Evolución Demográfica y Mentalidades en la América Hispana (Siglos XVII-XVIII)

Evolución Demográfica y Mentalidades en la América Hispana (Siglos XVII-XVIII)

Si a mediados del siglo XVII la población de la América española era de algo más de diez millones de almas, de las cuales los blancos representaban el 6,4% y los indios el 81 % de esa población, ciento cincuenta años más tarde, al terminar el siglo XVIII los habitantes de América hispánica habían llegado a 15.814.000.

La inmigración blanca comprendió casi todas las clases sociales y los campos profesionales, representando las clases humildes más del 50%, los mercaderes el 13%, los clérigos el 5%, los militares el 3% y los artesanos el 1 %, proporción ínfima que debe tenerse en cuenta para comprender el atraso técnico artesanal que va a representar uno de los grandes problemas de la América recién emancipada del siglo siguiente.

Para establecer cifras comparativas de la potencialidad humana del imperio español americano, conviene señalar que aquélla representaba el 50% de toda la población del continente en tanto que las colonias inglesas representaban un 33% y el imperio portugués un 17% aproximadamente.

Pero mientras la población de las colonias inglesas era blanca en un 80% y concentrada en una extensión territorial relativamente reducida, la población del imperio español era blanca en sólo un 20% y dispersa en enormes extensiones, diferencia que debe tenerse en cuenta cuando se analiza la evolución posterior de las dos comunidades, para no caer en pueriles consideraciones sobre las virtudes colonizadoras de españoles e ingleses.

La población indígena había decaído mucho, representando menos del 50% del total, pero en su reemplazo se había producido un largo proceso de mestizaje, al que nos hemos referido antes, que elevó el porcentaje de mestizos a una cuarta parte del total de la población.

En éste desaparece prácticamente la población ocupada en la minería, los núcleos rurales no son tan predominantes e incluso en Buenos Aires son francamente menores que los urbanos, y por lo tanto adquieren relieve las diversas actividades características de las ciudades: artesanos, comerciantes, militares, etc.

Señala la existencia de una aristocracia indiana, formada por descendientes de los conquistadores, segundones de casas nobles, encomenderas, latifundistas y funcionarios, que aunaba buena parte de los núcleos más representativos de la población blanca, que aun en sus estratos inferiores se sentía aristocracia respecto de la población no blanca.

Relieve continental, y plena vigencia rioplatense, tuvo en cambio la mentalidad criolla, hija de la coherencia social que resulta de su predominio numérico y de una progresiva sensación diferenciadora respecto del blanco europeo.

La favorecían una legislación que subrayaba las diferencias entre españoles europeos y americanos, la lucha por los cargos civiles y eclesiásticos, la conciencia humanista desarrollada entre los criollos en las universidades, las actitudes de superioridad del español europeo y el desprecio intelectual con que le responderá el criollo.

La mentalidad eclesiástica constituía un grupo aparte, que aunque homogéneo en lo fundamental, presentaba en su seno divergencias notorias: entre los misioneros y los sacerdotes de curia, por ejemplo, y entre las diversas órdenes religiosas, en particular en relación a los jesuitas, modeladores de la mentalidad americana, lo que se manifestó en el intento de arrebatarles la dirección de las misiones.

El clero constituía uno de los grupos sociales que, excluidos de la vecindad, y sometidos a una serie de limitaciones en sus derechos civiles y políticos (no podían ejercer profesiones, intervenir en cuestiones políticas y negocios seculares, comprar tierras, etc.), tenía una posición dominante derivada de la participación de la Iglesia en el proceso colonizador y de la catolicidad de la sociedad americana.

También estaban excluidos los funcionarios civiles y militares venidos de España o de otras regiones de América, pues no tenían normalmente domicilio permanente, no podían adquirir tierras, salvo que fuesen naturales del país, ni tener relaciones comerciales con los vecinos o casarse con mujer del lugar.

A partir de la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, con sus secuelas administrativas y los procesos militares y culturales que se producen desde entonces, el grupo de los funcionarios adquirió especial relevancia, y se agregaron a la trilogía de poderes otros dos nuevos: el poder militar y el poder ideológico, que aflorarían con el advenimiento del siglo XIX.

La población de las provincias que pronto se reunirían en el nuevo Virreinato creció lentamente hasta mediados del siglo y desde allí adquirió un ritmo más ágil, que en el caso de la ciudad de Buenos Aires alcanzó caracteres vertiginosos, como lo señala Concolorcorvo, que estuvo en ella en 1749 y en 1772 y pudo apreciar la diferencia de su aspecto entre ambas fechas.

Al borde de la época virreinal sólo quince carruajes existían en la ciudad y recorrían sus horrendas calles llenas de baches, donde hasta una carreta podía volcar, donde se formaban pantanos intransitables en las lluvias y remolinos de polvo en épocas de sequía.

Recordemos simplemente que ésta es la época de la gran transformación edilicia del Buenos Aires colonial: en un plazo de cincuenta años se construyen el Cabildo, la Catedral, las iglesias de la Merced, San Francisco, Santo Domingo, el Pilar, San Juan y Santa Catalina, así como la Casa de Ejercicios, todos monumentos arquitectónicos de estilo herreriano, con influencias barrocas en la decoración interior de algunos de ellos.

He visto sarao en que asistieron ochenta, vestidas y peinadas a la moda, diestras en la danza francesa y española y sin embargo de que su vestido no es comparable en lo costoso al de Lima y demás del Perú, es muy agradable por su compostura y aliño.

Además las excelentes condiciones del campo uruguayo hacían posibles muchos establecimientos rurales, por lo que buena parte de los pobladores tenían campos y casa en ellos donde pasaban los meses de verano, llevando en todo lo demás una vida y apariencia muy similares a las de Buenos Aires.

Los tres grandes pivotes sobre los que se movía la vida de la sociedad colonial que acabamos de analizar estaban constituidos por:

  1. el problema de la gradual apertura del puerto de Buenos Aires y la libre internación de mercaderías, de las que dependía el desarrollo económico de la región;
  2. el problema del indio, que se subdivide en el problema de las fronteras y la actividad misional de los jesuitas, y
  3. la lucha contra los portugueses e ingleses, manifestaciones locales del largo conflicto internacional entre las tres potencias, cuyas líneas fundamentales expusimos en el capítulo anterior.

Desde el siglo anterior imperaba el sistema de los dos navíos anuales de registro, cuyos magros aportes, así como su irregularidad hubieran bloqueado el progreso de Buenos Aires si sus habitantes no lo hubiesen compensado con la pacífica práctica de un contrabando permanente, que se vio acrecentado con la presencia de los portugueses en la otra orilla del río.

El primer resquicio lícito en este sistema lo constituyó el establecimiento en Buenos Aires del Asiento de Negros francés, exigencia de la diplomacia de Versailles, que a partir de 1703 introdujo su triste mercancía cuyo valor era pagado en cueros vacunos, que encontraron por esta causa un renovado mercado.

Cuando en 1715, como consecuencia de la paz de Utrecht, el Asiento pasó de las manos francesas a las inglesas, los nuevos empresarios no se limitaron a la introducción de negros y la extracción de los productos del país: sino que en combinación, con los portugueses desarrollaron un persistente contrabando.

No obstante, la Corona, convencida del principio mercantilista de que la opulencia de las naciones tiene por base el comercio, proyectó, hacia 1720, un régimen proteccionista que prohibía el comercio a los buques extranjeros, fomentaba la exportación americana, simplificaba el sistema de impuestos marítimos, reemplazando el complejo sistema anterior por el impuesto único de palmeo -tanto por cubaje de bodega ocupado-.

Además, advirtieron en que consistían los principales beneficios para Lima: las diferencias de precio entre lo comprado en Portobelo y lo vendido en Lima, y optaron por establecer sus propios agentes comerciales en ambas ciudades, de modo tal que la ganancia fuese para ellos y no para los comerciantes de la capital virreinal.

El aumento de los navíos de registro provocó la resistencia del Consulado de Lima, que prohibió a sus comerciantes la venta de los productos ingresados por aquella vía, provocando así la protesta y el choque con el Consulado de Cádiz poniendo en evidencia la división de intereses entre dos sectores tradicionalmente unidos.

El triunfo de los intereses del Río de la Plata era impuesto no sólo por la obsolescencia del sistema anterior, sino también por una diferente situación internacional, un cambio en la perspectiva económica de los comerciantes españoles, y un fuerte impulso renovador en las esferas gubernativas de Madrid.

Los pobladores blancos, ya en su mayoría americanos, poseedores de una técnica militar mucho más eficiente que la de sus rivales, pero menores en número, dispersos en un enorme territorio y faltos de los medios económicos para sostener su aparato militar, cedieron muchas veces la iniciativa a los aborígenes, limitándose a tomar medidas defensivas y, en el mejor de los casos, represalias.

Para escarmentarlos, las ciudades tucumanas debieron reunir sus milicias y votar recursos para armarías, lo que además de ocasionar perjuicios económicos, despertó los egoísmos loca listas de quienes no se sentían directamente amenazados y no comprendían el sentido y efecto del esfuerzo común.

En sus líneas generales, el plan era la repetición mejorada del que había constituido la esperanza d los jefes españoles del siglo anterior, pero igual que entonces fracasó, pues los conflictos con Portugal y la defección correntina, obligaron a dejarlo de lado.

Desde principios del 1700 las migraciones araucanas hacia las pampas situadas hacia el nordeste de su hábitat, provocaron frecuentes avances de los indios sobre las poblaciones más alejadas de la región bonaerense y sobre las expediciones dedicadas a las vaquerías, ocasionando la suspensión de éstas y la consiguiente crisis económica.

La condigna respuesta de los españoles convenció al jefe indio de las ventajas de la paz, firmándose en 1741 el primer tratado de paz entre pampas y españoles, que estableció por límite entre ambas naciones el río Salado.

Todavía el gobernador Ortiz de Rosas, inseguro de los efectos de la paz, aprobó la construcción de fortines a lo largo de la frontera, reductos miserables servidos por campesinos armados que a los pocos años desertaron por la rudeza de la tarea y la falta de todo estímulo.

Constituían en el último tercio del siglo XVII alrededor de trece mil, pero al promediar el siglo siguiente habían descendido a una tercera parte, si bien la escasez de estadísticas adecuadas impide establecer su número con exactitud.

En cambio los indios reducidos en establecimientos y poblaciones regentadas por religiosos, en su gran mayoría jesuitas, constituían un número importante y en gran parte concentrado en una porción reducida del territorio: el constituido por los tramos superiores de los ríos Paraná y Uruguay.

La población de las reducciones jesuíticas o pueblos misioneros de la cuenca mesopotámica alcanzaba hacia 1750 a unos 90.000 habitantes, contrastando con la escasa población de las otras reducciones de la Compañía que no pasaban de diez mil habitantes.

Esta obra monumental, fruto del trabajo de un puñado de misioneros, constituyó un esfuerzo orgánico en pro de una simbiosis cultural a través de la cual aquéllos buscaron cristianizar a los indios y atraerlos hacia hábitos de vida y trabajo occidentales o al menos occidentalizados, pero aprovechando a la vez costumbres y tradiciones indígenas, con lo que se disminuían los efectos destructivos del impacto de la civilización más evolucionada sobre la autóctona.

A la vera de estos dos religiosos, cuyo poder residía en el respeto que habían sabido granjearse, la docilidad de los indios y la situación de dependencia a que los reducía su menor cultura, se constituía el Cabildo indígena, con sus alcaldes y regidores, copia del español, pero dependiente del asesoramiento de los Padres, que desarrollaban así una forma interna de paternalismo sobre los indios, propia de las concepciones de la época.

Buenos maestros, encontraron en los indios no menos buenos discípulos, generándose así en estos pueblos un grupo -de artesanos y artistas que dejaron en los templos y en sus imágenes un testimonio acabado de su capacidad.

El hecho de que las misiones hayan entrado en decadencia una vez expulsados los jesuitas y que los indígenas se desbandaran abandonando la vida en los poblados, no se debe intrínsecamente a que el sistema jesuítico los mantuviera o redujera a un estado de dependencia e infantilismo, sino más bien a que la experiencia no fue lo suficientemente prolongada como para generar una sociedad india occidentalizada dentro de esas tónicas, por lo que no hubo herederos de los Padres entre los propios indios, y además por el tratamiento posterior a la expulsión, que fue tan impropio y desconsiderado que arrebató a los indígenas reducidos el sentimiento de seguridad que anteriormente les inspiraba su estado.

Los portugueses, tradicionalmente, desde la época de las «bandeiras», se habían constituido en un azote para aquellos indios, por lo que la perspectiva de caer en manos de los tradicionales perseguidores les atemorizó de tal modo que se dispusieron a resistir la medida proclamando que aquellas tierras eran las suyas, que no querían emigrar ni caer bajo la autoridad de Portugal, e impidieron en 1753 el paso a las comisiones demarcadoras de límites, reteniendo a los Padres para impedir que a falta de éstos fueran violentados por las autoridades civiles y militares.

Como el Tratado sólo establecía la devolución de la plaza, los españoles se propusieron desde el principio limitar la posesión de los portugueses al recinto fortificado, trabando su circulación por la campiña aledaña, con el objeto de evitar que, bajo el pretexto de su posesión de la plaza, se extendieran aquéllos por el resto de la Banda Oriental y luego pretextaran el dominio de la región fundados en la posesión efectiva.

Como los portugueses insistieran en extender sus actividades se estableció un formal bloqueo de la Colonia en 1736 para obligarlos a abandonar la plaza, a lo que los lusitanos respondieron avanzando más al norte sobre los territorios españoles de Río Grande, para asegurarse una carta de cambio.

Gil Munilla ha demostrado que esta decisión se tomó durante el año 1773, año en el que España se lanza a una verdadera carrera armamentista y en el que se comienza a pensar en Madrid en la necesidad o conveniencia de crear una Audiencia en Buenos Aires y un Virreinato para el Río de la Plata, medidas ambas necesarias para dotar a la región de un gobierno con capacidad ejecutiva adecuada a las circunstancias que exigían decisiones rápidas e incontrovertibles.

Mientras se sucedían los acontecimientos internacionales que acabamos de describir, se desarrollaba en las autoridades españolas una doble serie de preocupaciones respecto de las posesiones del extremo sur americano, las que guardaban estrecha relación con la situación internacional.

Una de las preocupaciones de España, consistía en establecer cuál era el mejor sistema para mejorar la administración indiana, eliminando los defectos y vicios acumulados a través del tiempo y que significaban escollos al desarrollo de las colonias y perjuicios para las arcas reales.

Pero el interés ministerial se volvió hacia el sur del continente, donde el ritmo de las reformas y las necesidades locales creaban el campo adecuado para la aplicación de la nueva institución, junto con las derivadas del nuevo régimen comercial: aduana y consulado.

Si desde que promedió el siglo XVIII las autoridades madrileñas estuvieron preocupadas por el Río de la Plata de una manera nueva y muy intensa, desde 1770 comenzaron a pensar en modificar la organización político – institucional de la región y la índole de sus relaciones con el virreinato del Perú.

La del virrey Amat llegó en 1775 y merece considerarse: aprobaba el informe de Acevedo, pero contemplando el aspecto económico-financiero del proyectado Virreinato, concluía que carecería de rentas propias suficientes si no se le agregaba la Capitanía General de Chile, que con sus minas podría sostener las finanzas virreinales.

Destaca Gil Munilla que en su informe Cevallos sugirió que el jefe de la expedición fuera a la vez que jefe militar el jefe político de la jurisdicción para evitar controversias y malentendidos que comprometieran la empresa y que ese mando político se extendiera al Paraguay, Tucumán, Santa Cruz, Potosí y Charcas, porque con todas ellas «confinan las posesiones antiguas y las usurpaciones modernas de los portugueses».

La sugerencia de incorporar el mando político al militar encontraba en ello un adecuado vehículo, y la propuesta de extender la jurisdicción de la nueva autoridad a los territorios del Alto Perú proveía la solución económica buscada por Amat en la unión con Chile, pero que ahora era resuelta en coincidencia con las exigencias estratégicas del momento internacional, circunstancias de las que el virrey había prescindido en su informe.

Muy pocos días después el rey, personalmente, con Gálvez y los ministros más allegados al monarca, adoptaron la decisión de crear el Virreinato del Río de la Plata con los límites propuestos por el veterano general, a quien, unificando los mandos como él proponía sin suponer las consecuencias, se le invistió reservadamente con el carácter de virrey.

Diversos problemas demoraron la salida de la expedición mientras el rey la urgía ante el temor de que los ingleses llegaran a dominar la rebelión norteamericana y que sus aliados franceses, deseosos de desquitarse de la guerra anterior, provocaran un conflicto general en el que las perspectivas españolas no eran tan seguras como las del «conflicto controlado» contra Portugal.

No era este el único triunfo español, sin contar el efecto sobre la opinión mundial: había logrado aislar a Portugal en la lucha, manteniéndola separada de, Gran Bretaña, y aun había logrado mantener ese aislamiento en la convención de paz.

En efecto, si la segregación de varias provincias del Virreinato del Perú y su reunión bajo una autoridad residente en Buenos Aires importaba un cambio fundamental y el reconocimiento de la creciente gravitación que las provincias del extremo sur atlántico tenían en el imperio español, la incorporación de Buenos Aires al régimen del libre comercio, la consiguiente creación de la Aduana porteña, el establecimiento de la Audiencia en la capital virreinal y la reorganización de las jurisdicciones provinciales bajo el régimen de las intendencias, significó un cambio fundamental para la vida de estas regiones.

El desarrollo que acompañó la puesta en funciones de estas instituciones -a las que seguiría años después el Consulado de Buenos Aires-, desarrollo político, económico y demográfico, hizo posible un clima de relativa adultez que proporcionaría en pocas décadas el adecuado marco para que -en consonancia con las circunstancias internacionales- se produjese una revolución emancipadora.

Establecía el registro de cargas, el establecimiento de consulados en los puertos con mayor movimiento, el comercio entre puertos americanos, y por último daba normas fiscales nueva, tendentes al fomento de las manufacturas metropolitanas y de la producción de materias primas americanas.

Estas disposiciones aplicadas a Buenos Aires significaban la seguridad de mantener el ritmo de prosperidad iniciado, pero si se agrega a ellas la ampliación del radio de influencia comercial de Buenos Aires hasta La Paz en el Alto Perú y el aporte a la organización virreinal de todas las riquezas de la región altoperuana, se comprende la gravitación del cambio.

En 1788, diez años después de creada y teniendo en cuenta que los conflictos de jurisdicción entre el virrey y el superintendente causaban inconvenientes superiores a las ventajas de la separación de las funciones, se agregó la superintendencia de Real Hacienda al gobierno del virrey.

Como les correspondían las funciones de Hacienda dentro de su jurisdicción, en lo que debían cuenta al superintendente del ramo, excluyeron a los virreyes del manejo de la Real Hacienda hasta 1788, en que se produce la unificación ya mencionada y se crea como órgano de control la Junta de Real Hacienda presidida por el virrey.

Tenían los intendentes todas las prerrogativas que antes habían tenido los gobernadores, pero además contaban con asesores letrados para los casos en que debían intervenir en materia judicial, ejercían el Vicepatronato en la esfera de su jurisdicción y estaban sometidos al juicio de residencia, como los gobernadores y virreyes y demás altos funcionarios.

Cuando se da el caso de combatir a los portugueses en 1762 y las milicias de Corrientes son divididas en partidas con los indios, los milicianos disgustados pidieron ser licenciados y regresar a su región, y ante la negativa desertaron, lo que derivó en el curso de los dos años siguientes en un movimiento comunero que alzó el lema de «Viva el rey y muera el mal gobierno».

Pero lo más significativo no fue eso, sino que desde la flamante capital las autoridades virreinales ejercitaron una política centralizadora conforme a los intereses reales y fomentaron una economía basada en el intercambio ultramarino que, a la vez que favoreció los intereses españoles y los de Buenos Aires, perjudicó la incipiente industria de las ciudades del interior.

Buenos Aires, ciudad puerto, punto de recepción y paso, dominio de los comerciantes, era una ciudad abierta a las innovaciones, a los cambios, apta para recibir al desconocido que llegaba de allende el mar y asimilarle en pocos años;

Así, Buenos Aires presentaba ante las ciudades del interior la fisonomía de una ciudad cosmopolita, menos sensible a los prestigios de la tradición, pueblo de advenedizos donde las onzas contaban más que los méritos del linaje de primer poblador, ciudad, en fin, amiga de novedades.

A su vez estas ciudades mediterráneas con menor aporte de nuevas oleadas de españoles europeos, donde la condición de encomendero y luego de terrateniente constituían el primer título de la escala social, donde el relativo aislamiento en que se desarrollaba hacían más valiosas las tradiciones, más reservada la gente, más celosos de sus posiciones a los poseedores del prestigio social-aunque conviene no exagerar en este aspecto-, eran vistas desde Buenos Aires como núcleos cerrados, vanidosos de sus anteriores glorias, tradicionalistas, desconfiados de las novedades y los cambios y recelosos del extranjero.

De cuyos hijos bebieron allí las nuevas ideas, para las cuales el ambiente social y la actitud mental de su ciudad natal constituirían el caldo ideal para el desarrollo del cultivo iluminista primero, liberal luego, importado en parte de Chuquisaca y en parte venido de Europa directamente, España incluida.

Las modificaciones introducidas en la estructura económica americana y sus relaciones con la metrópoli: régimen de libre comercio y sus posteriores ampliaciones, aduanas, intendencias, consulado, etc., provocaron una reactivación de la vida comercial del nuevo Virreinato de notable vigor y persistencia, que superó incluso los inconvenientes de situaciones políticas internacionales adversas.

La consecuencia de ella fue un gran desarrollo del comercio y de la producción de materias primas, así como una ampliación de los consumos interiores como resultado del aumento de población y de riqueza, y una decadencia de las incipientes industrias, que no pudieron competir con la producción europea.

La producción agropecuaria adquiere un nuevo volumen, se introducen las ovejas de raza Merino -obra de Lavardén, que además de poeta y economista fue un destacado empresario- y la producción lanera se quintuplica en sólo diez años, pasando a ser un rubro importante;

Un grupo de emprendedores españoles se lanzó a la empresa -sobresaliendo Francisco Medina y Tomás Antonio Romero- superando múltiples obstáculos: escasez de sal, falta de barriles para almacenar el producto, falta de operarios conocedores del oficio.

El siglo XVIII, con el desarrollo de la población y de los institutos de enseñanza, trajo un mayor desvelo intelectual, y aunque no se llegó al plano creativo, las provincias del futuro Virreinato comenzaron a vivir las inquietudes culturales del siglo.

Araujo, Leiva y Sequro la se aproximan a la ciencia histórica, el santiagueño Juárez se luce en botánica, Caamaño y Quiroga hacen aportes geográficos, el ya citado Lavardén produce la primera obra de teatro escrita en el país y sor María de Paz y Figueroa es en el género epistolar la Sevigné americana.

En las letras se desarrollaba idéntico forcejeo entre las tendencias arcaizantes y modernistas y si bien la tonalidad general era neoclásica aún podían sorprenderse curiosos resabios de un barroquismo tardío, refugiado en las intendencias donde era menor el influjo de los modernos escritores españoles y franceses.

En el arte colonial hispanoamericano se produjeron determinadas fijaciones estilísticas, alteraciones resultantes de nuevas importaciones europeas, remembranzas de los monumentos de las ciudades de origen de los arquitectos y constructores y por fin la metamorfosis que los modelos europeos sufrieron en manos de los artesanos indígenas que les trasmitieron su idiosincrasia y tradiciones artísticas.

