o profesional, a especuladores e intermediarios. Estas gentes, amigos de políticos, caciques o viejos señores, constituirán la nueva clase terrateniente que tendrá el poder durante el reinado de Isabel II. Los que desde luego no compraron, en general, fueron los campesinos: o no recibían información de las subastas, o no sabían pujar o no tenían dinero para hacerlo. Cuando lo intentaron se encontraron con lotes demasiados grandes, pujas muy altas o subastas amañadas.

Con la desamortización no se pretendió, ni se buscaba un reparto de las tierras, ni una reforma agraria, sino beneficiar a quiénes, como Mendizabal mismo, pertenecía a la elite financiera y comercial, y buscaban consolidar su prosperidad económica con la compra de bienes inmuebles.

Para quien contempla el panorama que ofrece la economía española durante el reinado de Isabel II y en general durante todo el siglo XIX, el primer fenómeno que llama la atención es el de estancamiento. No quiere esto decir que la economía española no creciera durante este período: la población aumentó de unos once millones a principios del XIX a unos diecinueve a fines del siglo; la producción de alimentos, de prendas de vestir, de viviendas, se desarrolló a lo largo de estos años al menos lo suficiente para cubrir, aunque precariamente, a las necesidades de esta humanidad creciente; se construyó una gran parte de la red ferroviaria; las ciudades crecieron con gran rapidez; varias industrias, como la textil algodonera, la siderúrgica, la minera vieron su producción multiplicada; pero a pesar de estos progresos, en comparación con la de otros muchos países de Europa, la economía española se estancó visiblemente. Es decir, hay un desfase creciente entre la renta española y la europea.

Desde el punto de vista de las transformaciones agrícolas no se tradujeron en innovaciones en las técnicas agrícolas, porque los nuevos propietarios prefirieron mantener los sistemas de explotación en vez de invertir en mejoras. Por eso el rendimiento de la tierra no aumentó, y sólo se incrementó la producción debido a la puesta en cultivo de más tierras después de la desamortización. Incluso bajó el rendimiento medio por unidad de superficie, porque las nuevas tierras cultivadas eran de peor calidad.

La desamortización y la revolución liberal también supusieron la decadencia de la cabaña ganadera, en parte porque muchas de las tierras que habían servido de pastos se cultivaron, pero también porque se introdujeron especies laneras que eran más rentables y productos textiles más competitivos. El resultado fue que la ganadería lanar experimentó un decrecimiento importante, tanto en número de cabezas como en las tierras dedicadas a pastos. También disminuyó el abono natural aportado a la tierra, lo que contribuyó a hacer descender los rendimientos.

Aunque aumentó el cultivo de patata y maíz, especialmente en el Norte, el trigo y otros cereales siguieron siendo los productos fundamentales y la base de la alimentación de la gran mayoría de la población. Ésta aumentó lentamente y se mantuvo como población jornalera con salarios muy bajos. Por su parte, los gobiernos moderados, que defendían sobre todo los intereses de los propietarios de la tierra, realizaron una política comercial proteccionista precisamente para garantizar la venta a precios elevados de la producción, reservando para ello el mercado nacional. El resultado es que, en años de buenas cosechas, los precios se mantuvieron relativamente altos al no haber competencia exterior ni un mercado nacional suficientemente articulado (buenas comunicaciones entre los distintos puntos del país), mientras que en años de malas cosechas los precios se disparaban. Así los propietarios conseguían de esta manera acumular enormes ganancias, pero sin invertir en la mejora de la producción, puesto que el gobierno les garantizaba un mercado nacional reservado.

En definitiva, a pesar de todos los cambios agrarios que se operan durante la primera mitad del siglo XIX estamos ante una agricultura estancada que ni suministraba mano de obra a la industria (por su falta de mecanización) ni mercado suficiente para los productos fabriles, ni capitales necesarios de ser susceptibles de inversión. En conjunto, la agricultura supondrá un lastre importante para el desarrollo de los demás sectores productivos.

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