Los Reinos Romano-Bárbaros: Características Comunes
Características de los Reinos Romano-Bárbaros
Aunque los nuevos reinos romano-bárbaros tenían características diferentes, determinadas por las diversas tradiciones políticas y administrativas, por la diferencia entre las provincias romanas en las que se asentaron, etc., es posible también detectar una serie de importantes rasgos comunes. En todos los territorios en los que se asentaron, los bárbaros eran una neta minoría respecto a las poblaciones residentes y, por lo tanto, siempre existió un problema con la convivencia. En la mayor parte de los casos se resolvió con el mantenimiento de las tradiciones jurídicas y administrativas precedentes, que se acompañaban o integraban con las de la tradición bárbara.
Ejemplos de este intento de aproximación, no siempre fácil, entre concepciones del estado y de la realeza, bastante diversas entre sí, fueron las recopilaciones de leyes (Leges) confeccionadas en algunos reinos, como en el visigodo. Durante mucho tiempo los historiadores han discutido si estas leyes tenían un ámbito de aplicación territorial o personal, es decir, si valían para todos aquellos que vivían en el reino o sólo para aquellos que pertenecían a la etnia bárbara invasora. Y aún hoy no hay un consenso en este tema, especialmente porque no en todos los reinos bárbaros se actuó igual. En cualquier caso, sólo el hecho que los soberanos bárbaros sintieran la necesidad de usar un instrumento típico de la tradición jurídica romana como la codificación escrita, utilizando, además, la lengua latina, es una importante señal del encuentro cultural entre bárbaros y romanos.
Otro ejemplo de la recíproca aculturación fue el hecho de que en casi todos los reinos romano-bárbaros, la gestión directa de la administración permaneció en manos de la población romana, mientras que el ejército y la defensa militar fue un monopolio de los bárbaros. Naturalmente, todos debían reconocer el poder regio, poder que se concebía como sagrado. El rey era el depositario del ban, el poder absoluto de obligar, juzgar y castigar; sobre todo destacaba su liderazgo militar, y, como cualquier jefe bárbaro, se rodeaba de un séquito de fieles.
Justamente la existencia de grupos unidos por el uso de las armas y por la lealtad personal, es lo que distingue netamente a los nuevos reinos de la tradición tardo-antigua. De la misma manera cambiaba la idea de “ciudadanía”, entendida en el mundo romano como el pleno disfrute de los derechos civiles y políticos, y ahora ligada indisolublemente al ejercicio de las armas. Sólo los guerreros podían definirse hombres libres y sólo ellos, reunidos en asamblea, podían elegir al rey.
Principales Reinos Bárbaros: Visigodos, Ostrogodos, Vándalos, Francos, Anglosajones y Lombardos
De los muchos reinos fundados por los pueblos bárbaros sobre el antiguo solar del Imperio Romano de Occidente, sin duda los más importantes fueron aquellos construidos por los godos y los vándalos, en primer lugar, y en un segundo momento, por francos, anglos y sajones, y lombardos.
El Reino Visigodo: Integración y Legado Legislativo
Uno de los reinos más sólidos y duraderos fue el que los visigodos consiguieron crear sobre un vasto territorio que se extendía desde la Galia meridional (la Septimania) hasta el sur de la península ibérica, con capitalidad en Toledo. Los visigodos consiguieron integrarse eficazmente en la tradición romana, dando lugar a una sociedad multiétnica en la que la herencia político-administrativa romana era particularmente fuerte. Espejo de esta realidad fue la actividad legislativa de los reyes visigodos.
Ya en la etapa del Reino Visigodo de Tolosa, construido al sur de la Galia tras la firma del foedus de 418, el rey Eurico emanó un famoso código que lleva su nombre (Codex Euricianus), que fue seguido tras pocos años por la Lex Romana Visigothorum promulgada por el rey Alarico II, que recogía importantes normas legislativas inspiradas en la tradición jurídica romana. La actividad legislativa continuó en los siglos siguientes. El rey Chindasvinto y su hijo Recesvinto confeccionaron el cuerpo legal conocido como Liber Iudiciorum, destinado a la práctica judicial. Fue promulgado durante el año 654.