Salta es un excelente ejemplo de ello, no sólo por su notable Cabildo, conservado sin las mutilaciones del porteño, sino por sus mismas casas de familia, que ofrecen múltiples ejemplos de portales, balcones, ménsulas y artesonados .

Son obras simples, sencillas e ingenuas, construidas en barro o adobe y salidas no de manos de arquitectos sino de simples vecinos aficionados que hicieron lo mejor que podían para honra de Dios, y que revelan, más que las obras de mayor calidad, la sensibilidad artística del pueblo y la autenticidad del estilo.

Los acontecimientos del Río de la Plata no fueron ajenos a los sucesos de Europa y América que afectaron a todas las generaciones que eran contemporáneas hacia 1810 y que habían recibido la experiencia vivida, por la trasmisión oral, por el recuerdo o por el proselitismo ideológico, las resonancias positivas o negativas de los factores internacionales de la época.

Las tesis del liberalismo revolucionario desde la «Gran Revolución» -con sus secuelas concretas, que los acontecimientos del95 sobre todo habían marcado en muchas mentalidades-, y el litigio en la propia España, de donde procedieron muchas de las influencias revolucionarias, renovadoras o innovadoras, de acuerdo con las tendencias que se disputaban el destino de la Península.

Las pretensiones centralizadoras de la corona británica se fueron incrementando con el correr del tiempo y aunque teóricamente el Parlamento representaba los intereses de la totalidad del Imperio -incluyendo las colonias-, estas interpretaban que lo hacía mucho mejor con los grandes comerciantes de Inglaterra.

Se puede decir que el sistema norteamericano y el inglés constituían experiencias únicas, pero al mismo tiempo planteaban cuestiones y problemas que preocupaban a hombres de distintas latitudes por ser problemas y cuestiones casi universales, de alguna manera presentes en la vida del hombre en comunidad.

En los años 60 y70 les parecía claro que los gobernantes británicos habían violado la ley natural y la palabra de Dios y de acuerdo con Locke, si un gobierno persiste en exceder sus limitados poderes, los hombres quedan dispensados de su obligación de obedecerle.

En parte también porque el proceso hirió gravemente el afecto de los norteamericanos por la nación madre, que no vaciló en usar indios salvajes, esclavos negros y mercenarios extranjeros contra los colonos Y por último, la independencia se hizo no sólo un sentimiento sino una necesidad, cuando el gobierno británico emitió la Prohibitory Act, que cerraba las colonias al comercio internacional y no hacía otra concesión que ofrecer el perdón a los rebeldes.

Los acontecimientos de América del Norte se transformaron en una suerte de mito soreliano, con suficiente difusión como para representar un factor internacional de primera importancia en la vida y en las relaciones internacionales de fines del siglo XVIII y buena parte del siguiente.

No sería extraño, pues, que Francia -al menos la Francia de la Revolución- fuera anatema para los representantes del antiguo régimen o para los creyentes en los valores tradicionales que los revolucionarios galos habían puesto en cuestión, y «misionera de la libertad» para muchos filósofos e ideólogos.

Cuando en 1778 se encontraron en la «Loge des NeufSoeurs» de París, el «patriarca de la irreligión» -Voltaire- y el «patriarca de la democracia» – Franklin- no sospechaban que catorce años más tarde comenzaría un violento temporal anticatólico, que arrastraría en sangrienta persecución tanto al clero refractario como al propio clero francés partidario de la Constitución.

Señala que detrás de la voluntad popular hay una voluntad soberana, apologista de la religión de Estado, defensor de la tradición, de la propiedad y sobre todo del pragmatismo político, teórico de la contrarrevolución, como el teócrata Maistre o el sistemático Bonald, su pensamiento tendrá el éxito que prometía la opinión pública inglesa, reservada y prevenida.

La Alemania de entonces es la de Kant, quien aceptará la Revolución sin sus desbordes -buen ejercicio intelectual, si se quiere- y en sus escritos de 1790 a 1795 testimoniará su adhesión a los principios de la igualdad, la fraternidad, la libertad, mientras Fichte representará, años más tarde, el paso del individualismo a la liberación nacional como condición para la fraternidad universal.

Si la ilustración, según vimos, transformó la monarquía tradicional en una monarquía reformadora y en una etapa posterior los críticos dirigían sus dardos contra el despotismo ministerial y contra los favoritos, y no contra el monarca, en esta etapa de Carlos IV se avizoran nuevas estructuras para la constitución española.

La influencia revolucionaria, las nuevas ideas, la inestabilidad política que denuncian los cambios frecuentes de los ministros, la situación económica de la monarquía, las guerras, la pérdida relativa de prestigio del clero y de la nobleza, hacen decir a León de Arroyal: «Si vale la pena hablar de verdad, en el día no tenemos constitución, es decir, no conocemos regla segura de gobierno…“

No hubo, sin embargo, una revolución burguesa dieciochesca al estilo europeo, porque España tenía una burguesía elemental, y la sociedad española es, en realidad, una abstracción voluntaria, pues, en rigor, hay varias sociedades imbricadas que reaccionan de manera desigual al choque del industrialismo.

L.as corrientes democráticas que abolieron pruebas de sangre para el ingreso a las fuerzas militares y pugnaron por la igualdad civil y la unidad de los fueros, actuaron en España a partir de 1811, llegaron a imponer la Constitución de 1812 y, según veremos, fueron batidas por el partido de Fernando VII.

No sólo se advertirá la ruptura de parte de la población con las órdenes religiosas -el idilio entre la Iglesia y el pueblo español parece terminado hacia 1835- sino la penetración de las nuevas ideas y su consecuencia: renuncias a votos religiosos, crisis de creencias.

No es desdeñable esta serie de datos: el aumento del proteccionismo se hace inevitable luego de 1815, tanto para remediar la catastrófica guerra de la independencia, cuanto para neutralizar los perjudiciales efectos de la separación de las colonias americanas.

En pocos años España se vio afectada por el proceso político que el Ochocientos anuncia -la pérdida de las posesiones americanas, la difusión del maquinismo, la organización industrial moderna- y por una «subversión del espíritu», en términos de Vicens Vives: el romanticismo de una generación renovadora e innovadora que vio caer en su juventud al antiguo régimen y que cubrió casi todos los cuadros de la minoría intelectual, burocrática y militar.

La vieja monarquía autoritaria y foral de los Reyes Católicos, relativamente modernizada y centralizada por la burocracia afrancesada de los Borbones, era entonces un antiguo edificio, con un armazón impresionante, pero apenas afirmado en una tierra sin reposo ni seguridad.

De este modo comenzó uno de los penados fascinantes de la historia española que, al propio tiempo, explican en buena medida el comportamiento de los españoles que estaban en Buenos Aires, las actitudes sucesivas de los criollos, y las decisiones ambivalentes de la metrópoli.

La pequeña aristocracia y la burguesía, que toman el poder en las provincias periféricas y producen hechos apenas recordados, cuando en realidad se lanzaban al reemplazo de la burocracia central y de las altas jerarquías sociales, todas claudicantes.

