Evolución Económica, Social y Cultural de España en el Siglo XIX

Transformaciones Económicas, Sociales y Culturales en la España del Siglo XIX

13.1 Transformaciones Económicas

La desamortización es uno de los procesos más característicos de este momento, ya que afecta a la estructura de la propiedad. Se trata de expropiar la tierra a la Iglesia y a los concejos para ponerla a la venta; con ello se intenta eliminar la deuda que tenía la Hacienda pública y lograr la formación de una clase media de propietarios que, por deber su riqueza al régimen liberal, le fueran fieles. La primera gran desamortización fue la de Mendizábal en 1836, que afectó sobre todo a los bienes del clero regular. Duró hasta 1845, pero no consiguió los resultados esperados, ya que se aceptó el pago con títulos de deuda pública, cuyo valor en el mercado era bajo. Así, el Estado apenas ingresó dinero y las tierras quedaron en manos de los grandes propietarios, que redondearon sus latifundios. La segunda fue la de Madoz, en 1855, que se centró en los bienes de «propios» y «baldíos» de los ayuntamientos; aunque se amortizó más deuda pública, las tierras siguieron en manos de los grandes propietarios.

La economía tenía un retraso respecto a Europa, que estaba ya industrializada. Los problemas eran en su mayor parte estructurales, como la falta de inversiones en la industria, ya que se prefería invertir en deuda pública y en tierras, lo que provocó una fuerte dependencia del capital extranjero. La complicada configuración geográfica de España dificultaba las comunicaciones, y el lento desarrollo demográfico provocaba la falta de mano de obra. Pero la falta de una política económica adecuada provocó otros problemas, como demuestra la continua emisión de deuda pública, que atrajo a los capitalistas distrayéndolos de la industria, o el fuerte proteccionismo económico, que impidió la modernización de campos y fábricas.

La agricultura no mejoró porque los nuevos propietarios no invertían en modernizarla. Sí que aumentó la producción en los cultivos de la trilogía mediterránea (cereal, vid y olivo), pero se debió al aumento de las tierras cultivadas. No hubo tecnificación ni revolución agrícola; la mayoría de la tierra seguía concentrada en manos de latifundistas acostumbrados al proteccionismo estatal. Las nuevas telas de algodón produjeron la crisis de la ganadería, abandonando la cría de oveja e incrementando la de cerdo y caballo; también disminuyó la trashumancia. Solo el textil barcelonés había iniciado su industrialización hacia 1830, gracias a la demanda interior, el comercio colonial con América y las medidas proteccionistas. La siderurgia no era competitiva, ya que había escasa demanda interna, y la minería estaba en manos de capital extranjero. Andalucía primero, y Asturias después, intentaron hacerse un sitio en esta industria, pero al final se desarrolló más en el País Vasco, gracias a la abundancia de hierro que atrajo la atención británica, permitiendo así la sustitución del carbón asturiano, de baja calidad, por el coque británico.

El sector financiero fue igualmente débil. En 1856 se emitieron dos leyes: una que regulaba la emisión de moneda y la Ley de Sociedades de Crédito, que regulaba la fundación de sociedades por acciones, aunque este sistema no se generalizó hasta 1866. Si el comercio interior experimentó un lento crecimiento a partir de 1840, con el fin de la guerra y la eliminación de aduanas internas, el comercio exterior se vio afectado por el exceso de proteccionismo.

La falta de un sistema financiero influyó en el retraso de la llegada del ferrocarril a España, aunque también influyeron factores como las guerras carlistas, la debilidad tecnológica española o la inestabilidad del Estado liberal. La primera línea fue Barcelona-Mataró (1848), y hasta 1855 solo había dos más (Madrid-Aranjuez, 1851, y Gijón-Langreo, aún incompleta). En ese año se aprobó la Ley General de Ferrocarriles, que garantizaba las inversiones extranjeras fijando condiciones favorables. Hasta 1865 se hicieron más líneas, pero la crisis financiera de 1866, provocada en gran medida por la quiebra de muchas compañías ferroviarias, paralizó el proceso. El modelo escogido fue una red radial con centro en Madrid, según la idea centralista del Estado que tenían los liberales, y se dotó a las vías españolas de un ancho diferente al de Europa, tanto por motivos de seguridad como por la necesidad de una mayor estabilidad por el complicado paisaje español, lo que aisló más a España del resto de Europa.

13.2 Transformaciones Sociales

La población se duplicó a lo largo del siglo XIX, pasando de 10 millones en 1797 (Censo de Godoy) a 19 en 1900. Pero la mayor parte del crecimiento se concentró en el último tercio del siglo. Hasta 1870, España se mantuvo en un ciclo demográfico antiguo, con altas tasas de natalidad y de mortalidad. En los últimos años del siglo se pasó a una fase de transición en la que la mortalidad catastrófica se reducía mientras la natalidad se mantenía alta. Al mismo tiempo, se desarrollaban los grandes ciclos migratorios: en el interior, dirigidos hacia las zonas industrializadas, Cataluña y País Vasco; y en el exterior, hacia América, tras quitar las restricciones legales en 1853. Esto hizo que surgieran los indianos, las personas que regresaron de América a final de siglo enriquecidos, y que en muchos casos modernizaron los lugares a los que llegaron. Galicia, Asturias y Canarias fueron las regiones que más población aportaron a este ciclo migratorio.