El Liber Iudiciorum se mueve dentro de la tradición jurídica romana, emplea conceptos de derecho romano y sólo de manera excepcional aplica principios de derecho germánico. En los reinados sucesivos se irán incorporando nuevas leyes al Liber y en la época de Ervigio se procedió a la publicación de una versión revisada. Este código sobreviviría a la caída de la monarquía visigoda, siendo ampliamente utilizado en aquellas regiones del reino visigodo que se incorporaron al reino de los francos, dentro y fuera de la Península, e igualmente entre los mozárabes de al-Ándalus y en el reino asturleonés. Esta amplia divulgación alcanzada por el Liber Iudiciorum dará lugar a que ya avanzada la época medieval fuera traducido del latín al romance castellano con el nombre de Fuero Juzgo.
Sólo desde un punto de vista religioso los visigodos se mantuvieron separados de la población latina, conservando su credo arriano hasta finales del siglo VI. No obstante, estas diferencias religiosas no obstaculizaron la convivencia con los católicos. Su reino duró hasta 711, cuando fue abatido por la invasión islámica.
El Reino Vándalo: Conflicto y Caída
Diferente fue el comportamiento de los vándalos, quienes protagonizaron un complejo proceso de confrontación y choque con las poblaciones locales. En concreto llevaron a cabo una serie de dramáticas persecuciones contra los cristianos no arrianos, manteniendo una conflictividad endémica en su reino. Esta política de segregación tuvo consecuencias negativas cuando, hacia 533, los bizantinos atacaron al Reino Vándalo, no encontrando resistencia por parte de la población hostil al dominio vándalo. De esta manera, bastó una única campaña del general bizantino Belisario, para arrasar al único reino romano-bárbaro del norte de África.
El Reino Ostrogodo: Teodorico y la Influencia Bizantina
Los ostrogodos, por su parte, consiguieron crear sobre la Península Italiana y parte del sur de la Galia, un importante reino, que, no obstante, tiene el carácter de un logro personal de su primer rey Teodorico el Grande, ya que muerto este en 526, el reino apenas duraría otros 30 años. Los ostrogodos entraron en Italia por voluntad bizantina, pero rápidamente, y bajo la autoridad de su rey Teodorico, intentaron dar vida a un reino autónomo.
El título regio de Teodorico está lleno de ambigüedad; por un lado, él era un auténtico rey desde el punto de vista bárbaro, ya que estaba legitimado por su jefatura militar, bajo la cual los ostrogodos habían destruido a Odoacro; por otro lado, Teodorico mantuvo el título recibido de los bizantinos antes de la invasión de la Península Itálica. Esta ambigüedad se reflejaba sobre toda la organización política del reino ostrogodo, en el que el ámbito administrativo estaba en manos de funcionarios romanos y el jurídico-militar en las de los funcionarios godos. Esto ocurría tanto en la administración central como en la territorial o periférica. Muchos de los principales colaboradores de Teodorico eran de origen romano, incluso muchos de los edificios que Teodorico ordenó construir para embellecer su capital, Rávena, reflejan el encuentro entre las dos culturas.
El delicado equilibrio entre romanos y ostrogodos entró en crisis hacia los últimos años del reinado de Teodorico, y se rompió totalmente tras su muerte (526) a causa de la lucha por la sucesión, que dio la excusa perfecta al emperador bizantino Justiniano para enviar tropas a Italia. Se inició así un violento conflicto que duró 30 largos años, y que terminó con la derrota total de los ostrogodos. Menos de 15 años después, en 568, los lombardos, pueblo que fue utilizado por los bizantinos como tropas auxiliares y conocían perfectamente el estado del país, entran en Italia apoderándose de la mayor parte de ella, quedando los bizantinos relegados al sur y a pequeñas zonas del centro.