Los tradicionalistas pretenden la reconstrucción monár

quica junto a los realistas defensores de sus fueros, aunque con los reformistas combaten a los invasores, quienes creen en la necesidad de una Carta constitucional de corte revolucionario y tienen como apéndice inconstante a los «afrancesados», que veían en el régimen de Bonaparte la introducción de las innovaciones europeas para cambiar España (de hecho, más de doce mil familias pasaron a Francia cuando Bonaparte cayó).
La lucha de tendencias se resolverá al principio en favor de los liberales innovadores, aunque españoles, que darán batalla en las Cortes hacia 1810, sancionarán la «revolución tradicional» a través de la Constitución de Cádiz de 1812 y propiciarán la controversia sobre la extinción del Tribunal del Santo Oficio en 1813, que significará la primera polémica pública sobre el pasado español, entre una España «oficial» y otra «popular».
El litigio ideológico, el peso de las constantes españolas en el liberalismo, cierto ambivalente anticlericalismo, el temor de las clases aristocráticas por la reforma agraria -sin embargo tímida-, la lucha de personalismos, crearon el ambiente necesario para que se produjera la reacción monárquica anticonstitucional.
Si a eso se añade el favoritismo del rey en las designaciones militares, que alejó a muchos jefes y oficiales que pasaron a ser afiliados de logias masónicas liberales, se explicará en buena medida el éxito de los emisarios argentinos que hicieron circular oro americano entre los jefes del cuerpo expedicionario que preparaba en Andalucía una de las tentativas de reconquista de las colonias de América del Sur, como queda claro en Vicens Vives.
El llamado pronunciamiento de Riego surge de una milicia en parte reconquistada por los liberales, que recobran el poder entre 1820 y 1823 y terminan su breve experiencia de gobierno derrotados por un ejército francés invasor llamado de los Cien Mil Hijos de San Luis.
La segunda reforma constitucional termina en España con un paseo militar, y tendencias extremistas conservadoras y liberales seguirán librando, sobre el fondo de causas sociales y económicas, un litigio que marca casi toda la historia española futura.
En conjunto, los virreyes fueron gobernantes eficaces que hicieron mucho por el progreso del Virreinato y de su ciudad capital, méritos oscurecidos en parte por el brillo de la gestión de uno de ellos [Vértiz] y en gran medida por el colapso de la institución y de todo el régimen colonial que se produce a partir de Sobre Monte.
Al marqués de Loreto corresponde el mérito de haber iniciado una política pacificadora con los 230 indios, basada en la coexistencia y en el intercambio comercial, política continuada por Arredondo y que significa en su trasfondo un cambio profundo en el enfoque del problema indígena y evangelizador.
Por esos años se creó el Consulado y los virreyes procuraron la agremiación de comerciantes y artesanos, pero sin lograr demasiado éxito en esto, pues ya por entonces comenzaban a abrirse paso las teorías contrarias a la agremiación en la que se veía un peligro para la libertad de trabajo.
Movimiento de reivindicación indigenista ante todo, triunfó en el primer momento entre torrentes de sangre, pero la falta de medios adecuados así como la indisciplina de los sublevados permitieron a los españoles reunir las fuerzas del Perú y del Río de la Plata, derrotar a los indios, capturar y ejecutar al jefe indigna.
El Virreinato desconoció en sus primeros años movimientos políticos criollos del tipo de los ocurridos a principios del siglo, como la revolución de los comuneros de Antequera en el Paraguay, en el año 1728, y la posterior, menos importante y menos doctrinaria, de los comuneros de Corrientes, durante las guerras guaraníticas.
Dejaremos de lado la historia de algunos aventureros, como Aubarede y Vidal, y sólo recogeremos los nombres de aquellos que, como Francisco de Mendiola en México, Gual en Venezuela, y Antonio Nariño en Colombia, revelan que una agitación simultánea movía los espíritus de ciertos americanos que presentían mejor que la mayoría de sus paisanos el destino de sus respectivas patrias.
Los sentimientos nacionales sólo eran por entonces confusamente intuidos como afectos regionales, que cedían al común denominador americano, al punto que producidos los movimientos revolucionarios, nacen primero los Estados que las nacionalidades como entes definidos y perfectos.
La guerra con España favorecía los proyectos de Miranda: Melville se mostró partidario de ocupar Chile, en tanto que Miranda propiciaba una acción conjunta de una escuadra británica y un ejército norteamericano con el objeto de establecer un gobierno independiente en América española.
De las relaciones entre estos dos hombres surgió primero el plan de Popham de noviembre de 1803 referido a una expedición al Río de la Plata, y luego, rotas nuevamente las hostilidades entre las dos potencias rivales, el memorándum de octubre de 1804, firmado por Popham pero realizado en colaboración con Miranda, donde se repetía la misma idea.
Reanudada la guerra entre Inglaterra y España, a causa de la deficiente neutralidad española y el subsidio que España entregaba a Francia en pago de su neutralidad, y derrotadas en Trafalgar las escuadras unidas de España y Francia, la marina inglesa quedó en gran libertad de acción, lo que a su vez hizo posible la puesta en marcha de la tradicional estrategia británica.
Frente a un poder continental que superaba sus posibilidades militares, Gran Bretaña recurría a la estrategia indirecta, ya cultivada por lord Malborough en el siglo anterior: golpear al enemigo, no en el centro de su poder, sino en los puntos más débiles, de modo tal que, sin obtener una victoria decisiva, se mejorase gradualmente la situación estratégica general obteniendo pequeños triunfos y
Esta estrategia se combinaba muy bien con las posibilidades de una potencia naval sin rivales, capaz de trasladar sus tropas con mayor o menor el secreto de un punto a otro del globo y asestar sobre sus adversarios golpes sorpresivos, que eran a la vez definitivos en el orden local.
En 1804 la alianza de Napoleón con Carlos IV producía tal suma de poder continental-pese a la debilidad relativa de España- que Gran Bretaña movió sobre aquéllos a las demás potencias continentales para mantenerlos en jaque, mientras ella se dedicaba a dar golpes periféricos sobre las posesiones coloniales de las dos potencias aliadas y sus satélites.
La circunstancia de hallarse defendida Montevideo por fortificaciones y esperar allí el ataque las autoridades españolas, impulsaron a los jefes británicos a no atacar aquel puerto, que era el obvio pero difícil objetivo militar, sino a desembarcar directamente sobre Buenos Aires, ciudad abierta, desguarnecida y capital política y económica del Virreinato.
La indefinición en que se debatían los jefes británicos por falta de la debida autorización para el paso que daban, llevó a Beresford a actuar como conquistador del territorio -aunque con toda moderación- y a exigir el juramento de fidelidad al monarca inglés.
 Cuando el 25 de junio de 1806 los ingleses desembarcaron en la costa de Quilmes, sólo encontraron dos esporádicas e inefectivas resistencias: en las inmediaciones del lugar del desembarco y en el cruce del Riachuelo resistencias presididas por la improvisación y la falta total de concepción táctica.
Se acomodaba a las conclusiones de la Junta de Guerra, que el 2 de abril del año anterior había adoptado el criterio de abandonar Buenos Aires en el caso de un ataque no resistible, y concentrar los refuerzos de todo el Virreinato más al norte, aislando al invasor en el Puerto, para luego volver sobre él con fuerzas superiores.
Políticamente, la decisión de Sobre Monte y su posterior lenta reacción, no sólo deterioraron profundamente la imagen del virrey -que se convirtió en sinónimo de cobarde para el pueblo- sino que provocó una crisis profunda de la autoridad virreinal, a la que por decisión popular se arrebató el mando de armas inmediatamente después de la Reconquista.
Cuando los británicos ocuparon Buenos Aires el 27 de junio ofrecieron a la población porteña, como garantía de la bondad del nuevo monarca a quien debían obedecer, la seguridad del libre culto católico y la promesa del libre comercio.
La medida se oponía directamente a los intereses del grupo comercial monopolista integrado por los españoles, y también, aunque menos directamente, a las ideas de quienes querían comerciar libremente con todo el mundo, como los comerciantes criollos y los ganaderos exportadores.
pocos días de iniciada la invasión se habla producido una alianza de hecho entre todos los sectores de la población -criollos, peninsulares, comerciantes, productores, clérigos y militares- dispuestos a expulsar a los invasores.
El 1º de agosto una columna de infantería inglesa dispersó a los pocos hombres con que Pueyrredón la enfrentó, pero el hecho sólo sirvió para demostrar a los ingleses la imposibilidad de operar sin caballería en un territorio tan extenso.
Los jefes ingleses intentaron entonces entrevistarse con Pueyrredón -tal vez para proponer alguna fórmula conciliatoria o hacer promesas a su partido-, pero la generalización del fuego en la mañana del12 de agosto interrumpió la gestión.
El14 de agosto se convocó a un cabildo abierto con el fin de asegurar la victoria obtenida, cabildo que pronto adoptó formas revolucionarias, pues el pueblo invadió el recinto y exigió que se delegara el mando en Liniers.
Para salvar las formas legales se designó una comisión para entrevistar al virrey, que por entonces bajaba hacia Buenos Aires, la que obtuvo que éste delegara en Liniers el mando de armas y en el regente dela Audiencia el despacho urgente de los asuntos de gobierno y hacienda.
Esta organización, típica manifestación del regionalismo que animaba a españoles y americanos, resultó en definitiva funesta para los afanes centralizadores de la Corona, pues los cuerpos criollos constituyeron un poder militar nativo que pronto entraría a rivalizar con sus colegas peninsulares.
Mientras la minoría de precursores procuraba dar una ideología a la futura y mal entrevista revolución -que por entonces no era otra que la ideología del cambio y de un liberalismo indefinido-, las autoridades y el pueblo la habían dotado, de común acuerdo e ingenuamente, del instrumento para el poder.
El gobierno whig, que había reemplazado al equipo tory de Pitt, era menos afecto que éste a las ideas independentistas de América y proclive en cambio a la de conquista, la que se vio súbitamente reforzada por la fácil ocupación de Buenos Aires, y por las presiones de los comerciantes ingleses que veían en Sudamérica un excelente mercado.
 Los informes de Beresford a Auchmuty y los otros obtenidos por éste, convencieron a este jefe que un fuerte partido criollo deseaba la independencia, pero que preferían el dominio inglés al español, siempre que se les asegurara que el país no sería devuelto a España en las tratativas de paz;
Todo el sistema parece haber irritado a los habitantes y en lugar de una impresión favorable a Gran Bretaña estoy convencido de que será difícil apartar alguna vez la idea de que todos estos procedimientos estuvieron movidos por el interés individual y no como un gran objetivo nacional.
El resultado fue catastrófico para el invasor, que al caer la tarde, pese a haber alcanzado la mayor parte de sus objetivos, había perdido mil hombres entre muertos y heridos y casi dos mil prisioneros.
El jefe emergente de la victoria era Liniers, hombre de inspiraciones momentáneas, pero sin carácter para gobernar, y en torno del cual se agruparon y enfrentaron distintos grupos, terminando por minar en breve plazo el prestigio de la autoridad.
Próxima la segunda invasión inglesa, Liniers, jefe de armas del Virreinato, ascendido a brigadier de marina, era el oficial de mayor graduación del Río de la Plata, por lo que pasó, en junio de 1807, a desempeñarse como capitán general del Virreinato, con funciones de virrey interino.
A los 54 años de edad, viudo, con nueve hijos y escasa fortuna, su energía militar en momentos cruciales, que reiteró inmediatamente en ocasión del ataque de Whitelocke, lo llevó a desempeñarse como suprema autoridad, cargo para el que no tenía carácter, y en circunstancias políticas muy difíciles que hicieron su gobierno desasosegado y personalmente penoso.
Aleccionado por el fracaso de Whitelocke, el ministro Castlereagh formuló un programa político nuevo que consistía en renunciar definitivamente a la conquista de los establecimientos sudamericanos y en cambio promover la independencia de éstos, como modo de liquidar el poderío español y de obtener mercados para el comercio inglés, cuya fuerza exportadora y poder expansionista se ponían cada vez más de manifiesto.
Expulsado de Europa, el gobierno portugués, cuyo impulso expansionista en América hemos seguido a través de los años, dio nuevo vigor a su concepción imperialista, promoviendo desde entonces la idea de un gran imperio americano, que debía consolidarse a costa de España, idea en la que trató de hacer entrar a su aliado británico.
Cuando, a raíz de la misión del brigadier Curado, se produce el primer estado de tirantez visible entre Liniers y el Cabildo dirigido por Álzaga -los celos entre ambos hombres se remontan a los días de la Defensa, sin perjuicio de sus diferencias ideológicas-, Liniers había sido confirmado en España como virrey interino.
Las reacciones temperamentales del virrey, sus relaciones escandalosas con Anita Perichón, y sobre todo su condición de francés desde el momento en que se supo en Buenos Aires el alzamiento del pueblo español fueron los distintos factores que jaquearon su gestión administrativa y su conducción política.
cuando el virrey logró vencer al Cabildo o más propiamente al grupo político de Álzaga, en enero de 1809, no logró sino quedar a merced de quienes hicieron posible su triunfo, o sea de las tropas criollas que reconocían a Cornelio Saavedra como su jefe indiscutido.
sin tener más fuerza que la opinión, y las que podía sacar de unos cuerpos patrióticos voluntarios con quienes a veces era preciso contemporizar, porque una exacta disciplina los hubiera disuelto o dispersado, cuyas malas consecuencias no era fácil determinar en aquellas circunstancias críticas, no quedándome más recurso para hacer frente a tantas dificultades que el de ganar tiempo en tanto que V.
el poder ideológico comenzaba a abandonar el sector oficial para adquirir trascendencia en las actitudes avanzadas de los núcleos revolucionarios, y el poder económico, antes patrimonio indiscutido de los comerciantes peninsulares, se repartía ahora, aunque tímidamente, con los hacendados exportadores y los comerciantes extranjeros instalados, legalmente o no en el Plata.
El mismo Belgrano, al juzgar en 1808 a los partidarios de la república, los considera en «una vana presunción de dar existencia a un proyecto de independencia demócrata no reflexionando que faltan las bases principales en que debería cimentarse».
La adhesión de Belgrano al sistema monárquico constitucional -no compartida por otros miembros del grupo, sino como una necesidad política ocasional- si bien importa adhesión a una casa dinástica por razones de tradición y conveniencia, no significa dependencia de España.
Los propósitos independentistas del grupo han quedado claramente establecidos desde 1806 -no puede hablarse entonces de independencia de Francia, que era aliada y no enemiga de España-, los reitera Saturnino Rodríguez Peña en 1808 al proponer «un sistema libre, honroso y respetable» en relación «con la feliz independencia de la patria» y continúa hasta 1810 siendo el objetivo básico del movimiento.
A diferencia del grupo independentista criollo, tenían un centro de poder en el Cabildo de Buenos Aires, dominado por ellos, y su manifestación más antigua podría encontrarse en el movimiento de febrero de 1807 que destituyó a Sobre Monte, donde, según testigos presenciales, el público reunido en la plaza lanzó entre otros gritos de circunstancia, el de «Viva la República».
Perseguía este grupo la independencia del Río de la Plata, convencido de que las autoridades dependientes de la metrópoli constituían una fuente de opresión contraria a los intereses del país, pero aspiraban a constituir el nuevo gobierno y sistema con los españoles europeos, comerciantes en su mayoría, y con exclusión de los americanos.
El grupo, si bien era reformista desde el punto de vista político, pues además de independencia proponía un sistema republicano a realizar por medio de Juntas, era netamente conservador en lo social, buscando perpetuar el dominio de la clase dirigente peninsular y la exclusión del elemento nativo de las principales funciones de gobierno, y de las más altas actividades sociales y económicas.
Cuando se produce la doble abdicación de Carlos IV y Fernando VII y el pueblo español se subleva contra José 1, constituyendo Juntas en los diversos reinos españoles, este partido encuentra una excelente base de sustentación afirmando la necesidad de recurrir a igual procedimiento, y aprovechando los sentimientos anti franceses de los españoles europeos.
Las diferencias de propósitos entre estos dos partidos y la oposición notoria de sus concepciones sociales los mantuvo opuestos entre sí casi permanentemente hasta el año 1810, cuando los republicanos, desesperanzados del apoyo de Cisneros, optaron por acercarse al grupo de la independencia de Belgrano y Castelli y coligados realizaron la revolución del25 de mayo de 1810.
Mientras el partido de Álzaga contaba con la participación y apoyo de los jefes de los tres batallones europeos, los criollos no tenían entre sus corifeos originales a jefes militares, si se exceptúa a Pueyrredón -que por causa de sus misiones y prisiones no tenía mando de tropas-.
Pocos días después fue recibida en el Cabildo porteño una propuesta del ministro portugués conde de Linhares de muy distinto tono: invitaba a aceptar la protección lusitana amenazando en caso de negativa con una invasión conjunta angla-portuguesa.
Aquéllas trascendentales noticias no las conocía aún el nuevo embajador inglés ante la corte portuguesa, lord Strangford, cuando llegó a Río de Janeiro en julio y se encontró en marcha un plan de invasión al Río de la Plata apoyado bizarramente por su connacional el contralmirante Smith.
Temiendo una nueva maniobra de Portugal, rechazó la petición, fundado en haber jurado ya a Fernando VII, y decide recurrir al único apoyo posible, los batallones criollos, a los que reclama fidelidad ante los peligros de amenaza exterior y de anarquía interior.
El 20 de septiembre -un día antes de que Elío proclamase en Montevideo su secesión erigiéndose una Junta a la manera de las ciudades españolas- Castelli, Belgrano, Vieytes, Beruti y Nicolás Rodríguez Peña se dirigen a la infanta, lamentando el rechazo de sus pretensiones «por motivos realmente intrigantes» y consideran superiores e incomparables los títulos de la infanta respecto de los de la Junta de Sevilla.
Atacando la política de Liniers, afirman que no puede cohonestarse con la esperanza de la restauración de la Metrópoli, «porque si afectan creerla, no están dispensados de tener por posible un suceso infausto» y luego critican la intervención del Cabildo en los negocios públicos y la obsecuencia de funcionarios y particulares.
Éste se oponía a las pretensiones de la infanta por motivos distintos a los de Liniers, y según los firmantes de la carta que analizamos, hacían creer que el reconocimiento de la infanta significaría la posterior no restitución de estos reinos a la Corona de Castilla, ocultando:
que cesaría la calidad de Colonia, sucedería la ilustración en el país, se haría la educación, civilización y perfección de costumbres, se daría energía a la industria y comercio, se extinguirían aquellas odiosas distinciones que los europeos habían introducido diestramente entre ellos y los americanos, abandonándolos a su suerte, se acabarían las injusticias, las opresiones, las usurpaciones y dilapidaciones de las rentas y un mil de males que dependen del poder que a merced de la distancia del trono español se han podido apropiar sin temor de las leyes, sin amor a los monarcas, sin aprecio de la felicidad general.
La infanta, a quien incitaban a no abandonar sus pretensiones, podía significar la independencia provisoria -al menos en principio- de estos reinos y el fin de la prepotencia peninsular, si ella entraba a reinar en el Plata apoyada por los criollos.
La infanta se ve así bloqueada en sus proyectos, pero deseosa de obtener la regencia opta por un imprevisto cambio de frente: lograr el apoyo de Liniers para alcanzar el mismo objetivo, y a ese fin denuncia a sus antiguos amigos y a su emisario el inglés Paroissien.
1º de enero de 1809, una delegación del Cabildo pasó al Fuerte a exigir la renuncia del virrey, mientras una multitud invadía la plaza al grito de «Muera el francés Liniers» y «Junta como en España», mientras los batallones vizcaínos, catalanes y gallegos entraban con armas y tambores a la plaza.
Estas serían tan contradictorias e inadecuadas a la situación cambiante del Río de la Plata, como difícil era la información objetiva y actualizada tanto por las pasiones en juego, cuanto por el tiempo que dichas noticias demoraban entre el lugar de los sucesos y el centro delas decisiones políticas.
Deseaba Su Majestad, según la directiva, que «se olvide el principio abominable de que la opresan es la que tiene sujetos a los pueblos y que V.E, sustituya en su lugar la máxima que conviene al gobierno liberal y justo que ejerce S.M., de que los hombres obedecen con gusto siempre que el Gobierno se ocupa de su felicidad.
Si bien esa instrucción sería corregida por unas «Adiciones», escritas según parece quince días después, son ilustrativas de la manera de ver la cuestión platense por parte de la Junta Central: abusos administrativos, sensación de opresión política, preocupación por los intereses comerciales, serían los problemas capaces de soliviantar al pueblo.
la idea de los grandes proyectos que se propone la Metrópoli respecto de las colonias, ya en razón de reformar todos los abusos que por desgracia existen en la administración pública de las colonias ya en razón de la parte que van a tener en el Gobierno por medio de sus diputados a la Junta Central…
Cisneros tuvo que revisarlas una y otra vez, consultar a testigos de los sucesos rioplatenses y moderar su proclama, a fin de no alentar expectativas, que consideraba peligrosas -si existían- ni revelar más de lo que el pueblo de Buenos Aires sabía o presentía acerca de los trastornos de la administración.
Al mismo tiempo, tuvo que tomar en cuenta los propósitos de los españoles metropolitanos, que veían en él un jefe capaz de superar el encono de las fracciones rivales de la política porteña y aventar el peligro de una explosiva secesión.
Sevilla, a su vez, confiaba en que los españoles europeos habrían de apoyar la autoridad de Cisneros y servirían de base a un poder político suficientemente fuerte como para neutralizar las maniobras de los grupos políticos que pugnaban por soluciones diferentes de la propuesta por Sevilla.
La libertad de acción de Cisneros quedaba condicionada tanto por las informaciones que reducían o distorsionaban su panorama como por otras medidas paralelas que habrían de perjudicar su ubicación en las circunstancias: el marqués de Casa Yrujo era designado en Río de Janeiro para evitar contactos entre funcionarios del Virreinato y los del Brasil, y al mismo tiempo, conocida la asonada ocurrida en Buenos Aires el12 de enero, se ordenaba a Cisneros que redujera y juzgase militarmente a Liniers, a quien se atribuía la intención de anexar el Virreinato a Francia.
Todo, o casi todo esto, volvió a cambiar poco después, cuando la Junta Central se apercibió de que había sido nuevamente engañada y a través de un informe de un comisionado directo supo que Liniers había seguido siempre leal a España, que las tropas criollas habían defendido el orden establecido y que la situación de Buenos Aires era en general tranquila.
Felipe Contucci estaba en Buenos Aires trabajando por el reconocimiento – de la infanta Carlota en la época en que Cisneros aceptaba el nombramiento de la Junta de Sevilla, y en carta a sus amigos – especialmente al espía portugués Possidonio de Costa-, estimaba en marzo de 1809 que en Buenos Aires no había «uniformidad de intereses».
Sin embargo, es sugestivo cómo reúne las fuerzas de uno y otro lado, mientras describe la situación de modo que le permita recomendar el apoyo al partido más débil para contribuir a un conflicto en el que veía ganancias para la infanta Carlota y la Corte citada.
Para él, el absolutista Elío era un «demócrata», porque para muchos era lo mismo democracia que «juntismo» al estilo español de la guerra de la independencia, directa o indirectamente favorable a los intereses de Inglaterra y porque Contucci entendía que de imponerse Napoleón en la Península, buscaría alentar la independencia de los americanos mediante el gobierno de las Juntas.
Con discrepancias, las cartas de Saturnino Rodríguez Peña aluden constantemente a «cinco de nuestros principales amigos» comprometidos en la causa carlotista -Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Antonio Luis Beruti, Hipólito Vieytes y Nicolás Rodríguez Peña-, que por lo menos desde 1808 habían adherido expresamente a los derechos de sucesión de la princesa, luego que habían abandonado su adhesión sincera pero ingenua a la política inglesa.
Como no había llegado protegido por fuerzas militares -plan que se elaboró y luego se abandonó por necesidades de la coyuntura peninsular- optó por hacer escala en puerto que consideraba seguro para tomar desde allí las medidas que creía insoslayables a fin de garantizar su entrada en Buenos Aires, que presumía hostil y quizás en manos de facciosos.
En segundo lugar, la designación de Elío como subinspector general de las tropas del Plata fue interpretada como una ofensa, habida cuenta de las tensiones con Montevideo, o como una vuelta al pasado, si se tiene presente lo que había acontecido el 1º de enero de 1809.
En tercer lugar, la nueva situación y las designaciones no sólo implicaban una victoria para los capitulares derrotados en los sucesos de enero, sino el riesgo del desarme o de la disminución de las tropas criollas en relación con las que estaban subordinadas a los intereses y opiniones de los españoles europeos.
Las disposiciones para la transferencia del mando, la sorpresa de su llegada al Río de la Plata, los cambios de posiciones entre los poseedores de mayores recursos políticos y de influencia, fueron factores importantes en el lento pero inexorable proceso que preparaba las vísperas revolucionarias.
El 11 de septiembre el virrey observa los «crecidos sueldos asignados a las tropas veteranas y urbanas por su antecesor», pero no pide su revisión y mantiene toda la tropa posible «para conservar la quietud del pueblo».
Y no fue casual que aparte de las medidas económicas a las que nos referiremos especialmente más adelante, tendientes a la contemporización con ciertos grupos influyentes, el 25 de noviembre Cisneros crease el Juzgado de vigilancia política, como consta en el libro de comunicaciones del Consulado,
en mérito de haber llegado a noticia del Soberano las inquietudes ocurridas en estos sus dominios y que en ellos se iba propagando cierta clase de hombres malignos y perjudiciales afectos a ideas subversivas que propendían a trastornar y alterar el orden público y el gobierno establecido …
sin excepción de fuero alguno por privilegiado que sea, que en clase de comisionado de este superior cele y persiga no sólo a los que promuevan o sostengan las detestables máximas del partido francés y cualquiera otro sistema contrario a la conservación de estos dominios en unión y dependencia de la Metrópoli ( …
Es obvio que no se escribiría lo expuesto si no ocurriesen cosas sospechosas y de difícil control para los representantes del orden establecido, ni se crearía una policía política con jurisdicción privilegiada ni se organizaría la represión si no se procurara restablecer la capacidad propia del poder político, comprometiendo con sus decisiones a toda la comunidad.
Cisneros no llegó a dominar los factores políticos que se articulaban en contra de su gestión, y la reorganización de las fuerzas militares que emprendió por motivos financieros y profesionales -por la que redujo los cuerpos urbanos a los batallones de Patricios (dos], de Montañeses, de Andalucía y de Arribeños- no satisfizo ni a los españoles ni a los criollos.