La sociedad estaba condicionada por la propiedad. Una vez eliminado el Antiguo Régimen, basado en privilegios y en la división estamental, se pasó a la sociedad de clases, basada en la riqueza y la propiedad, dirigida por la burguesía. A pesar de este cambio, la sociedad se mantuvo en esquemas muy rígidos, sin la movilidad social propia de las sociedades liberales. Existía una clase muy poderosa y dirigente formada por la alta burguesía, la antigua nobleza y la alta jerarquía de la Iglesia y el Ejército. Por debajo había una clase media muy escasa, y la gran masa de capas populares, con diversos orígenes pero con las mismas malas condiciones de vida. El papel de la mujer no cambió mucho, con trabajos poco cualificados o de servicio doméstico, mientras que las de clases altas administraban la casa y participaban en determinadas actividades sociales reservadas a ellas.

Una de las consecuencias más importantes de todo este cambio fue la aparición de la clase obrera industrial, que vivía en las peores condiciones imaginables. La supresión de los gremios hizo que desaparecieran los mecanismos de socorro mutuo que antes protegían al trabajador. Los primeros movimientos de protesta fueron luditas, como la destrucción de una fábrica de Barcelona en 1835. Más tarde se crearon las sociedades de ayuda mutua, como la de tejedores de algodón en 1840, pero la falta de una conciencia de clase llevó a los obreros a dividirse e, incluso, a apoyar a los patronos contra las medidas liberales de Espartero. En 1855, una huelga general en Barcelona obligó al gobierno a elaborar una Ley del Trabajo que resultó decepcionante, ya que protegía más a los patronos que a los trabajadores. Éstos entendieron que los progresistas no iban a defender sus intereses y se unieron a republicanos y demócratas. Durante el gobierno de la Unión Liberal, la prosperidad económica mantuvo tranquilo al movimiento obrero, que participó activamente en la Revolución de 1868. La decepción con el nuevo régimen, que mantenía las quintas, los consumos y la monarquía, hizo que apareciera el anarquismo, de la mano de Giuseppe Fanelli, enviado en 1868 por Bakunin para fundar la sección española de la Internacional. En 1871, los sucesos de la Comuna de París alarmaron al gobierno español, que reprimió a la AIT. Fue entonces cuando el ala marxista se impuso en España, de la mano de Paul Lafargue, que en 1872 funda la Nueva Federación Madrileña. Con la proclamación de la República hubo una oleada de huelgas y manifestaciones que obligaron a los patronos a realizar importantes concesiones, pero la participación obrera en la insurrección cantonal, incluso en contra de sus propios dirigentes, dio a los conservadores la excusa que buscaban. Ya en 1872, Sagasta había intentado ilegalizar la AIT, aunque se lo impidió el Tribunal Supremo. Ahora, en 1874, Serrano decreta su disolución.

13.3 Transformaciones Culturales

El siglo XIX vive el ascenso de la mentalidad burguesa, la gran triunfadora tras las revoluciones liberales, así como el surgimiento de la mentalidad obrera, que contestará a la anterior. La corriente cultural del momento es el Romanticismo, surgido a partir de la exaltación del nacionalismo y de las particularidades tras el paso por Europa de la dominación napoleónica. En España hay un Romanticismo liberal, más progresista y democrático, y otro tradicional y conservador. Figuras como Espronceda o el Duque de Rivas introdujeron esta corriente en España, y más tarde, en pleno apogeo romántico, destacaron Larra, Zorrilla y Bécquer. Pero también destacó, desde la segunda mitad del siglo, el Realismo, especialmente en su vertiente más crítica, la representada por Pérez Galdós, Pardo Bazán o Blasco Ibáñez.

Las nuevas corrientes culturales y científicas encontraron grandes vehículos de transmisión a través de la prensa, que se vio muy favorecida por la libertad de 1868, así como por las tertulias y los ateneos, a través de los que se introdujeron corrientes como el positivismo, el krausismo o el darwinismo. Pero uno de los grandes problemas fue la alta tasa de analfabetismo (70% al final de siglo), producida por la pronta incorporación de los niños al mercado laboral, ya que eran vistos como mano de obra que debía ayudar al sostenimiento de la familia. Las niñas, el doble que los niños. El Estado intentó solucionar el problema con una amplia legislación en la educación, con la Ley de Instrucción Pública de Claudio Moyano (1857), que permitió que el Estado se encargara de la enseñanza universitaria a cambio de dar a la Iglesia y los ayuntamientos la educación primaria. Pero muchas de estas instituciones no tenían recursos suficientes, lo que provocó un descenso de la calidad de la enseñanza. A partir de 1875 se aumentó el control del Estado sobre la educación para impedir cualquier crítica a la Monarquía o a la Iglesia católica. La educación secundaria estaba a cargo del Estado, impartida en unos 50 institutos, pero en la práctica solo optaban a ella las familias ricas. Los métodos utilizados eran los tradicionales, que apenas permitían avanzar ni progresar, una enseñanza muy dogmática y controlada.

La única excepción a esto llegó tras la imposición de la censura por parte del ministro de Fomento, cuando un grupo de catedráticos se agruparon en torno a Francisco Giner de los Ríos, que fundó la Institución Libre de Enseñanza en 1876. Era un centro en el que se puso en práctica una enseñanza independiente basada en el krausismo; se trataba de lograr la curiosidad científica e investigadora del alumno y de huir de dogmatismos religiosos (aunque la mayoría de los profesores eran cristianos). Esta solo fue una excepción dentro de un panorama gobernado por el retraso y la falta de una pedagogía moderna que pusiera a España al nivel de otros países europeos.

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