El Reino Franco: Clodoveo, la Conversión y la Expansión
Los francos, como hemos apuntado antes, se hallaban asentados en ambas orillas del río Main y en el bajo Rin. Hasta finales del siglo V, los francos formaban un heterogéneo conglomerado de tribus; de hecho, su nombre, es tremendamente genérico, pues franco sólo significa “hombre valiente”. Foederati de los romanos desde el 430, sólo lograron su cohesión interna hacia finales del siglo V, bajo la jefatura del rey Clodoveo, descendiente de un legendario guerrero, Meroveo, del cual deriva el nombre de merovingios con el que se conoce a los miembros de la dinastía real que funda Clodoveo. Éste, además de deshacerse de los jefes francos rivales, consiguió conquistar el llamado “Reino de Siagrio”, un enclave de resistencia galorromana, expandiendo su dominio hacia el oeste, ocupando territorios que recibieron el nombre de Neustria para distinguirlos de Austrasia, las tierras de asentamiento ancestral.
Clodoveo comprendió la importancia de establecer estrechas relaciones con el episcopado galorromano y con la Iglesia de Roma; hacia 496 se hizo bautizar por Remigio, obispo de Reims, con un hábil acto que lo legitimaba a los ojos de la católica población galorromana y permitía a los francos presentarse como pueblo de Dios, fiel defensor de la Iglesia. En este sentido se debe entender también la difusión del culto a San Martín, un santo galorromano que fue instituido como el santo patrón de los francos. Su conversión al catolicismo galorromano también le abrió las puertas para proseguir su expansión hacia el sur, a costa de los pueblos germánicos considerados heréticos (al profesar el cristianismo arriano): visigodos y burgundios. Trasladó su “capital” (que era más bien sólo un centro relativamente estable de operaciones) de Soissons a París, y fue nombrado cónsul honorario por el emperador de Oriente Anastasio: técnicamente, los francos pertenecían al Imperio. Para legitimar más aún su imagen de soberano, Clodoveo, hacia 510, hizo redactar la Lex Salica, que recogía las normas consuetudinarias francas.
Tras la muerte de Clodoveo el reino se dividió entre sus herederos, siguiendo una concepción patrimonialista del poder bastante alejada de la concepción romana de Estado. De hecho, el reino de los francos fue siempre un conjunto de reinos (dependiendo su número de la cantidad de herederos a repartir y del éxito de los intentos de reunificación. Por ejemplo, a la muerte de Clodoveo, su dominio se divide en 4:
- El reino de Reims
- El reino de París
- El reino de Soissons
- El reino de Orleans
Más adelante, se reunifican en dos: Neustria y Austrasia, a los que se une desde mitad del siglo VI, Borgoña, es decir, la Burgundia o el reino de los burgundios). Ni qué decir tiene esta situación fue siempre muy conflictiva e inestable, alcanzándose cierta unidad sólo bajo el reinado de algunos soberanos particularmente enérgicos. Pero esta característica en la transmisión del poder hizo cada vez más débiles a los merovingios, llegándose a la crisis final a mediados del siglo VIII, cuando una familia noble de altos funcionarios públicos, llegó a ser tan poderosa que sustituyeron a los merovingios como dinastía reinante, los llamados carolingios.