El factor económico jugaba un papel modificado desde el momento que los países europeos habían desarrollado las formas capitalistas y estimulado adelantos tecnológicos que cambiaron sustancialmente las demandas a las demás regiones, incluyendo América del Sur.
En la ciudad el sector de los comerciantes y en el interior contiguo al puerto el de los hacendados, sabían ya qué reclamar en favor de sus intereses, aunque su participación en la estructura política virreinal era relativa, especialmente la de los segundos.
En Buenos Aires y su zona de influencia el litigio iba teniendo protagonistas definidos en el orden económico y algunos participantes explícitos que se añadían a los de otros sectores sociales: los comerciantes de la Península -especialmente de Cádiz- a través de sus mandatarios y de funcionarios que los representaban;
los hacendados y labradores del interior en ambas márgenes del Plata, y los extranjeros no españoles, con predominio del grupo de comerciantes británicos que procuraba presionar por la vía indirecta pero ancha y accesible de la Corona británica y sus diplomáticos.
Como gobernante necesitado de ponderar los intereses en pugna y usar de su poder buscando el equilibrio, permitió el comercio legal con los comerciantes británicos, aunque con restricciones notables que el Consulado se encargó de definir con cierta delectación, hasta el punto que casi logró neutralizar la medida del virrey.
los quebrantos que habían sufrido las industrias provinciales en ocasiones anteriores -por ejemplo, el reglamento de 1778 y el intercambio exterior consiguiente, así como el realizado con los ingleses luego de las invasiones de 1806 y 1807-.
Por un lado, sin embargo, calló el hecho de que varias de esas crisis no procedían de la apertura incondicional del comercio y no usó de un argumento que a la postre se hubiera vuelto sobre sí mismo: en la situación internacional sobreviviente, creciente el poder comercial y consolidado el sistema imperial inglés, no se pasaría exactamente de un relativo monopolio español a la absoluta libertad comercial, sino al monopolio relativo de los ingleses.
Escrito hábil, fundado sobre todo en argumentos económicos, pues el problema jurídico había sido soslayado por todos en nombre de la necesidad, pide que los principios de la libertad de comercio se instituyan provisoriamente hasta que un nuevo sistema estable reemplace al vigente, injusto para sus representados, los labradores y hacendados.
El complejo y encarnizado litigio concluyó formalmente con la sanción del Reglamento de libre comercio de 1809, al que siguió una medida contra los extranjeros tendiente a evitar su constante penetración y sobre todo su expansión económica y su residencia definitiva.
Al virrey, político y militar que conocía el valor estratégico de la región rioplatense, le preocupaba «el mayor número de individuos ingleses que a título de interesados o propietarios de los cargamentos solicitan permanecer aquí más tiempo del que se las ha permitido».
El escrito de Moreno no tuvo entonces mayor relevancia y quizás no salió del expediente, sino luego de la revolución, pero junto con los escritos de Belgrano y los argumentos expuestos por los litigantes, demostró en qué línea económica habrían de moverse los que pretendían un cambio sustancial en la estructura de poder virreinal y en el sistema mismo.
Al fin, los cambios estructurales en la economía europea y su reflejo en los intereses rioplatenses, gravitarán en las actitudes de grupos económicos de Buenos Aires y de la campaña bonaerense, que si bien no alentaban propósitos revolucionarios, nada harían para sostener la estructura política virreinal, que no estimulaba por entonces la defensa de esos grupos.
El llamado Imperio español constituía un único y formidable sistema político, en el sentido de una serie interrelacionada y persistente de actividades y de instituciones que, de manera consecutiva o articulada, permitían la elaboración y la aplicación de decisiones destinadas a comprometer al conjunto.
Metrópoli y colonias, España y sus posesiones americanas, habían constituido una red impresionante de relaciones internas, de canales de comunicación, de vías para el procesamiento de expectativas, demandas, aspiraciones y conflictos que ocurrían en sus inmensos dominios.
tal punto se hizo evidente el malestar, que cuando a fin de mes llegó la nueva de la caída de Gerona en poder de los franceses y del avance de éstos sobre Sevilla, en vez de producirse manifestaciones de pesar y patriotismo como en ocasiones similares anteriores, la noticia fue recibida con júbilo, lo que provocó la justa alarma de Cisneros.
Crisis en la España peninsular, litigio de ideas y de creencias políticas, tensiones o rebeliones en Buenos Aires y en las colonias americanas más importantes, grupos que cuestionan a las autoridades o que las defienden según sus intereses, transformaciones económicas, conflicto social especialmente entre criollos y españoles europeos, un poder militar emergente que participa en todos los hechos decisivos que suceden en la capital del Virreinato del Río de la Plata luego de los sucesos de 1806 y 1807 …
Los factores e influencias que se cruzan entonces -de índole económica, social, política, administrativa, militar e ideológica-, deben ser apreciados como interacciones que se explican dentro de un sistema social del cual forman parte, con autonomía relativa, un sistema-o subsistema- político y otro económico, en cada uno de los cuales suceden hechos que rompen o hieren su lógica interna.
Gamo Crane Brinton escribió una vez, el análisis de los cambios políticos revolucionarios no resulta satisfactorio cuando sigue exclusivamente la «escuela de las circunstancias», que considera las revoluciones como resultado de un crecimiento espontáneo, en el que las semillas crecen entre la tiranía y la corrupción y su desarrollo estaría determinado por fuerzas ajenas a ellas mismas o, en cualquier caso, fuera del planeamiento humano.
Tampoco se aclara el análisis cuando atiende sólo a la «escuela del complot», según la cual las revoluciones tienen siempre un crecimiento forzado y artificial: sus semillas, cuidadosamente plantadas en un suelo trabajado y fertilizado por los jardineros revolucionarios, maduran por la sola acción de esos jardineros contra la fuerza de la naturaleza.
La figura de Saavedra, partidaria de un cambio ordenado con arreglo a formas tradicionales, se aproxima al tipo ideal del moderado, en tanto que el Moreno de 1810 al del extremista audazmente renovador, con ciertos influjos jacobinos.
quiso mitigar (…) la violenta lucha ideológica y política que se desencadenó inmediatamente después de la revolución (pero) no pudo evitar que en Buenos Aires mismo se produjeran los motines populares y las maniobras políticas que en definitiva iban a quebrar su popularidad y a eliminarlo del gobierno.
Existía también una oposición que tendía al reformismo político -como el partido Republicano encabezado por Álzaga- que si bien aspiraba a producir cambios en el personal de gobierno -Liniers- y en políticas específicas, quería además una modificación sustancial de la estructura política a través de la formalización de un gobierno independiente pero dominado por los españoles europeos.
Y por fin el llamado partido de la Independencia, que entre 1808 y 1809 tendía hacia una suerte de reformismo social a través de la promoción de la participación política de los criollos en la estructura virreinal, y al que los acontecimientos y los designios de sus jefes conducirían a una actitud revolucionaria, que al cabo implicaba el cambio de los gobernantes, de la estructura política y social y consecuentemente de políticas específicas.
El 25 de mayo vuelve a expresar una coalición de los grupos políticos actuantes: frente a la reacción oficialista del día 24 que llevó al nombramiento de Cisneros como presidente de la Junta, los grupos revolucionarios se movieron rápidamente e hicieron saber al Cabildo que el pueblo había resuelto reasumir los poderes que había delegado el día 22 y exigía la constitución de una Junta integrada por Saavedra como presidente, Paso y Moreno como secretarios, y Alberti, Azcuénaga, Belgrano, Castelli, Larrea y Matheu como vocales.
Se concede la presidencia a Saavedra, jefe del regimiento más poderoso de la ciudad y detentador por lo tanto del poder decisorio de la fuerza, y jefe de la revolución en la medida en que a él había correspondido, el18 de mayo, la decisión de lanzarla a la calle.»
Frente a la unidad de acción de los poderes ideológico y militar, el resto de la constelación se plegó al proceso -por ejemplo, el poder económico y el religioso-, o careció de fuerza para contenerlo -por ejemplo el poder político, burocrático y el propio virrey-.
Esta amalgama de ambos poderes -el ideológico y el militar- se refleja desde los lugares de reunión -casa de Rodríguez Peña y Martín Rodríguez, por ejemplo- y sus asistentes militares y civiles, hasta la representación conjunta en todas las cuestiones trascendentes: Castelli y Martín Rodríguez el18 de mayo;
cuando se dice legitimidad se alude a la cualidad que puede revestir un régimen político en cuanto: «a) existe una creencia compartida por gobernantes y gobernados respecto de la traducción institucional de un principio de legitimidad -el principio de legitimidad, como lo entiende Botana, se referirá a la ideología política específica del régimen-, b) existe un acuerdo entre gobernantes y gobernados respecto de las reglas que rigen la solución de los conflictos nacidos con ocasión de la transferencia de gobierno.»
La crisis puso en evidencia que la mayoría de la gente no cuestionaba aún la ideología monarquita -principio de legitimidad vigente en la época-, al punto que durante muchos años se elaborarían fórmulas apropiadas a una potencial monarquía constitucional.
La fórmula de la «junta», la gran cuestión del «gobierno» y la empleo deliberado del principio de la soberanía popular, expresado entre otros por Castelli, no hizo sino poner en movimiento a las oposiciones que cuestionaban la traducción institucional que el imperio español americano había concebido durante siglos para sus posesiones americanas.
2) también y con mayor razón había caducado con la disolución de la Junta Central, porque sus poderes eran personales e indelegables, y 3) de aquí se deducía la ilegitimidad del Consejo de Regencia y la reversión de la soberanía al pueblo de Buenos Aires y su libre ejercicio en la instalación de un nuevo gobierno.
2) los defectos de esta elección habían quedado subsanados por el reconocimiento posterior de los pueblos, y 3) el pueblo de Buenos Aires por sí solo no tenía derecho alguno a decidir sobre la cuestión sin la participación de las demás ciudades y menos aún elegir un gobierno soberano, pues ello hubiera importado lo mismo que establecer tantas Soberanías como pueblos.
Un tercer abogado quebró la peligrosa vacilación de Castelli y sus partidarios, rebatiendo al fiscal: Juan José Paso comenzó por reconocer la razón de Villota en cuanto a la necesidad de una consulta general a los pueblos del Virreinato, pero la situación era suficientemente crítica como para que cualquier retardo la hiciera peligrosa.
En América, por decirlo así, continuaba en pie el edificio de los Austrias, pues a pesar de las reformas introducidas, la osamenta fundamental de la Recopilación de las Leyes de Indias mantenía las líneas maestras y los cánones tradicionales y, fundamentalmente la conciencia de formar parte de una monarquía plural.
 Al propio tiempo, la Suprema Junta de Sevilla no sólo trataba de convocar voluntades para evitar que pasase en España lo que en Europa, «la destrucción de la monarquía, el trastorno de su gobierno y de sus leyes, la licencia horrible de las costumbres, los robos, los asesinatos, la persecución de sacerdotes», sino que en seguida procuraba contrastar tan negro retrato con un programa reformista que, sugestivamente, incluía:
No sería extraño que el voto de Castelli en el Cabildo del 22 de mayo de 1810, además de incluir la célebre referencia a la reversión de la soberanía al pueblo a raíz del cautiverio del rey, adujera que dicha Junta Central no tenía facultades para traspasar la soberanía a una Regencia, porque la propia Junta de Sevilla era ilegítima en cuanto en su formación había faltado la «concurrencia de los diputados de América en la elección v establecimiento».
La Junta Central Suprema, instalada por sufragio de los Estados de Europa (se refiere a los reinos peninsulares) y reconocida por los de América, fue disuelta en un modo tumultuario, subrogándose por la misma sin legítimo poder, sin sufragio de estos pueblos, la Junta de Regencia, que por ningún título podía exigir el homenaje que se debe al señor don Fernando VII.
La tesis de Castelli responde también a la idea de un pacto histórico que no se afincaba en las formas jerárquico- medievales de señor a vasallo, sino «en un movimiento posterior que tiende a Ilimitación de las decisiones reales» por los pueblos, y que puede hallarse Incluso en las leyes de Partidas.
La respuesta es terminante: si el Cabildo quiere saber lo que opina el pueblo, que llame a reunión, y si no se hace, se mandará tocar generala y abrir los cuarteles y entonces la ciudad sufrirá lo que se había querido evitar.
Se explica mejor la compleja trama de ideas y de creencias influyentes en el movimiento de mayo de 1810 en el Río de la Plata, aplicando lo que la lógica moderna llama el «principio de complementariedad», según el cual la realidad se nos muestra siempre en función de un sistema o conjunto.
Es cierto que las revoluciones norteamericana y francesa tuvieron influencia mediata, pero fue a raíz de la revolución española que la apetencia de los cambios políticos y sobre todo la posibilidad de su concreción, estimularon las expectativas de los criollos y los decidieron a actuar.
No hay duda de que los liberalismos traspirenaicos e inglés arrasaron con su presencia demoledora ciertas tradiciones ideológicas y las defensas que los burócratas quisieron oponerles, pero se suele soslayar el hecho de que hubo un liberalismo español, de características propias, no precisamente ateo ni antimonárquico, que actuaba y servía de tamiz, pero también de portada, a las doctrinas que a la postre servirían a la revolución independentista en el Plata.
El proceso había comenzado antes de 1810, a través de causas externas e internas que estimularon cambios en las formas de gobierno -el “juntismo»- y que revelaron la crisis total del sistema político español, así como la ilegitimidad del régimen que sucedió a la monarquía borbónica.
En el año 1810 no sólo sucedió un cambio político cuando la estructura de poder virreinal fue ocupada por los hombres de Buenos Aires, sino un cambio social expresado por el acceso al poder de los criollos, constituyentes de un gobierno «patrio», el de la tierra de los «padres», que no era la española, sino la americana.
Pero si el proceso culminó en una revolución de aquel tipo, fue porque un grupo de hombres poseía tendencias e ideales nuevos, una mentalidad distinta y objetivos diversos de los españoles europeos sobre los problemas de la comunidad política.
Mariano Moreno vio con notable lucidez el sentido y el rumbo de los sucesos, cuando poco después del acceso de los criollos al poder escribió que se había disuelto el pacto político que unía a las colonias rioplatenses con la Corona española, y no el pacto social de los colonos entre sí.
La disolución de la Junta Central restituyó a los pueblos la plenitud de los poderes, que nadie sino ellos podía ejercer, desde que el cautiverio del rey dejó acéfalo al reino y sueltos los vínculos que los constituían, centro y cabeza del cuerpo social.
En esta disposición no sólo cada pueblo reasumió la autoridad quede consuno habían conferido al monarca, sino que cada hombre debió considerarse en el estado anterior al pacto social de que derivan las obligaciones que ligan al rey con sus vasallos…
 Era el comienzo de otro drama, el que pondría frente a frente a la ciudad revolucionaria con el interior, que si bien habría de aceptar la disolución del pacto político colonial, rechazaría la pretensión de Buenos Aires de transformarse en única cabeza dominante del nuevo Estado nacional.
Napoleón modificó además la técnica de la guerra: su objetivo era aniquilar al adversario y sus medios una gran rapidez de concentración seguida de un impetuoso ataque masivo, donde la infantería y la caballería fueron utilizadas con un nuevo criterio y en formaciones compactas.
Así Napoleón se convirtió en el señor indiscutido de los campos de batalla, hasta que, maestro involuntario de sus adversarios, estos discípulos comenzaron a aprender las lecciones, y las guerras de invasión despertaron el espíritu nacional de los Estados agredidos, como fue el caso de la guerra de España y la campaña de Alemania de 1813-14.
En Prusia, en cambio, después de 1815, volvió a cerrarse el ejército para los burgueses y los pocos que lograron participar del poder originaron un proceso de absorción por la alta clase media de los ideales y los estilos de vida nobles.
El acrecentamiento de la producción se hará sentir luego en un mejor nivel de vida y un aumento notable de la población, pero como contrapartida inmediata causó una intensa migración del campesinado a las grandes ciudades, donde el obrero padeció un progresivo desarraigo.
A la caída de Napoleón, Francia no sólo había sido vencida militarmente, sino que estaba agotada en sus fuerzas, aplastada en su economía y humillada en el concierto internacional, debiendo soportar la presencia y los gastos de un ejército de ocupación.
Lo más curioso es que en un momento en que las guerras napoleónicas y los consiguientes movimientos de independencia de los pueblos sometidos habían hecho sugerir el espíritu nacional, por oposición al universalismo dieciochesco, y cuando ese espíritu tomaba vuelo y forma en alas del Romanticismo, el Congreso de Viena y sus sucesores hicieron caso omiso de dicho principio.
Triunfante en la Francia revolucionaria y en España en 1812, la reacción posnapoleónico significó el reemplazo del sistema de constituciones por el de las cartas, es decir, por concesiones graciosas de los reyes que proveían al reino de un sistema político, pero dejando a salvo que ello era el resultado de su voluntad soberana y no una imposición de la nación.
La Restauración tiene en ambos países recorridos distintos pero similares que se caracterizan por una lucha permanente entre absolutistas y liberales, los dos grandes sectores en que se dividió la opinión nacional, y por la presencia de una fuerza intermedia de moderados.
Dispuesto a salvar la dinastía, fue arrastrado en el primer momento o, mejor dicho, sumergido por la reacción de los «ultras» -emigrados y nobles, unidos por el odio a la Revolución y deseosos de revancha- que impusieron un régimen reaccionario y violento que se manifestó tanto en la legislación como en los hechos.
Durante un lustro, privados de su rey, los españoles habían tomado la conducción de los negocios públicos y militares y habían logrado, con la ayuda inglesa, la liberación del país y finalmente del propio rey.
Su espíritu reformista se reflejó a la vez en la obra legislativa de las Cortes: reforma agraria, supresión de los señoríos jurisdiccionales, liberalización del comercio y supresión de la Inquisición, expresión esta última de la vertiente anticlerical de su pensamiento.
Mientras un buen sector de la sociedad española veía en estas obras la materialización del impulso de renovación nacional comenzado con los alzamientos populares antifranceses, para otros, de tendencia tradicionalista, aquellas reformas representaron la desnaturalización de España.
El hecho señala el restablecimiento del absolutismo español y la aparición del primer pronunciamiento exclusivamente militar como medio de modificar la situación política, fenómeno típicamente español e hispanoamericano, ya que América demostraría casi inmediatamente una malsana predilección por dicho recurso.
Dedicados más que a una obra de reconstrucción a una restauración señalada por una cruda persecución a sus rivales políticos -fenómeno similar aunque menos violento, al Terror Blanco desatado en Francia a partir de 1815- la arbitrariedad de los conductores políticos enajenó la adhesión de los monárquicos reformistas -partidarios del sistema foral- y de los mandos militares.
los liberales llaman a los cuarteles y son escuchados: ambiciones personales, influencias de las logias y la obra de los emisarios de Pueyrredón que trabajaban para sublevar el ejército destinado a la recuperación de América, se conjugan para precipitar el resultado.
Tal vez porque se cansara de la omnipotencia de los «apostólicos», tal vez porque al fin entreviera que no lograría la paz nacional sino apoyándose en la conciliación de todos los moderados, Fernando rompe con los realistas extremistas, que habían creado ya su sociedad secreta de persecución que respondía al promisor nombre de Ángel Exterminador.
Estos «apostólicos», que entonces responden al nombre también significativo de «puros», repudian a Fernando y ponen sus esperanzas en su hermano Carlos, dando origen así a otro proceso de la política española que girará en torno del partido carlista.
Pero donde las similitudes son notables es entre el proceso político español y el nuestro, las que revelan que pese a las influencias extranjeras y a la hispanofobia que nació al calor de la guerra de la independencia, nuestra evolución política fue españolísima en muchos de sus trazos, aunque haya sido netamente americana en otros.
Recordemos los pronunciamientos (Elío y Riego por una parte, Álvarez Thomas, Bustos y Lavalle por otra), la acción de las logias, aunque orientadas a objetivos diferentes, la acción reformista y frustración de los grupos liberales (Rivadavia entre nosotros), la restauración del orden político unida a una reacción antiliberal (Rosas), la división de los no liberales por la escisión de los moderados (los «persas» en España y los «lomos negros» en Buenos Aires) y la instrumentación de una organización extremista por parte de los ultras (El Ángel Exterminador y la Sociedad Restauradora).
La reacción natural del clero fiel al Papado fue la de considerar a la república y a la tiranía popular como formas políticas que amenazaban la vida de la Iglesia, y así mostraron, sobre todo las altas jerarquías, una adhesión entusiasta a la restauración absolutista.
El 25 de mayo la quiebra del deteriorado sistema virreinal, el desconocimiento del Consejo de Regencia como soberano y la constitución de una nueva autoridad en virtud del principio de la reversión de la soberanía al pueblo en ausencia del monarca.
La forma de gobierno adoptada -Junta- no constituye, en cambio, una novedad: desde el comienzo de la guerra de la independencia española la formación de juntas locales y regionales constituyó un expediente nacional y el ejemplo se propagó en América, donde sirvió alternativamente a movimientos absolutistas o españolistas, como el de Montevideo de 1808, y a movimientos reformistas o criollos como el de La paz de 1809.
pesar de este mosaico de opiniones, es obvia la existencia de un objetivo común: una reorientación política con el fin de asegurar la libertad de la comunidad americana, adecuando a este fin la organización y estructura del Estado.
Si queremos hacernos una imagen fiel de los problemas que tuvieron que encarar los protagonistas de la revolución, conviene que formulemos tres preguntas, y respondamos a ellas, que se les presentaron inevitablemente: ¿para qué la revolución?, ¿para quién?
Ya hemos indicado antes que para unos se trataba de un cambio de personas, para otros de un cambio de políticas, para los más profundos de una emancipación, y entre éstos había quienes la pensaban como la de un poder extranjero (Francia), quienes la consideraban como la adquisición de la libertad civil y política a través de un reino autónomo dentro de la corona española y, finalmente, quienes aspiraban a constituir un Estado independiente.
Ya hemos explicado a través de las páginas precedentes cómo se fue configurando en las relaciones económicas, sociales, éticas y jurisdiccionales una cierta unidad de hecho en lo que constituyó luego el territorio argentino, pero esta unidad no había alcanzado en 1810 a configurar una aspiración política.
Es cierto que fue propósito manifiesto de la Junta extender la revolución a todo el Virreinato, pero también lo es que aspiraba a que sus pasos fueran imitados por los restantes virreinatos españoles para que todos los pueblos americanos se reuniesen en una nueva experiencia política y social.
Esta idea americanista, que caracterizó la gesta libertadora, encontraba un obstáculo insalvable en la diversa idiosincrasia de los diferentes pueblos americanos: la diversidad de ámbitos geográficos, razas, hábitos sociales, y el aislamiento recíproco en que habían crecido los pueblos se oponían a que esta idea pudiera cuajar en expresiones institucionales.
Se apoyaba en la vieja tradición imperial española que había concebido a las Indias como un ente diferenciado dentro del Imperio, cuyos diversos reinos estaban animados por un mismo ideal, sometidos a una unidad de mando, a una misma estructura, y cuyos habitantes reconocían una hermandad en el nombre común de españoles americanos.
Cuando Belgrano declaraba a la infanta Carlota sus teméis de que el país se sumiera en la anarquía, no solo estaba previendo los inconvenientes del desorden y del desgobierno, sino las nefastas consecuencias de la división de América española, que la dejaría sometida a la Influencia de cualquier potencia extraña.
Aunque la revolución fue americana no sólo en sus intenciones sino en sus proyecciones, como se evidencia en los alzamientos casi simultáneos (1809- 1810) de la Costa Firme, Quito, Chuquisaca, La Paz, Buenos Aires y Santiago de Chile sus bases de poder eran harto débiles, no sólo por los limitados medios materiales de que dispusieron en principio los rebeldes, sino también por lo estrecho del apoyo popular inicial, ya que si bien el movimiento interpretaba una aspiración general de mejoramiento criollo, la cosa no era entrevista con mucha claridad por el pueblo llano y el prestigio de la autoridad real-que los enemigos de la revolución proclamaban- era muy grande.
La Junta consideró indispensable que los gobiernos de las Intendencias y ciudades del interior estuviesen en manos de absoluta confianza en cuanto a la realización de los objetivos revolucionarios y como la revolución había comenzado en Buenos Aires y entre hombres de Buenos Aires fue entre ellos donde el nuevo gobierno buscó los mandatarios dignos de su confianza.
La existencia de gobernadores porteños en Córdoba, Salta y Charcas, así como la presencia de un salteño en el gobierno de Cuyo, no hicieron sino crear la imagen del avasalla miento de los derechos y prestigios locales por un gobierno «de porteños» que pretendía arrogarse por sí, para la ciudad capital, la totalidad de los poderes virreinales.
Si los propósitos centralizadores de Buenos Aires, que nacían de la necesidad ideológica y funcional de «exportar» la revolución, se apoyaban en la herencia de una estructura política virreinal que había creado el hábito del ejercicio del poder desde la capital, también la resistencia localista de las ciudades del interior se apoyaba en una herencia, no ya de estructura política, sino social, constituida por el aislamiento en que habían crecido las ciudades.
Si la ausencia de elites revolucionarias en las ciudades del interior pudo convalidar parcialmente el procedimiento empleado, es también evidente que el gobierno central-que lo era provisoriamente y per se- no acertó a conjugar sus necesidades con una cierta autonomía local que satisficiera los intereses de cada ciudad y comprometiera a sus dirigentes en la revolución.
Dentro de ellos hubo elementos que llegado cierto momento del proceso se decidieron por la defensa de los intereses y prerrogativas locales sin preocuparse por los efectos de su acción en el cuadro general de la lucha por la independencia, persuadidos de que Buenos Aires utilizaba aquella lucha como pretexto para imponer su predominio.
Enemiga declarada de Napoleón, cuyas veleidades expansionistas han alterado el equilibrio europeo y sumido al viejo continente en una guerra general que sólo repetiría cien años después, Gran Bretaña había hecho de la derrota del emperador francés el objetivo número uno de su política internacional.