Los Reinos Anglosajones: Heptarquía y Cristianización
Los jutos, anglos y sajones que se habían establecido en Britania, sólo desde el 500, y al compás de nuevas oleadas, se fueron creando «reinos» permanentes. La historia más tradicional ha hablado de una «heptarquía anglosajona». Siete reinos: uno de ellos creado por los jutos (Kent); tres por los anglos, y tres por los sajones. Hoy se tiende a considerar que tales «reinos» fueron producto, fundamentalmente, del reagrupamiento de elementos muy dispersos. Sus nombres fueron tomados de la toponimia celtorromana o bien tuvieron un carácter puramente geográfico. Hacia finales del siglo VII el espacio que constituiría la matriz de la Inglaterra medieval estaba ocupado por este conglomerado de reinos. El más septentrional -Northumbria- constituyó la frontera frente a Escocia y mostró una más temprana receptividad a los elementos culturales célticos. En el centro de la isla, Mercia era el reino más extenso de todo el conjunto, con una frontera establecida en los actuales límites del País de Gales.
En todo el territorio dominado por jutos, anglos y sajones se llegó a una cierta homogeneidad cultural, en la que una lengua nueva (el englisc) sustituyó al latín y al gaélico celta o bretón. Unas formas religiosas basadas en un desorganizado paganismo barrieron la presencia de un cristianismo posiblemente demasiado superficial.
Como ya dijimos, la colonización anglosajona corrió pareja con el arrinconamiento del elemento bretón (o celta) en las zonas más septentrionales y occidentales de Gran Bretaña. Irlanda, junto a Gales, Cornualles, el territorio picto y la península Armoricana, ocupó, en los años finales de la Antigüedad y los inicios del Medievo, un papel destacado dentro de la civilización céltica. Los habitantes de Irlanda -los escotos- nunca sometidos por Roma, tuvieron desde el siglo III fama como piratas y colonizadores. Tales circunstancias les darían, en los siglos inmediatos, la posibilidad de participar en los grandes movimientos migratorios que sacudieron al Occidente europeo. Desde el momento de su conversión, Irlanda lanzó hacia Europa, como hemos visto, misioneros.
A mediados del siglo V aparece ya sobre territorio picto el reino de Dalriada, fundado por los escotos y en contacto con el norte de Irlanda. Aparecen en Armórica grupos de bretones, huidos de las razzias anglosajonas en Britania. Bajo los sucesores de Clodoveo, los francos se encuentran ya con masas compactas bretonas en la Armórica occidental que irán consolidando sus posiciones hasta los inicios del siglo VII.
La historia política del mundo británico desde los inicios del siglo VII es inseparable de su trayectoria religiosa. Para estas fechas, el bloque de reinos anglosajones se encontraba rodeado por un cristianismo céltico que, desde monasterios como Iona, Melrose o Lindisfarne empezaba a influir sobre el reino anglo más septentrional, Northumbria. Desde el sur, el cristianismo de rito romano, llevado por el misionero Agustín y sus compañeros, lograba la conversión de Kent y la fundación de la sede episcopal de Canterbury, junto a las dependientes de Londres y Rochester. En el norte, otro monje, Paulino, fundaba en el 627 la sede de York y lograba la conversión del rey Edwin.
Las dificultades de las misiones evangelizadoras se manifestaron de inmediato. A partir del 660, el paganismo se encuentra en franco retroceso. Quedaba por resolver el problema de la supremacía del rito romano o el céltico. Para ello fue reunido un sínodo en Whitby, en donde acabaron triunfando las tesis romanistas. El celtismo se mantendría firmemente en algunos reductos, particularmente en la isla de Iona. Pero en Gales focos de nacionalismo religioso céltico rebasarían esta frontera cronológica. En el siglo VIII los centros vitales de las Islas Británicas habían sido ganados para la cultura romanogermánica.
El Reino Lombardo: Invasión de Italia y Evolución Política
El último pueblo germano en aparecer en escena fue el de los lombardos, que fundaron un reino en Italia, franqueando los Alpes en el 568. Eran originarios del bajo Elba y se instalaron a mediados del siglo VI en Panonia, junto a los gépidos, que les atrajeron al arrianismo. La llegada de los ávaros a la zona danubiana obligó al príncipe Alboino a franquear los Alpes. De 569 a 572 los lombardos ocuparon la Italia del norte y fijaron su capital en Pavía. Otras bandas alcanzaron Toscana, y la región de Spoleto y Benevento. Italia se había convertido en una provincia bizantina en 554, pero el país, arruinado por veinte años de guerras, no pudo resistir una nueva invasión.