Cuando se producen los levantamientos sudamericanos es evidente para el gabinete británico que se abre una posibilidad de conquistar aquellos mercados por alguna de estas dos vías: contribuir al mantenimiento comercial de las colonias aisladas de su metrópoli, sean leales o insurrectos: o lograr con los poderes locales de cada punto de América tratos, extraoficiales que abrieran esos lugares a la penetración comercial británica.
 Sin embargo, existían dos factores que hacían que Londres mirara con benevolencia las revoluciones americanas: el predominio de las Ideas liberales inglesas que veían en los insurrectos un reflejo de aquéllas, el clamor de los comerciantes ingleses por nuevos mercados sustitutivos de los del continente europeo.
Como contrapartida del eventual apoyo británico, los gobernantes del Rio de la Plata debieron omitir los pasos que pudieran malquistar aquella simpatía, como lo reveló la recomendación oficiosa de lord Strangford, embajador inglés en Río de Janeiro, de evitar la proclamación de una «independencia prematura».
medida que la revolución se pierde -entre 1811 y 1815- en mil vericuetos políticos y que los gobiernos se suceden cada vez con menor autoridad, el desorden reinante en el Río de la Plata enajeno muchas de las simpatías británicas, tanto porque las prácticas rioplatenses no resultaban expresiones dignas del liberalismo que invocaban, cuanto porque el desorden no era favorable a los intereses comerciales británicos.
En ese momento la política de contemporización mantenida por el gabinete de Londres se transforma en una política de mediación entre los rebeldes y la corte de Madrid, política que en definitiva y dadas las características de la administración fernandina, debía resultar perjudicial para los revolucionarios.
En ayuda de los intereses revolucionarios operó también el violento reaccionarismo de Fernando VII, que además de alejar las posibilidades de toda transacción, dio pábulo a la opinión pública inglesa para adoptar una postura de simpatía por la causa revolucionaria.
 Las circunstancias internacionales influyeron básicamente en la declaración de la Independencia, ya sea demorándola en 1812 y 1813, ya sea provocándola en 1816 cuando se hizo evidente que, caído Napoleón desde hacía más de un año, la emancipación era el único medio eficaz de obtener la reacción borbónica apoyada por Rusia y de interesar el apoyo de otras potencias.
Fueron también estas circunstancias internacionales las que alentaron los planes monárquicos desenvueltos durante el Congreso de 1816-20, y enfriaron la vocación republicana de muchos dirigentes que previeron que las potencias de la Santa Alianza no verían con buenos ojos la instalación de un régimen republicano en América del Sur.
No obstante, las nuevas autoridades procuraron mantener buenas relaciones con la Iglesia, tanto por razones de pacificación y de conveniencia política, como por el hecho de ser en su mayoría hombres de fe católica y en muchos casos de pública religiosidad.
Cuando la Junta de Mayo consultó al deán Gregario Funes y al doctor Juan Luis de Aguirre si correspondía al nuevo gobierno el ejercicio del Vicepatronato que habían ejercido los virreyes sobre la Iglesia en estas regiones, ambos dictámenes concordaron, con argumentos típicamente regalistas, en que la Junta pasaba a ejercer aquel Vicepatronato, como inherente a la soberanía.
Mientras el gobierno revolucionario estimulaba por una parte a los sacerdotes y religiosos a que apoyasen desde el púlpito y el confesionario la causa de la libertad, se mostraba sumamente celoso cuando la prédica de aquéllos se orientaba en sentido contrario.
Por otra parte la incomunicación con autoridades eclesiásticas legítimas y el estado de vacancia de muchos cargos superiores de la jerarquía eclesiástica, unida a la difusión franca de nuevas ideologías y a la versatilidad de la naturaleza humana, produjo cierto grado de anarquía en la Iglesia, que se puso de relieve con mayor vigor en la vida de los religiosos, cuyos conventos pasaron a ser en ciertos casos ejemplos de desorganización y desobediencia.
Paralelamente debía evitar la previsible reacción de las otras autoridades españolas partidarias del reconocimiento del Consejo de Regencia y que sin duda verían la destitución de Cisneros como un atentado a la autoridad real y a la dependencia de estas regiones de la metrópoli.
Era evidente en los días siguientes a mayo que mientras una parte de la población había recibido los hechos del 25 como una panacea, otra parte los consideraba como una manifestación de desorden capaz de atraer múltiples desgracias sobre la población, y un tercer grupo, sin duda muy numeroso, no tenía ideas claras sobre los propósitos del gobierno y se mantenía a la expectativa.
Será castigado con igual rigor cualquiera que vierta especies contrarias a la estrecha unión que debe reinar entre todos los habitantes de estas Provincias o que concurra a la división entre españoles europeos y americanos, tan contraria a la tranquilidad de los particulares, y bien general del Estado.
Tenía, en primer lugar, dos mandatos que cumplir, vinculados entre si: llamar a los pueblos del Virreinato a enviar diputados, a un Congreso General que estableciera el gobierno definitivo, y enviar una «expedición auxiliadora» al interior con el objeto de ayudar a los pueblos a liberarse de la previsible presión de los grupos reaccionarios y de las camarillas lugareñas que pudieran pronunciarse contra la disposición de Cisneros.
Cuando Liniers, consciente de la debilidad de su situación, resolvió retirarse hacia el norte para unirse con las tropas del Alto Perú, sus cuatrocientos hombres comenzaron a desertar en tal cantidad que pronto dejaron de existir como fuerza organizada y unos días después Liniers, Gutiérrez de la Concha, el obispo Orellana y demás cabecillas carecían de tropas ni más seguidores que unos pocos fieles.
El 4 de septiembre había designado al doctor Manuel Belgrano, el más capacitado de sus miembros tanto por su visión política como por su equilibrio, para comandar una expedición destinada a someter a la Banda Oriental, pero veinte días después se le ordenó un nuevo objetivo político-militar: el Paraguay.
me llena de complacencia al ver el acierto de tus providencias y el sistema de suavidad que has adoptado: él hará progresar nuestro sistema y de contrarios hará amigos: él hará conocer que el terror sino la justicia y la razón son los agentes de nuestros conatos.
La llegada de los diputados de las ciudades interiores a Buenos Aires, hombres en general más pacíficos y moderados, donde no faltaba un sujeto de cultura amplia y con veleidades políticas como el deán Gregario Funes, dio a Saavedra ocasión de trabajar contra el predominio de los morenistas.
Moreno tuvo la suficiente perspicacia para darse cuenta de que semejante aglomeración de gente iba a restar al gobierno toda agilidad en el despacho y la muy escasa unidad de miras que le quedaba, amén del daño que ocasionaba al secreto de las deliberaciones.
Mientras se producían estos trastornos internos, la causa revolucionaria había hecho señalados progresos: la Expedición Auxiliadora había penetrado en el Alto Perú y Balcarse había derrotado a las fuerzas realistas en Suipacha (7 de noviembre) a consecuencia de lo cual todo el Alto Perú se pronunció por la revolución y las tropas de Buenos Aires se vieron libres de obstáculos inmediatos.
Efectivamente, si bien el «morenismo» como grupo gobernante había claudicado el18 de diciembre abandonando a su jefe, mantenían en la calle cierto vigor, que se sintió alentado por su nueva situación de grupo opositor.
Con esta estructura típica de grupo opositor, la prédica antisaavedrista subió de tono y como no lograra disminuir la adhesión popular al jefe de los Patricios, se lanzó la especie de que había entrado en negociaciones con la infanta Carlota para entregarle el Virreinato.
de miembros demoraba las resoluciones del gobierno dando lugar a, nuevas especies deteriorantes, y la noticia de la instalación de las Cortes en Cádiz a las que se invitaba a participar por primera vez a les ciudades americanas, acabó por complicar el panorama político.
parece que se gestó principalmente en los cuarteles y buscó la adhesión popular en las gentes simples y pobres de los suburbios, proclives a seguir a Saavedra, el «jefe», ya alarmarse ante los modernismos de los asistentes al Club de Marco.
El presidente permaneció impasible, y poco después los comandantes Rodríguez, Balcarce y otros exigieron a la Junta que permitiera la reunión separada del Cabildo, gesto que, junto con la participación de las tropas en la plaza, revela la verdadera conducción y naturaleza del movimiento.
Paradójicamente, la existencia de un gobierno integrado por numerosos miembros que a la vez representaban los intereses de muy variadas regiones del ex Virreinato constituyó el paso inicial de un proceso que durante cuatro años evolucionaría hacia la concentración del poder político tanto a través de pasos progresivos hacia el gobierno unipersonal, cuanto del dominio político de la ciudad capital, por la exclusión progresiva de las provincias.
La campaña de Belgrano al Paraguay, dispuesta por el anterior gobierno sin bases militares adecuadas, terminó en una doble derrota (Paraguarí, 19 de enero, y Tacuarí, 10 de marzo), pese a los derroches de valor de aquel jefe.
Belgrano, que tenía más condiciones de estadista que de general, comprendió inmediatamente el partido que podía sacar de la presencia de jefes criollos en el ejército vencedor, y ya antes del último combate inició un acercamiento epistolar donde subrayó sus fines: librar al Paraguay de los tiranos, liberarlo de gabelas económicas, suprimir el estanco de tabacos, lograr que nombrase un diputado al Congreso, etc.
Los pueblos, afectados por los abusos cometidos por las tropas patriotas, se sublevaron contra ellas, los altoperuanos desertaron y lo que quedó del ejército debió huir hacia el sur evitando los pueblos para no ser apedreado o acuchillado por los pobladores.
Ante esta nueva complicación, buscó un armisticio con Elío que a la vez que salvase a las fuerzas sitiadoras de ser tomado entre dos fuegos, permitiera disponer de ellas para reforzar el frente norte y quitara todo pretexto a la presencia portuguesa en la Banda Oriental.
El22 de septiembre, más seguro de su posición, el Cabildo exigió la reforma del gobierno, y al día siguiente la Junta resolvió disolverse y crear en su reemplazo un Triunvirato, cuyos miembros serían asistidos por tres secretarios sin voto.
La actitud del Triunvirato al someter un reglamento nacional, dictado por diputados de las ciudades del interior y de Buenos Aires a la aprobación de un cuerpo municipal, era jurídicamente desatinada, pero políticamente fue una maniobra audaz que obtuvo el resultado perseguido: crear un enfrentamiento con la Junta, presentarla como «rebelde» y disolverla.
Como el gobierno había quedado sin normas a que ajustarse resolvió auto limitarse por medio de un Estatuto Provisional, que se dio a publicidad el 22 de noviembre, obra principalmente de Rivadavia, cuya mano se ve en la singular disposición que establecía que los triunviros duraban seis meses en tanto que los secretarios eran inamovibles.
Pero el movimiento significaba además una violenta reacción contra la existencia de un gobierno de representación nacional, propósito de la Junta desde el 25 de mayo de 1810 y principio aceptado en el Cabildo del22 de mayo por Juan José Paso, miembro ahora del gobierno que lo había conculcado.
Belgrano fue destinado al Paraguay, donde concluyó el 12 de octubre un tratado de paz con el nuevo gobierno revolucionario de Asunción -cuyo factotum era el doctor Gaspar de Francia- según el cual ambos gobiernos mantendrían cordiales relaciones y aspiraban a unirse en una federación, pero hasta que ello ocurriera el Paraguay
Casi simultáneamente se convino un tratado de paz con el virrey Elío (20 de octubre) realizado a ocultas de los intereses de los patriotas orientales, que si bien estableció el compromiso de Elío de gestionar la evacuación de la Banda Oriental por los portugueses y liberó al ejército patriota para reforzar el norte donde los realistas asomaban ya por Jujuy, causó la desilusión del pueblo oriental que se replegó sobre la margen occidental del Uruguay, siguiendo a su caudillo Artigas.
Tanto la prédica periodística de Monteagudo como su acción en la flamante Sociedad Patriótica (enero de 1812), donde resistió la presencia de veedores oficiales, provocaron la alarma de Rivadavia, quien sintió afectada la autoridad del gobierno que él, como secretario, ejercía a la manera de un ministro de Carlos III.
La alianza de Portugal con Montevideo presentaba una amenaza a la estabilidad de la revolución y además a la integridad de los territorios españoles, hecho este último que en su obcecación no vieron las autoridades de Montevideo, que habían iniciado con su pedido de ayuda a los portugueses una funesta práctica que durante medio siglo complicaría la vida política uruguaya.
El 9 de marzo de 1812 había llegado a bordo de una fragata inglesa procedente de Londres un grupo de americanos que habían actuado como oficiales de los ejércitos españoles, que en uno u otro momento habían estado vinculados a logias masónicas y que habían vivido en España las luchas ideológicas que sacudían la Península y compartido con otros americanos las ansias de una América libre del régimen colonial.
Vinculado a las logias españolas y a algunos masones ingleses, iniciado él mismo en la masonería, comprendió que la única manera de realizar la emancipación de Sudamérica consistía en lograr la unidad política y fuerza militar en lo interior y la alianza o la condescendencia de Inglaterra en el plano internacional.
 Estos tres hombres percibieron rápidamente las deficiencias políticas, la falta de poder y el espíritu estrecho del gobierno, y constituyeron una sociedad secreta que con el nombre de Logia Lautaro comenzó a trabajar por los ideales de independencia nacional y unidad política.
La que ahora se convocaba por el Segundo Triunvirato se proyectaba sobre bases que aseguraban una representación más equilibrada al interior, pero sea por dificultades financieras para enviar diputados a la capital, por confianza en el nuevo gobierno, o en fin por influencias personales o de grupos, la verdad es que ese propósito se frustró en parte, pues no pocos hombres de Buenos Aires representaron a las provincias.
Se eliminó toda referencia al rey cautivo, se acuñó moneda nacional, se estableció el escudo e himno del país, se suprimieron los mayorazgos y títulos de nobleza, se abolió la Inquisición y las torturas judiciales y se estableció la libertad de vientre para las esclavas.
Pero sucedió que cuando Alvear logró por fin el control total de la situación se vio enfrentado por la peor crisis política internacional que veía la revolución desde su inicio, coincidente con una tremenda crisis militar.
Ante esa delicada coyuntura, aquel jefe -que carecía de auténticas condiciones de caudillo, aunque haya sido hábil para las maniobras de partido- perdió la fe en las posibilidades de supervivencia de la revolución, derrotismo que compartió su séquito.
Fue así como la Asamblea, que había sido reunida para definir el destino de las Provincias Unidas ante el concierto internacional, terminó convalidando lamentables negociaciones en las que se claudicaban los objetivos revolucionarios y se buscaba el perdón y la benevolencia del rey.
La noticia de Vilcapugio creó gran desazón, y mientras por una parte se disponía reforzar al general vencido, por otra se enfriaron los impulsos de independencia de los asambleístas y del gobierno, que encomendó a Manuel de Sarratea solicitar ante el gobierno inglés la mediación -rechazada el año anterior- entre estas provincias y el gobierno español, sobre bases razonables para ambas partes (29 de noviembre).
Esta gestión diplomática había nacido del pánico en que había caído cierto sector del gobierno al ver a Montevideo reforzado, anunciarse una expedición marítima con destino a ese puerto y ver derrotado al ejército del norte.
Pero como los resultados de la mediación eran inseguros y en el mejor de los casos los términos de la transacción serían mejores cuanto más fuerte fuese la posición militar de los revolucionarios, se decidió hacer un esfuerzo supremo para poner fin al dominio español de Montevideo, plaza que constituía una llaga abierta en la anatomía estratégica de la revolución.
La situación de la Banda Oriental había pasado por momentos difíciles por las complicaciones políticas derivadas de la oposición de Artigas al gobierno central y de las tratativas de armisticio con Vigodet, que en un anterior momento de pesimismo había intentado este gobierno.
Al cabo de un mes, las privaciones de Montevideo eran tales que Vigodet abrió negociaciones y se firmó poco después una capitulación en la que se estipulaba que la plaza se entregaba a Buenos Aires a condición de que su gobierno reconociera su dependencia de Fernando VII que acababa de regresar al trono.
La Asamblea autorizó a Posadas a realizar las negociaciones necesarias con la corte de España, sujetas a la ratificación de la Asamblea, y el13 de septiembre de 1814 se decidió enviar dos representantes ante la corte española, misión que hacia fin del año se encomendaría a Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia.
Entretanto otros hechos llenaban de inquietud al Director Supremo: la escisión de Artigas, jefe indiscutido de la Banda Oriental y calificado oficialmente de «traidor» por el gobierno central, se extendía a Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe, saliendo de una postura localista para aspirar a una hegemonía personal que se apoyaba en la fórmula política de «república y federación».
Esa intención de dar el mando al vencedor de Montevideo era coherente con la nueva política del Director: una victoria en el norte, donde Pezuela sentía la situación como crítica por el estado de los pueblos alto peruanos, era siempre buena, sea para seguir hacia la independencia, sea como base de negociaciones con España.
Si se vuelve la mirada sobre lo ocurrido entre mayo de 1810 y en enero de 1815 se ve que la revolución había pasado por una sucesión de crisis políticas a través de las cuales se había delineado un clara aspiración de independencia, que a último momento flaqueó como consecuencia de la situación internacional y del agotamiento de los dirigentes.
En el trasfondo de este proceso se advierte la ausencia de hombres con experiencia en la cosa pública, y de personalidades de alto vuelo político, de verdaderos estadistas, capaces de concebir un rumbo definido para la revolución y de concentrarlo a través de un programa de gobierno coherente.
Al día siguiente de su asunción del mando su segundo, Dorrego, fue totalmente batido por Artigas en Guayabos, dejando en manos de éste toda la campaña uruguaya y agregando para Alvear un nuevo peligro a los ya provenientes de la acción española en Chile y el Alto Perú, y la amenaza de una invasión atlántica.
El 30 de enero el ejército del norte, considerando quela presencia de aquél al frente del gobierno no ofrecía garantía de que se continuara la lucha contra los realistas y se materializara la independencia, aprovechó el resentimiento de Rondeau contra el Director y se declaró en rebeldía, negándole obediencia a éste.
Un grupo de destacados vecinos invitó a Artigas a intervenir y éste audazmente intimó al gobernador Ortiz de Ocampo -hombre de provincia y conciliadora abandonar el cargo en 24 horas si no quería verse atacado por sus fuerzas.
Dentro mismo de Buenos Aires se desarrollaba una sorda resistencia al Director, con quien el Cabildo porteño había entrado en franco litigio, y había observado una actitud prescindente en el conflicto con Artigas, privando así a Alvear del apoyo de las fuerzas vivas de la capital.
En tan aparente situación no queda otro recurso que reparar los quebrantos del modo más posible, y tomar una actitud imponente, no para llevar adelante una independencia quimérica, sino para sacar, un partido ventajoso que ofreciesen las diligencias ulteriores.
Alvear había caído en similar pesimismo y no es raro entonces que haya avizorado dos variantes a la política diplomática de Posadas: la posibilidad de un acuerdo con Portugal que pusiera a salvo al país de una venganza española, y aun la conveniencia de someterse al dominio de Inglaterra, a cuyo efecto envió a Manuel José García a
Mientras Manuel José García se preparaba a dar los primeros pasos de su infausta misión, la situación de Alvear en Buenos Aires se volvía insostenible, Optó entonces por el único camino que le quedaba: sólo una victoria militar podía alterar la situación a su favor y devolverle el poder perdido.
Junto al ademán loca lista -las tropas que mandaban eran «privativamente de la provincia de Buenos Aires»- se advierte el gesto de alcance nacional: poner fin a la guerra fratricida y concurrir todos al esfuerzo contra el enemigo común.
Contradiciendo las instrucciones del gobierno se enfrentó con Artigas, y a partir de ese momento el deterioro de las relaciones con el jefe oriental- cuyo predicamento entre sus paisanos crecía día a día- fue progresivo y alcanzó su punto máximo cuando Sarratea lo declaró traidor.
El gobierno central no hizo cuestión de la rehabilitación de Artigas ni del número de diputados, pero la Asamblea rechazó sus diplomas por cuanto la elección había sido irregular, no proviniendo de un acto electoral directo y con participación de los vecinos, como disponía la convocatoria.
Detrás de este fundamento formal – que era cierto- se levantaba la reluctancia y la imposibilidad de recibir a unos diputados que empezaban por condicionar su aceptación de la Asamblea a la determinación previa del régimen constitucional del Estado que la propia Asamblea debía establecer en sus sesiones.
Tal vez Artigas quiso evitar que los porteños se apoderaran de Montevideo y disputaran así su control de la provincia y prefirió esperar la situación en que éstos abandonaran la Banda Oriental y entonces posesionarse él de la ciudad, pues, como dijo una vez, no luchaba contra la tiranía española para verla reemplazada por la tiranía porteña.
la respuesta de Lima anexando las intendencias del Río de la Plata al Virreinato del Perú hasta que se restableciese la autoridad virreinal en Buenos Aires, configuraron un enfrentamiento que debía resolverse no sólo por vías políticas y diplomáticas, sino recurriendo al último argumento de la política: la fuerza de las armas.
Así lo comprendieron los promotores de la revolución desde el primer momento cuando dispusieron el despacho de expediciones auxiliadoras destinadas, además de asegurar la libertad de los pueblos para adherirse a la revolución, a sofocar o contener, según el caso, la reacción armada de los que a partir de entonces se denominaron realistas.
Eso explica que todas las acciones de la guerra de ‘la independencia se resuman, desde el punto de vista americano, en luchas para consolidar esos centros revolucionarios y luego en una marcha concéntrica desde el norte y el sur hacia el Perú para reducir el baluarte realista.
Para el foco sur de la acción revolucionaria, cuyo centro de gravedad era Buenos Aires, los centros del orden militar realista que le amenazaban formaban una especie de cinturón que le rodeaba por el este, el nordeste y el norte, felizmente cortado hacia el oeste por la adhesión de Chile al sistema revolucionario.
Posteriormente, cuando los realistas dominaron en Chile -1814- tales planes fueron imposibles, hasta que con la creación de un nuevo núcleo militar en Cuyo se pudo operar primero sobre Chile y luego desde allí hacia el Perú, plan que materializó San Martín cuando ya habían desaparecido el frente paraguayo (1811) y el montevideano (1814) y había quedado demostrada la impotencia de la revolución para dominar militarmente el Alto Perú.
Los realistas, que teóricamente deberían de haber dispuesto de recursos muy superiores, los vieron tremendamente limitados por la guerra metropolitana de España contra los franceses, que insumió todas las energías de la Península hasta principios de 1814, por la lejanía de su base de poder, agravada por la falta de fuerzas marítimas.
Si bien en relación con los revolucionarios la superioridad naval de los realistas era grande, su poder naval había sido liquidado en 1804 (Trafalgar) y carecía del potencial necesario para asistir oportunamente a las fuerzas en América y para liberarse de las interferencias diplomáticas inglesas;
La situación de los beligerantes se complicaba con la diversidad de los teatros de operaciones, que no sólo obligaba a la división de sus escasos recursos, sino que presentaban características geográficas y climáticas distintas, que Imponían variadas exigencias a los hombres y al material de guerra.
Las diferencias climáticas incidían en la salud y la capacidad de marcha del soldado, muy diferentes en uno y otro teatro, y también en el abastecimiento del ejército (dificultades de transportes, provisión de caballadas, abundancia o escasez de pastos, etc.).
Otro factor que perturbaba las operaciones era la falta de cartas militares adecuadas, por lo que los comandantes debían valerse con gran frecuencia de baque anos que orientaban la marcha de las tropas, lo que muchas veces creaba serios problemas, pues las rutas no se adecuaban a las necesidades militares.
Esta región se comunicaba con las provincias argentinas por tres rutas: el camino del despoblado que por la quebrada del Toro llegaba a Salta (ruta oeste), un camino que por Tarija iba a Orán y de allí a Jujuy (ruta este)y otra que partiendo de Anta seguía por Humahuaca hasta Jujuy (ruta central).
Zona de lluvias abundantes, proliferaban los cursos de agua y los bañados o esteros, que formaban barreras naturales de importancia, sin contar los ríos principales, Paraná y Paraguay, que exigían verdaderos esfuerzos para ser franqueados.
La fuente era abundante, pero el mal trato, las exigencias de las marchas y la falta de pastos provocaban el rápido agotamiento de las caballadas, que debían ser reemplazadas con una frecuencia asombrosa, ya falta de ello, la tropa quedaba de a pie.
En materia de armas de fuego, la revolución dependió principalmente de la importación, especialmente norteamericana e inglesa, lo que significó una permanente escasez de aquéllas y una calidad inferior, ya que las mejores armas no se exportaban.
El reclutamiento de las tropas era mixto: voluntario cuando el lugar de residencia estaba amenazado o el clima de opinión era favorable a la revolución, o de lo contrario, obligatorio, por medio de levas de vagos, malentretenidos y delincuentes.
Si se tiene esto presente y se le agrega la necesidad de atender simultáneamente a varios frentes de guerra y además proveer a la defensa de la capital, que podía ser atacada por mar, se comprende que las tropas acumuladas en cada teatro de operaciones hayan sido muy modestas y que nuestros llamados ejércitos nunca excedieran la fuerza de una división europea.
Esto incidía en los métodos tácticos, pues tamaña escasez unida a las grandes distancias operativas no permitía poner en acción más que una fuerza por frente, lo que excluía la técnica de la concentración de fuerzas, practicada en forma novedosa por Napoleón y que imitada por sus adversarios les diera la victoria de Bailén en España, de Leipzig en Alemania y de Waterloo en Flandes.
Pero ya en el periodo 1812-14 las exigencias disciplinarias y la vocación de aplicación de Belgrano constituyeron otra vertiente auténtica de formación militar que sólo fue debidamente valorada cuando este jefe estuvo ausente del frente norte.
Si los altos mandos realistas no demostraron mayor superioridad, contaron en cambio con la ventaja de un mejor encuadramiento de las tropas, pues dispusieron de oficiales con mejor formación técnica, más disciplina y
Establecido entre el río Desaguadero y el lago Titicaca cerca de Huaquiy dividido en dos núcleos a cierta distancia uno de otro, el ejército patriota fue atacado por 7.000 hombres de Goyeneche y dispersado en poco tiempo como consecuencia de la escasa disciplina de las tropas y de la falta de coordinación oportuna entre las distintas divisiones.
El problema se resolvió políticamente por un armisticio con el jefe español, general Elio (21 de octubre de 1811) y la retirada del ejército sitiador, que tuvo efectos políticos negativos sobre la población rural y
Los atacó entonces con vigor y estuvo a punto de lograr una brillante victoria pero la resistencia de la derecha española unida a la aparición de la columna que batió a Cárdenas por el camino donde se esperaba a éstos, salvó a Pezuela, así como la aparición de Blucher dio el triunfo a Wellington en Waterloo -salvadas las distancias entre los dos hechos de armas-.
Por entonces el mejoramiento de la situación en España, y el envío de refuerzos a Montevideo permitieron que los españoles pensaran en repetir la frustrada operación de 1812, pero la efectividad de la caballería gaucha mantuvo a Pezuela confinado en Salta impidiéndole moverse fuera de la ciudad.
Allí fue atacada el31 de diciembre por una columna realista, obteniéndose una victoria gracias a la coordinación de los oficiales y al valor y disciplina de las tropas frente a la superioridad numérica, pero des coordinada del enemigo.
En el momento en que el coronel mayor Alvear tomaba el mando del ejército sitiador en reemplazo de Rondeau -designado para el ejército del norte- Brown batió totalmente a la escuadra española que defendía Montevideo frente a las playas de El Buceo, salvándose un solo buque realista (16 y 17 de mayo).
La clase alta estaba integrada por los comerciantes -cuyo poder en Buenos Aires y Montevideo era grande-, por los estancieros ricos, los profesionales e intelectuales y los militares de graduación superior o cuyas familias pertenecían a alguno de los otros grupos de la clase alta.
La clase media estaba integrada por los pequeños comerciantes, los industriales, los pequeños estancieros, los militares de menor graduación, que por familia no pertenecían a la clase alta, los maestros y el resto del clero.
La escala social terminaba en los esclavos -negros y mulatos- de los que poco a poco y como consecuencia de la guerra de la independencia se desprendieron los libertos, que habían ganado su nueva condición por el servicio militar a la causa de la revolución.
Al incorporarse éstos a las fuerzas de línea, las funciones de la milicia urbana quedaron en manos primordialmente de los cívicos, quienes por esta vía fueron protagonistas de los incidentes políticos y militares que se desarrollaron en la capital y llevaron al suburbio las inquietudes y las pasiones políticas nacidas en el centro de la ciudad.
Las cabezas de la sociedad rural-que constituía en el conjunto un apéndice de la sociedad urbana a cuya zaga iba- eran los estancieros y los funcionarios civiles -jueces de paz- y militares -jefes de milicias y comandantes de frontera-.
La vida militar los sacó frecuentemente de sus pagos y los devolvió al cabo del tiempo -a veces años- convertidos en hombres que ya no estaban dispuestos a tener el papel pasivo de su existencia originaria, lo que explica en cierta medida la entusiasta participación del hombre de campo en las contiendas civiles.
La conmoción revolucionaria alteró esquemas sociales y creó nuevas tensiones de una sociedad sólidamente jerarquizada, donde el linaje y la limpieza de sangre tenían un prestigio adquirido, se quiso pasar conscientemente a otras basadas en el mérito personal y donde igualitarismo e individualismo fueron notas fundamentales.
Cierto desafecto se insinuaba ya entre los pobladores urbanos y los rurales como consecuencia de la diferencia de hábitos y cultura y también entre la clase patricia y la plebe dentro del núcleo urbano, pero estas diferencias tardarían aún en manifestarse claramente.
Menor pasión revolucionaria, peninsulares afincados desde hacía mucho años, menor mentalización urbana en muchas ciudades como consecuencia de su escasa población y de la mayor relación de la clase dirigente con la gente de campo, atenuaron estas diferencias.
En cambio, se manifestó con caracteres cada vez más definidos y violentos la resistencia al porteño, hombre ideológicamente distinto, socialmente diferente, y que pretendía heredar para su ciudad el papel de metrópoli que había detentado con títulos más legítimos la lejana España.
Aunque la revolución no produjo una modificación drástica de la estructura económica ni expuso nunca un programa definido en esta materia, trajo cambios importantes tanto en la detentación del poder económico como en el juego de los intereses y puso de relieve de una manera antes no entrevista los defectos de la estructura económica del ex Virreinato.
En efecto, si la relación de dependencia con España había permitido hasta entonces suplir ciertas deficiencias y compensar otras en beneficio del semimonopolio imperante, cuando el nuevo Estado revolucionario se vio librado a sus propias fuerzas y pretendió alcanzar el estatus de una «nueva y gloriosa nación», se hicieron patentes las limitaciones que imponían la organización subsistente y las dificultades para modificarla.
Al establecerse un sistema de libre comercio con todas las naciones y ante la situación caótica en que se encontraba España en los primeros años de la década, los grandes comerciantes, agentes importadores de Cádiz, pasaron a ser importadores de las principales casas de comercio inglesas.
Establecidos en zonas relativamente cercanas a la ciudad de Buenos Aires, se convirtieron en los mejores compradores de hacienda vacuna, pudiendo pagar precios notoriamente mayores que los simples matarifes dedicados al abasto urbano.
Las exigencias de los saladeros configuraron necesidades que en los años siguientes iban a conducir a un mejoramiento de la calidad de los vacunos, reemplazándose las razas criollas -los aspudos- por animales mestizados con razas europeas, y lógica consecuencia de ello fue el cerramiento de los campos.
Esta escasez se sintió notablemente en la industria, que no obtuvo créditos oficiales ni privados y sólo se pudieron formar capitales industriales por vía de ahorro o por la asociación de diversos individuos, generalmente connacionales de un país extranjero.
De ahí que un maestro de fábrica -libre o esclavo- que dominara el arte al que estaba dedicado se transformaba en poco tiempo en el árbitro de la empresa, pues podía instalarse por su cuenta si era libre, o vender el «secreto» a un eventual competidor, en cualquier caso.
La deficiente organización del comercio interior, donde demasiados intermediarios tenían que ganar, y un sistema de fletes muy costoso hacía que la producción provinciana puesta en Buenos Aires -principal centro consumidor- tuviese precios muy superiores a los productos equivalentes de origen extranjero.
I caso se ejemplifica claramente con lo sucedido en los artículos textiles, donde la calidad de los géneros británicos modificó el gusto del consumidor criollo y provocó el desplazamiento y la decadencia de la industria local.
Pero mientras la exportación -en un país que no tenía posibilidades inmediatas de ser un productor manufacturero- era favorable al desarrollo rural, la libre introducción de mercaderías oponía un obstáculo insalvable al desarrollo y mantenimiento de las industrias nacionales.
Los gobiernos centrales, sobre los que se dejaba sentir la influencia de las doctrinas mercantilistas, tuvieron plena conciencia del problema y en varias ocasiones intentaron elevar los aranceles aduaneros a la importación para proteger los productos nacionales;
Consecuencia de esta presión y de la falta de unidad y criterio de los escasos industriales para defender el proteccionismo, habría de ser el triunfo, en definitiva, del sistema de librecambio, que fue más una consecuencia de las circunstancias y de los condicionamientos exteriores que el resultado de una adhesión doctrinaria.
Cierto es que originó fábricas de pólvora, de fusiles y cañones, casi todas en la modesta escala en que se desarrollaba la guerra misma, pero mucho más importante es que agravó la escasez de mano de obra por el reclutamiento de hombres libres y sobre todo por la manumisión de esclavos por el servicio de guerra.
Los impuestos llegaron a niveles desconocidos en la época hispánica, los empréstitos se sucedían y se satisfacían de manera más o menos compulsiva, y por fin las contribuciones forzosas desarticularon más de una empresa comercial o un establecimiento rural.
La designación de Álvarez Thomas y sus buenos propósitos no borraban dos hechos claves: 1) la existencia de dos revoluciones coordinadas pero autónomas: la del ejército y la del Cabildo porteño, y 2) la existencia de varios centros de poder ajenos a la dominación del Director Supremo y eventualmente rivales entre sí.
El Director interino procuró mantener la solidaridad condicionada de éstos y concertar la paz con Artigas, pero este último propósito se vio dificultado por la conciencia que tenía el jefe oriental de su poder victorioso y de la debilidad de Álvarez Thomas, pues el apoyo de San Martín era relativo y el de Rondeau estaba neutralizado por la dominación artiguista en Córdoba.
La prudencia política de Álvarez Thomas y su convocatoria a la realización en Tucumán de un Congreso General eliminó el temor de muchas provincias de que continuara la prepotencia porteña y le ganó un mayor apoyo de San Martín, al entrever éste la posibilidad de que por fin se declarara la independencia.
Así, Álvarez Thomas, aunque enfrentado en la propia capital por el Cabildo, pudo llevar adelante la convocatoria del Congreso y su posterior renuncia no impediría la concreción del proyecto, del que nacería como consecuencia lógica la declaración de la independencia nacional y la campaña emancipadora de San Martín.
Tras demorar la recepción de los comisionados, Artigas rechazó el ofrecimiento de quien se había sublevado para poner fin a la guerra contra él, y envió una contra propuesta consistente en la separación de la Banda Oriental hasta la decisión del Congreso y el reconocimiento de su protectorado y dirección política sobre Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba.
Álvarez Thomas comprendió que en esos términos la paz era inaceptable y que debía recuperar el control de las provincias situadas al oeste del Paraná, so pena de ver cortadas sus comunicaciones con el interior y ver fracasada la reunión futura del Congreso.
Preparó entonces sigilosamente una expedición y en previsión de que los enviados artiguistas hubieran sabido de ella, los «residenció» en un buque de guerra, en práctico arresto, hasta que ello de agosto dio por terminadas las tratativas entre las protestas de los ofendidos emisarios.
Pero estos primeros pasos se limitaban a buscar el apoyo británico y a presentar ante el mundo la justicia de la actitud revolucionaria y su honestidad de propósitos y a protestar su fidelidad al rey cautivo, alejando toda sospecha de jacobinismo.
Mientras Napoleón se mantuvo en el poder -y aún después- Buenos Aires presionó a Londres con la posibilidad de inclinarse hacia la alianza o protectorado de Francia, como medio de forzar la neutralidad inglesa, que aunque en los inicios de la revolución favoreció a ésta, se tornaba cada vez más beneficiosa para España.
La liberación de España de las fuerzas francesas y las derrotas de Belgrano en el Alto Perú determinaron al gobierno hacia fines de 1813, a enviar una misión a Inglaterra con el objeto de lograr que el gabinete de Saint- James protegiera -pública o secretamente- al Río de la Plata de la represión de una España que recuperaba su fuerza.
Para el primer caso se obtendría que un príncipe de la casa real viniese a mandar como soberano, y en el segundo, manteniéndose la dependencia de la corona de España, debía lograrse que la administración quedara en manos americanas y garantizara la seguridad y libertad del país.
Si por el contrario el nuevo gobierno triunfase, me temo mucho por el tono de sus últimas comunicaciones, que nuestra negativa a escuchar sus repetidos pedidos de protección contra la venganza de España, en la forma de mediación o
Cinco años de repetidas experiencias han hecho ver de un modo indudable a los hombres de juicio y opinión que este país no está en edad ni en estado de gobernarse por sí mismo, y que necesita una mano exterior que lo dirija y contenga en la esfera del orden, antes que se precipite en los horrores de la anarquía.
En estas circunstancias, solamente la generosa Nación Británica puede poner un remedio eficaz a tantos males, acogiendo en sus brazos a estas Provincias, que obedecerán su gobierno y recibirán sus leyes con el mayor placer, porque conocen que es el único remedio de evitar la destrucción del país…
Ya en Madrid, Rivadavia solicitó que el rey estableciese las bases sobre las que podía lograrse la paz a la vez que protestaba su fidelidad al monarca y pedía indulgencia, actitud esta última tal vez política pero reñida con su jerarquía oficial y que en definitiva no impresionó al gabinete real.
Una historiografía parcial ha restado mérito a los congresales, presentándolos como hombres mediocres, tal vez por- que muchos de ellos no tuvieron puestos de primera fila en las violentas luchas de facciones que ocuparon al país en los siguientes treinta años.
comenzaban a llegar los primeros rumores de una posible invasión portuguesa y, caído Napoleón, los monarcas europeos se unían en una afirmación de legitimismo dinástico y restauración absolutista, enemigos declarados de los movimientos republicanos y revolucionarios, mientras Gran Bretaña, único reino liberal de Europa, se encontraba atada por sus compromisos con España y su lucha contra el predominio del zar de Rusia.
Nacido en Buenos Aires, héroe de la Reconquista y de la retirada de Potosí, uno de los primeros en abrazar la causa de la independencia, vinculado a los intereses de San Luis durante tres años de destierro, Juan Martín de Pueyrredón había transitado por el escenario político sin embanderarse en ninguna de las facciones en pugna.
En la sesión del 9 de julio, bajo la presidencia de turno de Laprida, diputado por San Juan, y en medio de la expectación del pueblo que llenaba las galerías y adyacencias de la sala de debates, el Congreso proclamó la independencia en los siguientes términos:
declaramos solemnemente a la faz de tierra que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojadas, e investirse del alto carácter de nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli.
Conocida en esos días la inminencia de una invasión portuguesa, la fórmula del juramento -realizado el21 de julio- presentaba una significativa variante respecto del acta de la independencia: se agregó a la expresión «independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli» la expresión «y de toda otra dominación extranjera».
Paralelamente, Pueyrredón debió afrontar el conflicto de dominación con Artigas, la complicación gravísima de la invasión portuguesa a la Banda Oriental, y los conflictos localistas, que se extendieron al seno mismo de la ciudad de Buenos Aires, alimentados por el desgaste de un gobierno que, sumido en las más grandes necesidades financieras, castigaba las fortunas con empréstitos y gravámenes, y frenaba las expresiones de oposición.
Y si esta hegemonía se presentó en los comienzos de la revolución como una necesidad de la expansión revolucionaria, en el año de la independencia se imponía al criterio de muchos el hecho de que los excesos de la conducción porteña debilitaban la unidad del cuerpo nacional y hasta el proceso de la revolución.
Ya en 1811, al disolverse la Junta Grande, había propuesto que se realizara un congreso general, pero prevenido ante las tendencias absorbentes de la capital, propuso que no se realizara en ésta, ni en una capital de provincia importante que tuviese la tentación de reemplazar a aquélla, ni donde hubiese una base militar -que «sería lo peor», decía-.
Este hecho insólito, causa de sus mayores dificultades, le obligó a contar con un sustituto de partido, que fue la Logia Lautaro, orientada por San Martín y que constituyó una especie de segundo parlamento, donde Pueyrredón, sino obtuvo mayor libertad, logró identificación con sus propósitos principales.
Las nuevas normas administrativas no habían ido más allá de introducir modificaciones al sistema impositivo, organizar las secretarías de Estado, reorganizar el ejército y fijar normas sobre aduana y comercio exterior.
Su sorprendente actividad y notable capacidad le permitieron tener en octubre de ese año 2.800 hombres, y al reunirse el Congreso de Tucumán consideraba que sólo le hacían falta 1.600 más para estar en condiciones de invadir Chile en el verano siguiente.
San Martín convertía a Mendoza en un gigantesco cuartel, donde se formaban soldados, se fabricaban armas, se cosían uniformes, se acumulaban vituallas, se reunían caballadas, se instruían oficiales y se recopilaba información militar sobre el enemigo;
no sé yo cómo me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo, a bien que en quebrando, cancelo cuentas con todos y me voy yo también para que Vd. me dé algo del charqui que le mando y no me vuelva a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido ahorcado en un tirante de la fortaleza.
La operación patriota importaba grandes dificultades, no sólo por la altura de los pasos y por lo que significaba transportar un ejército de casi 4.000 combatientes, 1.400 auxiliares, 18 cañones, más de 9.000 mulas y 1.500 caballos, sino por los necesarios problemas de coordinación.
Aunque la fuerza de los realistas en Chile llegaba a los 5.000 hombres, la incertidumbre sobre el ataque principal y la incapacidad de Marcó del Pont, que quiso asegurar simultáneamente varios puntos, dispersó sus fuerzas y las puso en inferioridad numérica frente a los patriotas.
El general vencedor procedió inmediatamente a organizar la Logia Lautariana, filial chilena de la Lautaro, instrumento de poder político para respaldo de O’Higgins, que actuando en coordinación con la logia argentina tendía a producir una política coincidente de ambos gobiernos, orientada a materializar la segunda etapa del plan: la expedición al Perú.
Pero San Martín, agrandándose en la adversidad, encargó el mando a Las Heras -que había salvado en Cancha Rayada a casi la mitad de las tropas-y marchó a la capital, donde desplegó tal actividad que diez días después el Ejército Unido estaba otra vez en disposición de defender a Santiago.
Pero el empréstito fracasó rotundamente tanto porque la población porteña, contribuyente principal, estaba cansada de exigencias financieras, cuanto por la disminución del crédito político del Director y, por fin, porque tras el triunfo de Maipú muchos consideraron que se había obtenido seguridad suficiente contra el poder español y no era necesario hacer más esfuerzos.
No obstante, Pueyrredón era el más fiel partidario de la expedición al Perú entre todo el elenco gobernante de las Provincias Unidas, como lo demostró apoyando decididamente la alianza argentino-chilena firmada en enero de 1819, donde ambos países se comprometían a liberar al Perú del dominio español.
La necesidad cada vez mayor de restablecer el orden interno y el prestigio de la autoridad, la urgencia de conservar la unidad del Estado, el deterioro económico, fueron todos factores que impulsaron a adherirse a una forma monárquica de gobierno.
El sistema republicano sólo era definido expresamente por los federales, y en 1816 federación era sinónimo de anarquía para los hombres de las Provincias Unidas, y únicamente los políticos más avezados de la Liga de los Pueblos Libres tenían conciencia del valor institucional de la federación.
Pero la misma circunstancia de que la candidatura delinca atentara contra la situación privilegiada de Buenos Aires, provocó la oposición de sus diputados, cuyas hábiles argumentaciones -conocimiento impreciso de la persona del futuro monarca e implicaciones internacionales desfavorables- condujeron el proyecto al fracaso.
Tras varias tramitaciones, Gran Bretaña contestó con el Memorándum Confidencial (agosto de 1817) donde sentó las bases de su posible intervención: amnistía general a los rebeldes, comunidad de derechos para españoles europeos y americanos e igualdad política y administrativa para unos y otros.
Esta situación, el triunfo obtenido en Chile y la perspectiva de que Portugal detuviera su avance al este del Uruguay, impulsó al gobierno argentino a una actitud más enérgica en materia internacional, mientras se especulaba con la favorable impresión dada a la misión norteamericana que acababa de visitar Buenos Aires para estudiar la posibilidad de un reconocimiento de la independencia.
Desde hacía un tiempo Francia trataba de convencer a España para que aceptara la instalación pacífica de una monarquía en América, especulando con su posición privilegiada de reino borbónico para el caso en que los americanos no aceptaran un príncipe de la rama española.
El Congreso consideró que la candidatura del príncipe de Luca era contraria a la constitución recientemente sancionada y que seguramente Londres no le daría su apoyo, pero tratándose de una gestión que podía contribuir a detener la expedición española, se autorizó a Gómez a continuar sus trámites.
Los federales triunfantes -los anarquistas, según los defensores de la unidad- descubrieron tardíamente en la intentona monárquica a su enemiga, y nadie lo manifestó mejor y con más resentimiento que Sarratea, precisamente uno de los anteriores agentes de aquélla, convertido al federalismo por interés,
La explicación debe buscarse, no en el orden doctrinario, sino en la situación jurídica de estos países: mientras no hubo declaración formal de independencia, no podía reglarse sino una forma local de gobierno que excluía un monarca y aun hacía discutible una regencia.
Las circunstancias de la guerra civil, al realzar la vocación caudillesca, dio a estas federaciones provincianas una forma autocrática que se compaginaba mal con las exigencias de una constitución escrita, que sólo se hicieron visibles unos años después, cuando la paz interprovincial permitió una organización jurídica e institucional más estable.
Y cuando estas constituciones provinciales aparecieron, no se diferenciaron fundamentalmente de los textos constitucionales liberales, lo que prueba que en definitiva los federales de entonces más que antiliberales, eran hombres de profundo localismo y practicidad, que habían tamizado las ideas liberales en el cernidor de sus experiencias regionales.
Las funciones legislativas también estuvieron deficientemente separadas de las ejecutivas, pues si bien el Reglamento Provisional de 1811 estableció tajantemente esa separación, fue derogado inmediatamente y aun durante la existencia de la Asamblea de 1813 y del Congreso de 1816 el Ejecutivo dictó numerosas normas de alcance legislativo.
Se debía sumisión completa a la ley, obediencia y respeto a los magistrados, sobrellevar gustoso los sacrificios que exija la Patria, y conducirse como hombre de bien, buen padre, buen hijo y buen amigo.
Esta Constitución -en cuya génesis se reconocen, además de las elaboraciones locales, influencias de las constitución norteamericana, de la francesa de 1791 y de la de Cádiz- pudo haber tenido un destino brillante en 1813, cuando las provincias no eran todavía francamente indóciles a la autoridad central y ésta conservaba un buena dosis de prestigio.
Puso además al gobierno nacional ante el dilema de sostener a Artigas, caudillo rebelde enemigo del poder central y dispuesto a usar su fuerza política y militar contra éste, o aparecer como cómplice de la invasión extranjera.
En lo fundamental, consistía en una política de buena vecindad que abriera el camino a una posterior alianza, protectorado o unión con la nueva potencia americana, cuyo interés fortalecer a las naciones americanas frente a las de Europa o agrandarse ella misma en América.
Balcarce al recibir estas noticias se manifestó conforme con el plan en «cuanto asegure la independencia y seguridad del país» y creyó que el movimiento de tropas lusitanas sobre la frontera obligaría a Artigas a mirar hacia su límite norte y permitiría librar de su influencia al litoral argentino.
Lo curioso del caso, que demuestra la fuerza de las pasiones y la inconsecuencia de los hombres, fue que Díaz Vélez, creyendo ver en la renuncia de Balcarce un triunfo del Cabildo, la desconoció, y enterado de la presencia de tropas de Artigas en Rosario, ordenó a las suyas penetrar en Santa Fe, reanudando una guerra contra la cual él se había sublevado pocas semanas antes.
Pidió instrucciones al Congreso, y éste, ante los informes de García, entendió que carecía de medios para repeler la invasión, ordenó que continuara la gestión y dispuso enviar dos comisionados ante el general Lecor, jefe de las fuerzas portuguesas de invasión para reclamarle el cumplimiento del armisticio de 1812 y pedirle explicaciones.
La obra de estabilización emprendida por Pueyrredón pudo haber dado mayor fruto si en los últimos meses de 1817 no hubiera cometido un error fatal que le llevó a consumir su atención y recursos en la guerra civil.
Este descrédito se traducía en falta de apoyo financiero por parte del comercio, falta de consenso a las medidas de fuerza que se veía obligado a adoptar y falta de rapidez operativa en los ramos administrativos, cada día más trabados.
Cuando el general Rondeau asumió el gobierno nacional en junio de 1819, el proceso emancipador argentino estaba prácticamente terminado, aunque todavía no hubiese sido despejada la frontera norte y asegurada la libertad de toda América contra eventuales reacciones españolas.
En cambio, la actitud del Director Supremo importaba abandonar la campaña libertadora, hasta entonces justificativo de todas las presiones que el régimen había impuesto al país, ante la opinión pública y lo hacía aparecer simplemente como la expresión de la hegemonía egoísta de Buenos Aires.
Mientras Tucumán se sublevaba y aprisionaba a Belgrano, y el ejército del norte bajaba sobre Santa Fe para participar desganadamente una vez más en la guerra civil, el país aparecía dividido en tres campos: el primero era Buenos Aires identificado con el gobierno directorial a los ojos federales;
El flamante general tenía un objetivo diferente: sublevado el ejército, se proponía mantener el control del mismo, desconocer la autoridad nacional, volverse sobre su provincia natal, Córdoba, y apoderándose de su gobierno,
En 1830 su intento iba a ser reiterado por el general Paz, que no por casualidad le secundaba en Arequito, y una generación más tarde otro cordobés, el doctor Derqui, lo intentaría tímida y tardíamente para independizarse -dentro de la estructura constitucional de entonces- de la influencia de Urquiza.
Ya en Córdoba, apoyándose en el grupo antiartiguista y en el ejército, se hizo elegir gobernador de la provincia, invitó a todas las provincias a un congreso, dando así forma a sus aspiraciones de mando, ofreció ayuda a San Martín y a Güemes, anuló al artiguismo local y entró en relaciones amistosas con López, para quien significó un factor de equilibrio ante la presencia dominadora del caudillo entrerriano Ramírez.
Cuando el general Rondeau salió a campaña para enfrentar la amenaza, si bien quedaban en la capital el Congreso y los ministros, la verdadera autoridad había pasado de hecho al Cabildo que, como dice Mitre, era dueño de la opinión, de las armas de la ciudad y tenía base propia de poder.
Durante siete meses, mientras se alternaban la paz y la guerra, se sucedían diez gobernadores, el viejo Cabildo menguaba y daba lugar a una institución nueva, y la campaña se incorporaba a la vida política de la provincia, hasta entonces patrimonio exclusivo de la ciudad.
Ésta reconocía, sin embargo, una excepción que no debió ser dolorosa para Sarratea: someter a juicio ante un tribunal especial a los miembros de la administración directorial, como medio de justificar la guerra que los jefes federales habían llevado contra aquélla.
El drama político no ocultaba el principio institucional en juego: las facultades judiciales del poder ejecutivo, puestas en cuestión a raíz de la constitución por el gobernador de un tribunal especial para juzgar a los directoriales.
El grupo político dominante en la Junta, donde Anchorena tenía influencia notoria, y al que Piccirilli ha denominado «partido neodirectorial», buscaba el acuerdo entre los hombres más destacados de la ciudad y la campaña, reconociendo por primera vez la necesidad del concurso de ésta última.
El gobernador porteño no podía hacer más concesiones ante la opinión de sus gobernados, pero Rosas sí, y con el acuerdo y la colaboración del gobernador se obligó a un donativo personal a la provincia de Santa Fe de 25.000 cabezas de ganado, que luego concretó en más de 30.000.