El asentamiento se realizó con una gran brutalidad; los recién llegados se adueñaron de los dominios del fisco y de los bienes de la Iglesia, donde fijaron colonias de campesinos-soldados o farae. Establecieron una segregación rigurosa, impidiendo a los italianos que llevasen armas y prohibiendo los matrimonios mixtos. Arrianos convencidos, persiguieron a la Iglesia católica; doscientas sedes episcopales desaparecieron y Monte Casino fue saqueado.
El asesinato de Alboino en 572 abre un período de crisis, con el poder repartido entre treinta duques. La realeza fue restaurada en 588 a favor de Autari, que se casó con la princesa bávara Teodolinda. Se establecieron lazos permanentes entre los dos pueblos de uno y otro lado de los Alpes, y el catolicismo comenzó a penetrar entre los lombardos. A la muerte de Autari, Teodolinda designó al nuevo rey, Agiulfo, y se desposó con él. El soberano puso sitio a Roma (593) y no se retiró hasta recibir un tributo de 500.000 libras.
A finales del siglo VI, el reino lombardo representa todavía un reino bárbaro en estado puro; pero se encuentra inmerso en el corazón de las relaciones internacionales. La conquista de Italia permanece inconclusa; Bizancio conserva Istria, Venecia, Liguria, el exarcado de Rávena, el ducado de Roma, Campania y Calabria. En su voluntad de expansión, la monarquía lombarda buscó explotar las dificultades entre Roma y el emperador de Oriente, y apoyó los sucesivos cismas. Recíprocamente, Bizancio intentó mantener su influencia en Italia enfrentando a los lombardos con los demás bárbaros, y en especial con los francos. Las malas relaciones entre papado e Imperio explican la lentitud de la conversión lombarda, pese al entorno católico en que vivían los reyes. El primer monarca católico, Adoaldo, fue derrocado a los pocos meses de reinado.
El edicto publicado en 643 por el rey Rotario nos muestra un vivo retrato de la sociedad lombarda. El monarca toma el sobrenombre imperial de Flavio, pero sigue siendo ante todo un jefe militar elegido por sus compañeros de armas antes de ser alzado al trono. Se apoya en ellos, mediante un juramento de fidelidad, y sobre las compañías de arimanni, hombres libres llamados al servicio militar a cambio de la concesión de tierras del fisco. Pero su poder está falto de coherencia; no puede imponer su autoridad a los duques de Spoleto y Benevento, prácticamente independientes.
Desde mediados del siglo VII, aparecen los primeros índices de fusión romano-lombarda, que se precisan con la conversión, esta vez definitiva, de Ariperto (652-662).
El reino tuvo su apogeo a comienzos del siglo VIII, bajo el reinado de Liutprando. Contaba con la administración más desarrollada de Occidente, su cancillería era sin duda la más perfeccionada y una sólida prosperidad económica asegura el monarca los importantes ingresos que explican la acuñación de monedas de oro (trientes) a imitación de Bizancio. La corte de Pavía se convirtió en un foco cultural, y el propio monarca promovió la construcción de iglesias ornamentadas. El soberano lombardo no renunció a obtener el señorío de toda Italia; a partir de 726 aprovechó la querella iconoclasta y retomó la ofensiva. Atacó Rávena en 730, y después amenazó Roma. Gregorio III pidió auxilio inútilmente al franco Carlos Martel; sólo en el año 742 Liutprando concluyó con el papa Zacarías una tregua de veinte años. Cuando murió en 744 la suerte de Rávena y de Roma permanecía incierta, y el papado, abandonado por Bizancio, tuvo que buscar apoyo en el más poderoso príncipe de Occidente.