En el plano social y económico se adecuaba a tendencias vernáculas que le dieron una impronta nacional, lo que hizo posible que esta novedad fuera recogida por los sectores regionales más conservadores, social e ideológicamente, hasta llegar a convertirse, con el transcurso de las generaciones, en una nueva tradición.
Buenos Aires, en cambio, vivía del comercio, recibía aportes inmigratorios mayores, y estas dos circunstancias creaban una movilidad social más intensa quela imperante en el interior, y por lo tanto la tendencia principal era democratizante.
El interior, pagado de su ascendencia de conquistadores, del prestigio de la universidad cordobesa, de la diversidad de su producción y de su importancia geográfica, miraba al porteño como a un advenedizo y nuevo rico, cuya ostentación molestaba y cuyo poder alarmaba.
Demográficamente, las provincias interiores formaban un conjunto bastante poblado, dentro de la escasa densidad de esta parte de América pero con excepción de Córdoba que rivalizó con Buenos Aires hasta mediados del siglo XVIII, ninguna de sus ciudades había alcanzado la población porteña.
Para el porteño la consagración de la ciudad como capital del Virreinato había sido la lógica coronación de su evolución y, rota la igualdad jerárquica entre las principales ciudades argentinas, Buenos Aires no estuvo dispuesta a resignar una categoría a la que se sentía con pleno derecho.
organización centralizada del país coincidieran con periodos en que el gobierno central dispuso de fuertes ingresos aduaneros, mientras que los fracasos de 1820 y 1827 se dan durante periodos de disminución de los mismos.
Un factor más conflictivo es, por fin, el liberalismo de Buenos Aires, más arraigado y agresivo que en el resto del país, aunque por esta época esta oposición ideológica no reviste sino un carácter secundario, y sólo a través de la reforma eclesiástica rivadaviana y sus reacciones en el interior, va a comenzar a adquirir cierto y esporádico relieve.
No rehuyeron los ordenamientos constitucionales9 pero en último término, en las situaciones cruciales, la ley suprema era la voluntad del caudillo, y la constitución local sólo proveía el marco jurídico para dar legitimidad formal a la decisión personal.
Y no quiera que una declaración formal de guerra con una nación limítrofe, cuando debe afectar los intereses generales, y los particulares de cada provincia, sea la obra de dos o tres pueblos separados, que no han debido abogarse los derechos de la comunidad, ni representarlos sin poderes suficientes para verificarlos.
El ejército de los Andes no estaba en relación de dependencia con el gobierno chileno, pero le era deudor en la medida en que éste le brindaba una base territorial, apoyo económico y financiero, el concurso de una poderosa escuadra y de las fuerzas terrestres nacionales, y por fin, le daba un soporte estatal sin el cual la empresa hubiera sido imposible.
La frontera norte argentina continuaba siendo eficazmente guardada por Güemes, quien en los últimos tres años había rechazado tres invasiones españolas, las que no habían podido pasar más allá de Salta ni mantenerse en el terreno conquistado.
La derrota sufrida en Maipú había sumido a los realistas en un profundo pesimismo que los llevó a sobrevalorar el poder del ejército de San Martín ya adoptar una actitud estratégica netamente defensiva que esterilizó los grandes recursos de que disponían.
La elección del Libertador no se hizo esperar: era necesario agenciarse una nueva base de operaciones en el mismo Perú, donde remontar sus tropas, y sólo entonces, con un ejército acrecido, del que también formaran parte los peruanos, iniciar la ofensiva definitiva.
El 30 de octubre el Libertador desembarcó en Ancón, a 36 kilómetros al norte de Lima, pero conocida la aproximación de las fuerzas realistas, que fueron contenidas en el combate de Torre Blanca, reembarcó las tropas y volvió a tocar tierra en Huacho, a 150 kilómetros al norte de Lima, organizando una línea defensiva sobre el río Huaura.
Los frutos políticos de la campaña fueron sin embargo óptimos, y el impacto de la habilidad militar de los patriotas, que habían deslizado sus fuerzas entre las divisiones realistas, rehuyéndolas o batiéndolas según conviniese, acrecentó la desazón de los españoles.
Sabido es que el Libertador, como la mayoría de los hombres de su generación, era partidario de la forma de gobierno monárquica como única adaptable a las condiciones sociales de Sud América, pero también es cierto que por esos días estaba convencido de que el gabinete de Madrid no aceptaría su, propuesta y que, mientras tanto, comprometía en la independencia del Perú a todo el ejército realista y al propio virrey.
San Martín, enterado de que eventualmente el virrey abandonaría Lima y centraría la resistencia en aquella región, decidió recuperar la Sierra antes de que los españoles se reforzaran en ella, a cuyo fin ordenó a Arenales que con una división rehiciera el camino de la primera expedición, pero esta vez en el sentido inverso: de norte a sur.
redujo la burocracia, suprimió el tributo indígena, reordenó las finanzas estatales, fundó la biblioteca de Lima y estableció la ciudadanía peruana que sería concedida a todos los sudamericanos residentes en el continente.
El centro de gravedad político se desplazaba hacia Colombia, y los peruanos, que hablan visto con buenos ojos la misión pro monárquica García del Río-Paroissien, que les aseguraba una primacía entre los pueblos americanos, descubrieron entonces que todo proyecto de unidad favorecería la hegemonía colombiana, y se lanzaron a la oposición.
Exigió al congreso poderes extraordinarios y el mando supremo militar (septiembre de 1823), depuso a Riva Agüero y se preparó para una campaña que se demoró por la sublevación de la guarnición de El Callao, pasada a los españoles, y la ocupación de Lima por éstos.
Si el Tratado de Benegas modificó sustancialmente las relaciones interprovinciales al hacer de Santa Fe una aliada de Buenos Aires, la desaparición de Ramírez y Carrera, consecuencia de aquella alianza, puso fin a seis años de guerra civil, a los que sucedió un período de paz y orden que permitió la consolidación de las nuevas estructuras provinciales.
Mientras Molina se destacaba por sus esfuerzos por la educación lancasteriana y la instalación de nuevas industrias, los sanjuaninos ponían el acento en una organización constitucional donde se procuraba armonizar las ideas liberales con la fe católica, en tanto que Mansilla se prodigaba en Entre Ríos en materia de justicia, administración, policía, curatos, escuelas y edificios públicos.
En esta última, desde la deposición del gobernador Ortiz de Ocampo en 1820, había aparecido como factor político local decisivo el comandante de milicias de los llanos, Juan Facundo Quiroga, quien finalmente en 1823 asumió pacíficamente el gobierno provincial, y dos años más tarde se convirtió en uno de los personajes clave de la república.
Aunque envió sus diputados a Córdoba para salvar las apariencias, se ocupó en desalentar a su aliado santafesino sobre la utilidad del congreso y comenzó a tejer una nueva alianza interprovincial en la que Córdoba quedaría excluida y donde el Litoral reaparecía unido, con Buenos Aires a la cabeza.
Por fin, cuando hubo ganado bastante opinión, expresó clara y oficialmente que, careciendo aún las provincias de suficiente organización y estabilidad, no existían las garantías necesarias para constituir un todo coherente y sólido, por lo que la reunión del congreso era imprudente.
Pero Buenos Aires no quiso dejar librado el asunto al prestigio de su opinión y aprovechó la realización de un tratado con Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos, que por el número de sus firmantes se llamó del Cuadrilátero, para estrechar vínculos con esas provincias y comprometerlas a no concurrir al congreso de Córdoba.
Al hacerla renunció en las cláusulas del nuevo pacte a su supremacía frente a las otras signatarias, aceptó una sumisión mutua en les problemas de guerra y satisfizo una vieja ambición de los dirigentes del Litoral a la que se había opuesto permanentemente: la libre navegación de los ríos.
El general Rodríguez, deseoso de incorporar nuevas tierras a la provincia, organizó una campaña militar contra los indios de cuyos ineficaces resultados sólo quedó como saldo positivo la fundación del Fuerte Independencia, a cuyo alrededor creció luego la ciudad de Tandil.
Rosas se había opuesto desde un principio al plan de Rodríguez que, al provocar a los indios, no sólo ponía en peligro la seguridad de los establecimientos rurales bonaerenses sino, como consecuencia, hacía más difícil el cumplimiento de la obligación contraída en Benegas y de la que se beneficiaba el mismo gobierno que ahora imprudentemente creaba el obstáculo.
Estos técnicos y pensadores de la reforma contaban, además, con el apoyo de las fuerzas económicas: Anchorena, Lezica, Castro, Sáenz Valiente, Santa Coloma, Mac Kinlay, Riglos, Brittain, etc., representantes de los intereses urbanos y rurales, tanto de los capitales locales cuanto ingleses, mezclados todos en la acción económica ya que los mismos exportadores eran a la vez los mayoristas y distribuidores de la importación.
Los otros dos objetivos no dejaban de estar hondamente vinculados, ya que el reconocimiento de la independencia por parte de Gran Bretaña era capital, y para ésta su interés político en América del Sur se identificaba con los intereses económicos desde que Castlereagh había formulado este principio después del fracaso de las invasiones de 1806-7.
El momento internacional era favorable, sobre todo a partir de 1823, cuando la prosperidad británica impulsó al inversor de ese país a emplear sus ahorros en el exterior y a aceptar los riesgos de las inversiones en América del Sur, ya que se veían compensados por una tasa de interés que no era posible en Europa.
en el plano económico, la guerra contra el Brasil, al consumir los créditos, interrumpir el comercio marítimo y provocar la estrepitosa caída de los recursos del Estado, entorpeció muchas iniciativas, destruyó otras y provocó un colapso económico.
Conviene añadir, de todos modos que, aun sin los obstáculos que señalamos, la obra institucionalizadora y el programa económico de Rivadavia y García habrían adolecido de la resistencia del medio bonaerense para adecuarse a empresas y proyectos que excedían en buena medida las posibilidades locales.
A iniciativa de varios argentinos se lo reemplazó por el Banco Nacional, pero la guerra con el Brasil, al acrecentar el presupuesto militar que en 1824 ya absorbía más del 40% de presupuesto, provocó nuevas misiones que arruinaron definitivamente a la empresa.
Faltos de economistas de nota -Lavardén, Belgrano y Vieytes habían fallecido ya- no supieron darse cuenta de que Gran Bretaña se beneficiaba con el librecambismo desde su posición de gran potencia comercial e industrial, pero que había logrado llegar a ese punto gracias a un prudente mercantilismo proteccionista.
Fue así que ningún esfuerzo costó a Parish hacer aceptar las tradicionales cláusulas de reciprocidad de trato y de nación más favorecida, que los gobernantes argentinos consideraron un triunfo propio, pero que en realidad eran eminentemente favorables a los ingleses: en ese momento las exportaciones argentinas a Gran Bretaña llegaban a 388,000 libras, en tanto que las importaciones desde aquélla eran del orden de las 803.000 libras.
Gran Bretaña empieza por estipular que sus dos y medio millones de tonelaje, ya en plena existencia, gozarán de todos los privilegios en materia de importación, exportación o cualquier otra actividad comercial de que disfruten los barcos de construcción nacional, ya renglón seguido acuerda que los barcos de estas provincias (que no tienen ninguno) serán admitidos en iguales condiciones en los puertos británicos, y que sólo se considerarán barcos de estas provincias a aquellos que se hayan construido en el país y cuyo propietario, capitán y tres cuartas partes de la tripulación sean ciudadanos de estas provincias.
Varios de los mismos hombres que luchaban por la empresa nacional de Famatina fueron los que propusieron contratar el empréstito en Londres, y el enviado oficial lo contrató el7 de julio de 1824 con la firma Baring Brothers & Co., de Londres, empresa sólida que en esta operación siguió las huellas abiertas por sus similares respecto de los gobiernos de México y Brasil.
Las condiciones del empréstito distaban de ser leoninas si se tiene en cuenta las garantías que nuestro país podía ofrecer entonces al inversor extranjero, y sólo fue posible por la confianza que el inglés medio de entonces tenía en las inversiones estatales y por el prestigio de Baring Brothers.
El servicio de la deuda representaba el 13% de los ingresos de la provincia, pero se confiaba en liquidar fácilmente la deuda si se mantenía el volumen del comercio marítimo y se completaba la reducción del presupuesto militar iniciada con la reforma del ejército.
Si la operación fue iniciada brillantemente y produjo ganancias de hasta 23 puntos a los primeros adquirentes de los bonos del empréstito, cuando en 1827 llegó el momento de pagar la primera amortización e intereses no retenidos, no hubo dinero con qué hacerlo.
La pampa siguió siendo una sociedad de pastores y la tan discutida ley de Enfiteusis (1822) que procuraba a la vez conservar la tierra pública como garantía de la deuda del Estado y hacerlas rendir económicamente por la instalación de colonos con derecho preferencial de compra para el caso en que el Estado las vendiera, tampoco modificó la situación, pues las condiciones de ocupación no fueron incentivo suficiente para los pobladores.
Reorganiza la Casa de Expósitos, y crea la Sociedad de Beneficencia, responsable de la organización de los hospitales, asilos y obras de asistencia, y pone estas instituciones en manos de mujeres, que acceden así por primera vez a funciones de responsabilidad pública, actitud notable para esa época y cuyo éxito demostró su acierto.
Clérigos metidos a políticos -cuando no a soldados-, conventos con su disciplina desquiciada, órdenes languidecientes, administración desordenada de sus bienes, todo ello era cierto y lamentado por más de un católico ferviente, fuese clérigo o laico.
Rivadavia, empecinado como siempre, decidió poner fin a todo aquello, pero erró totalmente el medio adecuado, al pretender que la reforma, en vez de surgir del seno mismo de la Iglesia, emanase del gobierno civil, cuya potestad venía así a imponerse a aquélla.
De aquí en adelante no dejó punto de la organización eclesiástica sin tocar: fijó normas sobre la conducta de los frailes, expulsó a los que pernoctaban fuera de los conventos, e inventarió los bienes de las órdenes religiosas.
Fray Francisco de Paula Castañeda, fraile recoleto, tan empeñado en la educación pública como su ministerial opositor, periodista de pluma gorda pero afilada, tan apasionado como don Bernardino, pero con más sentido del humor, más mordacidad y más libertad de expresión -pues no representaba a nadie más que a sí mismo-, también le iba parejo en terquedad.
Por fin, el 18 de noviembre de 1822, tras arduo debate, se aprobó la ley trascendental de la reforma junto con la destitución y expatriación del obispo Medrano, que había tenido el valor de pedir a la Junta de Representantes que protegiera los sagrados derechos de la Iglesia.
Si bien la reforma no sería una tea que incendiaría a los pueblos -como pretendieron los dominicos porteños- era inaplicable e incomprensible fuera de Buenos Aires y dio a la administración rivadaviana un tinte de irreligiosidad que excedía las intenciones de su promotor.
Buenos Aires había rehuido todo intento de organización nacional en la hora de su postración, cuando la propuesta emanaba de Córdoba e iba a conducir necesariamente a arrebatarle una hegemonía cuya pérdida era considerada transitoria por la mayoría de los porteños.
Los partidarios del centralismo no se satisfacían con esta perspectiva, pues temían que, perdido el control sobre las administraciones provinciales, una alianza de gobernadores tendría fuerza suficiente para imponerse a los criterios de Buenos Aires, no sólo en materia política, sino también económica.
Esta concepción original del federalismo porteño, federalismo a medias, explica no sólo la presencia de los directoriales en las filas federales, sino la similitud que a un cuarto de siglo de distancia tuvieron en este plano las políticas de Rosas y Mitre;
explica por último que los porteños, fuesen unitarios o federales, estaban más dispuestos a entenderse entre ellos –a causa de su afinidad local- que con sus respectivos partidarios provincianos, como sucedió cuando Lavalle eligió a Rosas y no a Paz para depositar en él un poder que se le escapaba de las manos.
Debajo de esta diferencia fundamental se movía el antagonismo ideológico: liberales unos, antiliberales otros, pero esta oposición nunca tuvo la fuerza del antagonismo regional, sea porque éste tuviese raíces mucho más hondas, sea porque algunos aspectos parciales del liberalismo fuesen aceptados por todos.
En el ambiente urbano lograron desde 1826 la adhesión de la mayor parte de los comerciantes y, a través de su prédica democrática por la ampliación del sufragio, obtuvieron la adhesión de gran cantidad de la gente humilde, lo que dio al partido un matiz popular que Rosas acentuó, aunque las clases populares siempre fueron ajenas a la conducción del partido, que permaneció firmemente en las manos de un núcleo aristocrático.
Después del Tratado del Cuadrilátero, Buenos Aires había restablecido su prestigio como provincia y había asumido de hecho la conducción de las relaciones exteriores de las Provincias Unidas, celebrando tratados y designando y recibiendo representantes consulares y diplomáticos, actuando como gestora de las otras provincias.
consideraba prematura la constitución, como ya lo había dicho en ocasión del Congreso de Córdoba, y opinaba que, previamente, las provincias debían constituir una base fuerte y estable sobre la cual se organizara el Estado y luego, cuando estuviese probada la bondad de la organización, podría dictarse una constitución que de otro modo representaría una traba para aquella.
Se sugería además que cada provincia realizara los progresos propios que asegurarían su paz y desarrollo y, por fin, para aventar toda sospecha, se dejaba constancia de que las personas que mejor podían servir a la organización del cuerpo nacional eran aquéllas que hoy gobernaban a los diferentes pueblos.
Su punto de apoyo fue Manuel José García, en cuanto a Rivadavia, sin perder de vista que, siendo el candidato de su partido para ocupar el futuro gobierno nacional parecía útil no complicarse en las incidencias políticas inmediatas, partió hacia Londres para concluir las gestiones económicas iniciadas durante su gobierno.
Por ella el Congreso se declaraba constituyente, establecía que hasta la sanción de la Constitución las provincias se regirían por sus propias instituciones, y hasta que se eligiese el poder Ejecutivo nacional, se encargaba de estas funciones provisoriamente al gobierno de Buenos Aires, con facultad de reglar las relaciones exteriores, hacer propuestas al Congreso y ejecutar las decisiones de éste.
La insubsistencia de los Gobiernos Generales que hasta aquí han tenido lugar en los pueblos, ha nacido, a juicio del Gobierno, de un error funesto, éste es el de comprometer a un Gobierno Nacional a llenar por sí las diversas exigencias de cada pueblo en un vasto territorio, y ejercer su acción directamente sin las modificaciones de las autoridades locales, y sin los conocimientos peculiares y prácticos de cada uno.
La enérgica reacción de Las Heras renunciando a su cargo contuvo provisoriamente el ataque, y decimos provisoriamente porque era evidente que para el grupo rivadaviano la presencia en el poder ejecutivo de un hombre tan independiente, afamado como uno de los mejores generales de la guerra de la independencia, en momentos en que otra guerra amenazaba a la república, constituía una amenaza a la proyectada candidatura de Rivadavia.
Para gobernar necesitaba contar con una base territorial adecuada y, en consecuencia, propuso tres días después la famosa Ley de Capital, por la que separaba la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores del resto de la provincia, constituyéndola en Capital de la República, libre de toda subordinación a la autoridad provincial.
Luego, Rivadavia vio posible consagrar el sistema unitario y olvidándose de su anterior exigencia de que la constitución fuese precedida por una sólida organización provincial, dejó que el Congreso se aplicase a su estudio, según el deseo de la mayoría de los diputados.
Si en un Gobierno constituido, y en un país ilustrado, poblado, artista, agricultor y comerciante, se han tocado en la última guerra con los ingleses (hablo de los americanos del Norte) las dificultades de una federación, qué será de nosotros que carecemos de aquellas ventajas.
Pensar establecer el gobierno federativo en un país casi desierto, lleno de celos y de antipatías locales, escaso de saber y de experiencia en los negocios públicos, desprovisto de rentas para hacer frente a los gastos del gobierno general, fuera de los que demande la lista civil de cada estado, es un plan cuyos peligros no permiten infatuarse, ni aun con el placer efímero que causan siempre las ilusiones de la novedad…
Un territorio o Distrito, sea cual fuere su extensión y población, para considerarse libre e independiente respecto de otro Distrito, debe contar en su seno con todo aquello que haya de necesitar para constituirse civil, eclesiástica, militarmente: de lo contrario, por cualquiera de estos tres aspectos tendría que depender de otro país, y por lo mismo, dejaría de ser libre.
Temiendo ser atacado, Quiroga armó sus huestes, levantó su insignia de «Religión o Muerte», se lanzó sobre Catamarca deponiendo a su gobernador, deshizo a Lamadrid en El Tala (27 de octubre de 1826) arrojándolo de la provincia, bajó sobre San Juan desbaratando la combinación adversaria e imponiendo un gobernador de sus simpatías;
Jefe de un partido que había proclamado la lucha como una exigencia del patriotismo, su enviado García había firmado una paz – extralimitándose de sus instrucciones, es verdad- que traicionaba el sentimiento público en cuya virtud se había entrado a la guerra.
Los miembros mejor informados del gobierno porteño comprendían que el paso dado por Montevideo era el manotón del ahogado y que muy pocos orientales, si alguno había, eran sinceramente partidarios de la unión con las provincias argentinas.
Pero las misiones diplomáticas fracasaron, sea porque Bolívar no viese en los argentinos disposición enérgica hacia la guerra, porque no desease ayudar a un gobierno que se había mostrado reticente hacia sus hermanas americanas, o porque no desease embarcarse en una guerra contraria a los intereses británicos, pues aunque la gestión era por la paz, traía un inminente riesgo de guerra si el emperador no cedía a
La autoridad imperial era aceptada en los círculos de Río de Janeiro, las finanzas, aunque mediocres, eran muy superiores a las de las Provincias Unidas, existía un ejército de línea veterano y, sobre todo, una poderosa escuadra que le permitiría bloquear el Río de la Plata y cortar las comunicaciones entre la Banda Oriental y Entre Ríos, ruta de comunicación obligada para el ejército argentino.
Originariamente se había nombrado a Rodríguez jefe del ejército de Observación, pero era obvio que las tropas no podían entrar en campaña bajo su mando, no sólo por la falta de energía con sus oficiales, sino por su incapacidad técnica, pues su carrera era una sucesión de desastres militares.
Las fuerzas brasileñas ocupaban la línea del río Quareim y su prolongación, divididas en dos cuerpos principales, situados al oeste y el este de Bagé, comandados por el mariscal Braum y el marqués de Barbacena, respectivamente, correspondiendo a éste último el mando supremo.
En las esferas oficiales de Buenos Aires se percibía la progresiva declinación económica del país y la creciente resistencia de las provincias al gobierno nacional, todos factores que señalaban la conveniencia de poner fin a la guerra lo antes posible.
Tras ciertas dudas, y convencido de que la Banda Oriental nunca se sujetaría a la soberanía argentina, y que a la larga también se alzaría contra la brasileña, García aceptó la propuesta imperial y firmó un tratado -27 de mayo- donde se reconocía a la Banda Oriental como parte del Imperio y se establecía la libre navegación de los ríos, con la garantía británica.
Alvear, a quien Rivadavia había relevado del mando a raíz de las rencillas con sus subordinados, fue reemplazado por el general Lavalleja, designación qua pareció ignorar las tendencias independentistas del jefe oriental, que se compaginaban perfectamente con las sugestiones de Ponsomby.
Esta sensación frustrante era más viva aún en las filas del ejército republicano que, luego de haber obtenido victoria tras victoria, las veía anuladas por una diplomacia que no comprendía y regresaba a la patria para ser licenciado, con muchos laureles y con los sueldos impagos.
El gobierno hizo custodiar los atrios donde se sufragaba con las tropas de la guarnición y esto dio lugar a que los jefes de las fuerzas recién llegadas impusieran su autoridad a aquellos custodios impidiéndoles ejercer el control o la presión que el gobierno les había encomendado.
Cesaban las hostilidades, se elegirían legisladores provinciales, se nombraría un gobernador, a quien Rosas y Lavalle entregarían sus tropas, se reconocían las obligaciones contraídas por el ejército federal y los grados militares en él establecidos, nadie sería molestado por sus opiniones políticas anteriores.
Lavalle, impresionado tal vez por el vaticinio sanmartiniano, proponía a Rosas la extinción de los actuales partidos por vía de la unión y con una dosis pareja de entusiasmo e ingenuidad le escribía: «Marcho firme como una roca hacia la reconciliación de los partidos».
El general Lavalle insistió en la conciliación y el24 de agosto, tras una nueva entrevista con el jefe federal, se firmó un segundo pacto por el que se nombraba gobernador provisorio con facultades extraordinarias al general Juan José Viamonte, quien debía hacer cumplir el Pacto de Cañuelas.
Viamonte asumió el gobierno, Lavalle se retiró a su casa hostigado por unitarios y federales y Rosas permaneció en la campaña, aparentemente alejado del gobierno, cuidando de restablecer la confianza de Estanislao López que se había ofendido por el hecho de que el Pacto de Cañuelas se había realizado sin dársele noticia alguna, y preparando la explotación política del aniversario del fusilamiento de Dorrego.
Una anécdota lo pinta entero: cuando sus padres se oponían a que se casara porque apenas tenía 19 años de edad, hizo que su novia le escribiera una carta simulando estar embarazada, carta que cuidó de dejar al alcance de su madre.
para esto me fue preciso trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses, en fin no ahorrar trabajos ni medios para adquirir más su concepto.
Rosas se ocupó del pueblo -y parecía según sus propias palabras arriba trascriptas, que lo hizo más por cálculo y temor que por amor- pero actuando con él «paternalmente», o sea conservando su inferioridad política con respecto a la «elite» dirigente a la que estaba reservado el ejercicio del poder.
Pero este sentimiento que llegó a expresarse en ataques a los extranjeros y pedreas a las residencias consulares, nunca llegó a constituir una política para Rosas, que era lo suficientemente frío, inteligente y práctico como para olvidar la medida de sus intereses y cerrar la puerta a la conciliación.
Pero tampoco vaciló en utilizar el apoyo extranjero contra los enemigos internos, si bien en esto fue mucho más moderado que sus rivales, ni dudó en buscar soluciones prácticas como cuando intentó cancelar la deuda con Baring Brothers renunciando al dominio de las islas Malvinas, ocupadas años antes por Gran Bretaña.
todo el que sea considerado autor o cómplice del suceso del día 1º de diciembre de 1828, o de algunos de los grandes atentados cometidos contra las leves por el gobierno intruso que se erigió en esta ciudad en aquel mismo día, y que no hubiese dado ni diese de hoy en adelante pruebas positivas e inequívocas de que mira con abominación tales atentados, será castigado como reo de rebelión, del mismo modo que todo el que de palabra o por escrito o de cualquier otra manera se manifieste adicto al expresado motín del 1º o de diciembre o a cualquiera de sus grandes atentados.
EI 7 de mayo de 1832 Rosas devuelve a la Legislatura dichas facultades, pues ése es el deseo de la parte ilustrada de la población que -señala ácidamente- es la más influyente pese a ser poco numerosa, y aprovecha para dejar sentada su opinión en contrario.
Mientras Juan Manuel de Rosas, con el concurso del general Estanislao López, eliminaba a Juan Lavalle y al partido unitario de la escena política porteña, el general José María Paz obtenía una serie de triunfos resonantes y lograba crear en el interior del país una organización político-militar que enarbolaba la bandera unitaria y enfrentaba a las provincias del Litoral.
Inmediatamente entró en tratativas con Bustos tendientes a obtener el control de la provincia, para lo que se manifestó dispuesto a entrar, en combinaciones pacíficas con los otros jefes federales, primera manifestación de que la visión del general Paz sobre el modo de organizar el país bajo un régimen unitario no coincidía con la de su aliado Lavalle ni con la de los corifeos de éste.
Avanzó en busca de un encuentro por sorpresa desde el sur de Córdoba, mientras Paz se limitó a observar sus movimientos y mantenerse en los alrededores de la capital aprovechando su amplio sistema de comunicaciones que le permitía múltiples maniobras, en tanto dejaba en la ciudad una guarnición.
Quiroga le doblaba en número, pero sus tropas no tenían ni el armamento ni la disciplina de las del cordobés, La batalla, reñidísima, consistió fundamentalmente en un choque recíproco donde ambos jefes buscaron la definición por medio de un ataque sobre el extremo libre de la línea -el otro se apoyaba sobre las barrancas del río Primero-.
Poco después-31 de agosto- todas las provincias argentinas, excepto las del Litoral, firmaban un nuevo pacto por el cual concedían al gobernador de Córdoba el Supremo Poder Militar, con plenas facultades para dirigir el esfuerzo bélico al que afectaban la cuarta parte de sus rentas.
Había constituido una unidad geopolítica que militarmente estaba en condiciones de medir fuerzas con la otra entidad formada por las provincias del litoral, y políticamente se presentaba como una alianza de las provincias interiores en procura de una organización constitucional.
Rosas, que había previsto y vivido los frutos de la paz con Santa Fe y que no ignoraba que sólo la política de alianzas había posibilitado la derrota de Ramírez, procuró fortalecer vínculos para evitar que Buenos Aires pudiera quedar sola, peligro que fue tomando cuerpo a
El coronel Pedro Ferré, figura clave de esta provincia, fue enviado a Buenos Aires y aunque se firmó un tratado (23 de mayo de 1830), en las tratativas se puso en evidencia la oposición entre quienes, como Ferré, eran partidarios de una Constitución y los empíricos, como Rosas, que preferían una organización de hecho en una comunidad de intereses.
El problema constitucional estaba ligado íntimamente al económico y mientras Corrientes sugería un régimen proteccionista para beneficio de las industrias locales, Buenos Aires oponía la necesidad del librecambio por razones financieras económicas y de política internacional.
posición de Buenos Aires y el sistema exclusivamente agropecuario de su economía, afirmando que el libre cambismo sólo era posible cuando el país ya se hubiese engrandecido por un previo proteccionismo, opinión que revelaba conocimiento de la historia económica europea.
EI4 de enero de 1831 los participantes de las conferencias de Santa Fe había documentado su alianza en la que reconocían la recíproca independencia, libertad, representación y derechos de las provincias, establecían la forma de los auxilios y mandos militares, la incorporación de otras provincias a la alianza, la extradición de criminales y los derechos de importación y exportación.
Uno de sus artículos estipuló la constitución de una Comisión Representativa de los Gobiernos de las Provincias Litorales, con residencia en Santa Fe, integrada por un diputado de cada gobierno, con facultades de declarar la guerra y celebrar la paz, de disponer medidas militares y -cláusula clave- de invitar a todas las provincias a reunirse en federación con las tres litorales y organizar el país por medio de un Congreso Federativo.
Retirándose visiblemente de la acción política, hizo vacío al gobierno, mientras por un lado montaba una acción partidaria de propaganda y agitación -luego de conspiración- y por otro afrontaba una tarea que aumentaría su prestigio y lo mantendría en la expectativa pública.
El bajo pueblo, las criadas y esclavas, los mozos, los hombres de pulpería, llevaban y traían información a su propia casa: el espionaje se organiza así concienzudamente y desde entonces va a ser una pieza política característica del sistema rosista.
Las mismas instrucciones oficiales hacían referencia a ese asunto, y una última carta de Rosas entregada al enviado en el momento de partir, volvía machaconamente sobre el tema, como si temiera que el voluble caudillo retornara a su idea primitiva.
El temor a una nueva anarquía definió el voto de los representantes: por 36 votos contra 4 se nombró gobernador por 5 años a Juan Manuel de Rosas, en quien se depositó la suma del poder público, para sostener «la causa nacional de la federación».
Cuando Rosas asumió el gobierno en 1 829la situación de las finanzas fiscales de Buenos Aires era pésima y los negocios particulares habían sufrido grandemente por la disminución del comercio exterior como consecuencia de la guerra con el Brasil y la siguiente contienda civil.
La economía porteña se apoyaba en la producción ganadera y el comercio exterior, razón por la cual su interés primordial eran los campos baratos y los bajos impuestos a la exportación, para mantener y ampliar el mercado extranjero.
Fiel a los intereses de los ganaderos y propietarios, evitó aumentar los impuestos que además de perjudicar los negocios de éstos hubieran provocado un aumento en el costo de la vida, comprometiendo por esta vía el apoyo de las clases populares.
En este sentido, perfeccionó el régimen aduanero, desestimó la contribución directa -a la que juzgó poco productiva y resistida por los terratenientes-, y a partir de 1836 recurrió a la venta de tierras públicas para enjugar el déficit.
 Al peso de estos argumentos, que tenían el prestigio de emanar de un federal insospechado, Buenos Aires sólo podía oponer el argumento de que habiendo recaído en ella la deuda nacional de la época rivadaviana, era lógico que monopolizara la principal fuente de recursos con que debía pagar esa deuda.
La ley del18 de diciembre de 1835 aumentó las tasas aduaneras a la importación en general, liberó totalmente de tasas a los productos que Buenos Aires producía con un alto nivel de calidad y prohibió totalmente la introducción de ciertos productos -trigo, harina, etc.- producidos en el país, rompiendo así por primera vez con la tradición librecambista.
En 1848 el fin de la guerra internacional brindó ciertas condiciones para un nuevo aumento de las tarifas, pero la ruina general de la economía y en particular de la industria, hacían imposible pensar en un sistema de proteccionismo.
En realidad, las dificultades para el desarrollo agrícola eran muchas: escasez de mano de obra y su alto costo, métodos primitivos que ocasionaban un rendimiento bajo, falta de capital para comprar maquinarias y herramientas, dificultad y costo del transporte que obligaba a recurrir a tierras cercanas a los centros de consumo y por ende de mayor precio.
En resumen, podemos decir que la política económica de Rosas en el ámbito restringido de la provincia se caracterizó por el orden fiscal, una excesiva dependencia de los intereses ganaderos, y en lo demás, pragmatismo y falta de imaginación.
Buenos Aires quiso cargar con la responsabilidad política del país en el plano interno e internacional, pero se negó a responsabilizarse de su bienestar económico y social, lo que como dice Burgin, constituyó la trágica inconsecuencia del sistema.
Otro elemento actuaba como motor de las agitaciones políticas: el radicalismo ideológico, que venía penetrando desde fines del siglo anterior, encontraba cada vez menos soportable al absolutismo imperante en el continente, y adquirió formas revolucionarias entre 1830 y 1834.
Sólo entrados ya los años 40, la ola de prosperidad que reina en Europa va a despertar los anhelos de las clases más pobres que han vivido hasta entonces en un estado de tremenda miseria como consecuencia de la Revolución Industrial: hacinamiento urbano, pauperismo, trabajo infantil, etc.
Pero en oposición a los saint-simonianos, se desarrolla otra corriente de mayor vigor, venida del idealismo alemán y que tenía en Hegel su mayor exponente: desarrollaba una nueva teoría del Estado, en la que éste era la expresión de una unidad de cultura, de una unidad nacional.
Las teorías nacionalistas por un lado, el «élan» romántico por otro y el resentimiento contra la dominación extranjera, son las tres coordenadas que determinan en Francia, en 1830, el rompimiento con la política de contemporización con los Aliados que desde 1815 la mantenían bajo control.
Y cuando los franceses toman partido en el conflicto de la sucesión española, a la muerte de Fernando VIII, apoyando a la regente María Cristina contra Metternich que apoya a don Carlos, Inglaterra se pone del lado francés para neutralizar su influencia, y reemplazaría al terminar el conflicto.
el tercero, si bien conservó el pragmatismo de sus antecesores y la política de paz y desarrollo comercial, desconfió a la vez de absolutistas y revolucionarios e inauguró una cierta «arrogancia política» que sirvió de contrapartida a la política exterior francesa.
Los escritores toman conciencia de la miseria reinante en las clases humildes, la crítica política y social crece, y mientras los herederos de Hegel siguen proponiendo teorías del Estado que subrayan la política del poder, el socialismo hace su aparición ya no bajo la forma posromántica de Saint-Simon, sino en las utopías de Proudhon y en la formulación filosófica materialista de Carlos Marx.
Ninguno ignora que una fracción numerosa de hombres corrompidos, haciendo alarde de su impiedad y poniéndose en guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe, ha introducido por todas partes el desorden y la inmoralidad, ha desvirtuado las leyes, generalizado los crímenes, garantizado la alevosía y la perfidia.
Si la situación local no justificaba tan terribles amenazas -el partido unitario carecía de opinión y la facción disidente del federalismo, había sido destruida-la situación del interior derivada del asesinato de Quiroga hacía temer a Rosas un resurgimiento del caos.
En mayo de 1835 destituyó a centenares de empleados públicos sospechosos de oposición o frialdad hacia el gobernador, dio de baja a más de un centenar de militares por idéntica causa y mandó fusilar a varios complotados.
La naciente colonia quedó prácticamente destruida, pero en el mismo momento en que Buenos Aires hacía valer sus derechos ante los Estados Unidos, los ingleses redescubrían su interés por las islas, que les permitirían un mejor control del Atlántico sury del estrecho de Magallanes.
Maza, gobernador a la sazón, calificó el hecho de «ejercicio gratuito del derecho del más fuerte», la capital se conmovió de indignación, el ministro argentino en Londres, presentó una protesta y a mediados de año corrió el rumor de que sería retirada la representación argentina en Londres.
lo que el gran magistrado ha ensayado de practicar en la política, es llamada la juventud a ensayar en el arte, en la filosofía, en la industria, en la sociabilidad: es decir, es llamada la juventud a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de estos elementos de nuestra vida americana, sin plagio, sin imitación, y únicamente en el íntimo y profundó estudio de nuestros hombres y de nuestras cosas.
Un conflicto con Francia, originado en asuntos bastantes nimios, actuó como detonante de un ambiente político caldeado, que distaba de los resultados del famoso plebiscito de 1835, en el que sólo ocho ciudadanos sobre más de nueve mil electores negaron su aprobación al general Rosas.
Las relaciones franco argentinas pasaban por un período delicado a raíz de la negativa del gobierno de Buenos Aires -en 1834- de concertar un tratado que pusiera los miembros de la colonia francesa en igualdad de condiciones que los ingleses.
Todas estas cuestiones se suscitaban en el momento en que el gobierno francés hacía gala de una política fuerte y «de honor» y había demostrado exitosamente sus afanes intervencionistas en varias partes del globo, especialmente en Argelia y México.
El primer ministro, conde de Molé, que apoyaba además las aspiraciones de Bolivia, decidió adoptar con la Confederación Argentina la política de fuerza que venía practicando en otras partes y ordenó al almirante Leblanc que apoyase coercitivamente con fuerzas navales las gestiones del cónsul Roger.
Ante la presión armada, el gobierno demora la respuesta a las reclamaciones para terminar afirmando -en nota cuyo propósito no admitía duda- que no había tenido tiempo de estudiar el caso con la necesaria detención.
El presidente, general Manuel Oribe, mentalidad autócrata, apoyado en las clases más distinguidas de la sociedad y con amplio predominio de opinión en el sector urbano, venía enfrentándose con el general Fructuoso Rivera, caudillo popular entre los hombres de campo, de escasa cultura y de menos principios.
Pese a que dejó una fuerza encargada de hostigar a Echagüe en Entre Ríos y a que había obtenido que el general Paz -quien se había fugado el año anterior después de ocho de cárcel- fuera a Corrientes a organizar otro ejército, Ferré consideró la decisión de Lavalle como una vil traición que dejaba su provincia a merced de los rosistas.
No se produjo el levantamiento general que esperaba y se encontró, pobre de vituallas y casi sin infantería, con 3.000 hombres frente a un enemigo que había rehuido cuidadosamente el combate en campo abierto.
principios de 1840 Rosas encomendó a su compadre, el general Lamadrid -ex oficial de Paz que había adherido a la causa rosista-, que marchara a Tucumán a reunir tropas y a ocupar si era posible el gobierno de la provincia.
Mientras esta larga y sangrienta guerra se definía en favor de Rosas, ahogando los arrestos federalistas de las provincias del noroeste y de Corrientes, el gobernador de Buenos Aires había decidido imponer silencio a sus adversarios por medio del terror.
Si Rosas logró durante su prolongada hegemonía, acostumbrar a la República a vivir ligada por una serie de pactos que prepararon e hicieron posible la posterior organización constitucional del país, su federalismo no convenció a muchos de sus contemporáneos.
En realidad, Rosas no podía admitir allí un régimen que le había sido activamente hostil, ni tampoco podía abandonar al general Oribe que había sido su brazo armado en el sometimiento de la insurrección del año 40.
No sólo intervendrían tropas paraguayas en la campaña, sino que se abría la puerta a la acción diplomática brasileña, que poco antes había reconocido la independencia paraguaya y pugnaba por debilitar la influencia de la Confederación en la zona mesopotámica.
Mientras el comercio porteño había disminuido desde 1840, el de Montevideo crecía, pero la reanudación de la guerra en territorio oriental trajo la evidencia, de una nueva traba comercial contra la que quisieron prevenirse los británicos residentes allí, que encontraron un campo favorable en un sutil cambio de la política exterior inglesa.
En marzo de 1842 dio sus instrucciones a Mendeville, acordando que en caso de una negativa debía hacer saber a Rosas que la defensa de sus intereses comerciales podía imponer a su gobierno «el deber de recurrir a otras medidas tendientes a apartar los obstáculos que ahora interrumpen la pacífica navegación de esas aguas».
Paz se retiró a posiciones prefijadas, donde Urquiza no se animó a ata caria y emprendió la retirada hacia Entre Ríos, pero entretanto, por intermedio de su influyente prisionero, propuso la paz a Corrientes a condición de que Paz fuese alejado de la provincia.
Decidido a cambiar de política y a poner fin a los conflictos provocados por su antecesor, ordenó el retiro de las tropas inglesas del sitio de Montevideo, reemplazó a su ministro en Buenos Aires, medidas todas que tomó de común acuerdo con Francia, temerosa de que ésta aprovechara la situación para reemplazar la influencia británica.
Las negociaciones fueron largas y embarazosas, Y no se concretaron hasta el15 de mayo de 1849: las potencias europeas reconocían a Oribe como presidente del Uruguay, los extranjeros de Montevideo serían desarmados, las divisiones argentinas serían retiradas y los aliados devolverían Martín García, la navegación del Paraná era
Después de la batalla de Vences había cesado toda lucha en territorio argentino, la inmigración había aumentado considerablemente, en Buenos Aires comenzaban a abrirse fábricas, el ganado lanar se había multiplicado en forma sorprendente, las provincias interiores gozaban de un discreto bienestar y la de Entre Ríos había hecho progresos sorprendentes.
Las fuerzas de Corrientes y Entre Ríos solas eran pocas para imponer un cambio, pero aliadas con Brasil podían comenzar por enderezar a su favor la situación de la República Oriental, y con sus fuerzas acrecidas, sus espaldas guardadas y una colaboración naval, disputar a Rosas el dominio de la Confederación, que era también disputárselo a Buenos Aires.
Entre Ríos y Corrientes se abstuvieron, y el primero de mayo de 1851, Urquiza aceptó la renuncia presentada por Rosas como encargado de las relaciones exteriores, separó a Entre Ríos de la Confederación y la declaró en aptitud de entenderse con todas las potencias hasta que las provincias reunidas en asamblea nacional dejasen constituida la república.
Eran muchos todavía los intereses que se sentían tutelados por él, muy numerosas las masas pobres que le veían como un protector, y por fin, no escaseaban los que aun creyendo que Rosas no era un buen gobernante lo aceptaban como mejor que el caos que él habla predicho con insistencia.
Al día siguiente de Caseros, Urquiza nombró gobernador provisorio de Buenos Aires a un porteño ilustre, federal de toda la vida, rosista hasta pocos años antes, el doctor Vicente López y Planes, quien asumió la magistratura proclamando a Rosas «salvaje unitario».
Si bien Urquiza representaba ideales políticos divergentes de los del vencido Restaurador, su estructura mental estaba más cerca del tipo pragmático representado por Rosas que d los líderes liberales, que hacían profesión de fe de unos «principios» que constituían un dogma político.
Esto no significa que no hubiera liberales ni lado de Urquiza y lo prueba la sola mención de del Carril, Segur y Alberdi, para limitarnos a los más conspicuos, pero su situación en el «sistema federal» era ambivalente, pues «no eran propiamente hombres del sistema en el sentido de los tipos mentales adecuados».
El sistema federal al que pertenecía Urquiza correspondía en buena medida a la época y al estilo del tiempo de Rosas, y la dificultad y a la vez el mérito del gran entrerriano fue intentar una simbiosis entre las características de un tiempo que pasaba pero aún existía y otro tiempo que advenía lentamente.
A él concurrirían las provincias con igual representación -lo que subrayaba la igualdad de sus derechos- y hasta que se dictase la Constitución se nombraba a Urquiza Director Provisorio de la Confederación Argentina, encargado de conducir sus relaciones exteriores, reglamentar la navegación de sus ríos, percibir y distribuir las rentas nacionales y comandar todas las fuerzas militares, a cuyo efecto las tropas provinciales pasaban a formar parte del ejército nacional.
El coronel Mitre -artillero ascendido en Caseros, periodista y poeta de inspiración liberal, y poseedor de una erudición superior- acababa de hacer gala en Los Debates de su aspiración a «la organización nacional por medio de un congreso constituyente» y de su federalismo:
La proclama de Mitre, que pretendió dar «el sentido» del movimiento, respondía netamente a su propia concepción del momento: defender «la verdad» del pacto federativo, organización nacional sin que ningún hombre ni provincia pretenda imponerse a las demás parla coacción o la fuerza y la organización administrativa del país, arreglando sus rentas, navegación, instrucción, etc.
Me afirmo más en esta desconsoladora idea, cuando, veo que el señor ministro de Gobierno ha dicho que la posición excepcional en que nos hallamos colocados respecto del resto de la nación, es un mal que sólo el tiempo puede curar, y que mientras tanto lo más acertado es declaramos semi-independientes o cosa parecida.
Pero poco después el grupo de porteños federales no liberales, apoyado en el pueblo de la campaña, se sublevaba bajo la dirección del coronel Hilario Lagos W de diciembre de 1852), proclamando obediencia al Congreso Constituyente y la voluntad de reincorporar la provincia.
El resultado fue un proyecto de constitución de tipo federal atenuado, pues para entonces la sedición de Buenos Aires había convencido a los constituyentes que -sin perjuicio del federalismo- era necesario dotar de fuertes poderes al gobierno central.
Todos los grandes temas del liberalismo argentino de ese tiempo estaban allí formulados, en buena parte recogidos de la Constitución de 1819 programada por la generación anterior: libertad de trabajo, de prensa, de reunión, de asociación, defensa de la propiedad, garantía de igualdad ante la ley, etc.
Tres novedades señalaban el cambio de los tiempos: la inclusión de la libertad de navegación de los ríos, el anatema contra quienes concediesen la suma del poder público al gobernante, y el tratamiento a la religión católica que pasaba a ser de «religión del Estado», la «religión protegida» por el Estado.
No eran los derechos humanos ni las fórmulas jurídicas los que dividían a los canten dores, sino un problema político-económico, cargado de emotividad, y que en último término consistía para Buenos Aires un conservar su poder hasta el momento de recuperar su hegemonía o de hacer definitiva su separación, y para la Confederación en «nacionalizar» los beneficios del puerto de Buenos Aires y someter a la igualdad a esta provincia.
Desde el punto de vista organizativo garantizaba a las provincias la subsistencia de sus instituciones y la elección de sus gobiernos, a condición de que respetaran el sistema republicano, y aseguraran el régimen municipal y la educación primaria gratuita.
A esta atenuación de los principios federales se agregaba la facultad del gobierno nacional de intervenir las provincias en determinadas condiciones, la creación de una justicia federal, encabezada por la Corte Suprema de Justicia, que coexistiría con los tribunales provinciales, y la facultad nacional de dictar los Códigos básicos de la legislación: civil, comercial, penal y de minería.
Urquiza compartía las ideas alberdianas sobre población y fomentó la inmigración -suizos, franceses, saboyanos- e impulsó la creación de varias colonias, de las que Esperanza (Santa Fe) y San José (Entre Ríos) dieron excelentes frutos totalizando 4.000 habitantes ya en la presidencia de Sarmiento.
Firmó el tratado de libre navegación con Brasil, siguiendo los lineamientos del concluido en 1853 con Gran Bretaña, dispuso la exploración de territorios y ríos, reconoció la independencia de Paraguay (junio de 1856) y llegó a un primer tratado de límites con el Brasil (diciembre de 1857).
Mientras se desarrollaba el «boom» económico de Buenos Aires y se creaban periódicos e instituciones significativas del espíritu de la época, como el Club del Progreso, la masonería porteña se organizaba bajo la supervisión de la inglesa y se producían acontecimientos políticos importantes.
Urquiza gestionó en el Paraguay el auxilio del presidente López y Buenos Aires votó veinte millones de pesos para gastos de guerra, movilizó la Guardia Nacional y ascendió a Mitre a general, quien dejó el ministerio de Guerra para asumir, en mayo de 1859, el mando del «ejército de operaciones».
Su contacto con Mitre, al visitar Buenos Aires en julio de 1860, le inclinó -contra lo que podía esperarse- a buscar la alianza de los liberales, a cuyo efecto comenzó por apoyarse en cierto grupo de federales moderados que eran más o menos reacios a las directivas del palacio San José.
 Pero a continuación agregaba la frase paternalista: Sé lo que valgo y aprecio mucho su juicio para creer que Vd. sabe que combatiendo mí influencia sacrificará el mayor elemento de su prestigio y el mejor apoyo de su autoridad.
EI6 de junio se firmó un nuevo pacto .entre la Confederación y Buenos Aires que alteraba algunas de las bases del de Unión Nacional, fijaba la forma de concurrir a la nueva asamblea nacional constituyente, reservaba entretanto a Buenos Aires el manejo de la aduana y establecía un subsidio de la provincia a la .nación de un millón de pesos mensuales.
No se le escapaba a Mitre que si esa alianza se presentaba como sostenedora del poder constitucional del presidente frente a las influencias y los poderes de facto del gobernador de Entre Ríos, tenía serias posibilidades de lograr apoyo, y con los años lograr la mayoría parlamentaria y la hegemonía porteña y litoral en la Confederación.
El presidente, regresando de su transitorio coqueteo con el liberalismo, realizó una maniobra magistral, el mayor y el último destello de su habilidad política: intervino la provincia de Córdoba, el24 de mayo de 1861, cortando el «cordón liberal» construido por Mitre en su punto más importante.
Sabia el gobernador que la paz era muy difícil y se preparó para la guerra, saliendo a la campaña a formar un ejército, pero siguió trabajando por la paz, seguro de que ésta le daría, con menos riesgo, el fruto que otros buscaban en la guerra.
Ese era el estado de espíritu y la situación general en que los protagonistas llegaron a la conferencia del 5 de agosto, propuesta por los ministros diplomáticos extranjeros, la que en definitiva fracasó por la poca disposición de las partes a ceder en cuestiones que creían atinentes al futuro desenvolvimiento de su poder.
Urquiza, que situado en un ala vio la derrota de su centro y carecía de noticias del otro extremo de su línea, supuso que aquélla también estaba en derrota, y cansado de una lucha que veía sin objeto, ordenó la retirada del ejército.
Si la derrota del ejército confederado no había sido decisiva en el campo de la lucha, sí lo había sido en cuanto a equipo: los 32 cañones perdidos son el indicio más notable de la magnitud del desastre para un Estado que carecía de dinero y de crédito y que había levantado aquella fuerza con verdadero sacrificio.
Mientras éste aguantaba semejante tormenta política seguro de que no habría reacción en las provincias sin la presencia del ejército porteño, y que luchar con Urquiza era un compromiso serio y un esfuerzo estéril, pues aquél les tendía la mano, una reacción parecida se operaba en torno del ex presidente.
La concebida por el liberalismo de entonces: libre juego, de las instituciones, libertad de crítica, eliminación del caudillaje autocrático que impedía a los pueblos expresarse libremente, libertad que nacía de la «civilización» y que imponía combatir la «barbarie», para usar términos de Sarmiento.
Este procedimiento ponía a los liberales en una especie de contradicción interior, pues mientras sostenían el principio de libertad de los pueblos se disponían a derribar regímenes que gozaban del consenso de las poblaciones para imponerles otros, creados desde afuera y apoyados en las minorías más o menos exiguas.
Pero resolvían la contradicción creyendo -o al menos argumentando- que aquellos pueblos habían sido sumidos en una suerte de minoridad que les impedía elegir libremente, y que primero debían ser libertados, darles acceso a la cultura política, para que luego pudiesen elegir conscientemente el sistema de su predilección.
Así, la acción a desarrollar iba a ser considerada por los liberales una misión libertadora y civilizadora, en tanto que los pueblos del interior iban a ver simplemente en ella la prepotencia de Buenos Aires, imponiendo a las provincias hombres y estilos ajenos para mejor sojuzgarlos.
Sólo Salta quedaba en pie para los federales, pero Marcos Paz, abandonando el difícil gobierno de Córdoba fue a Tucumán como comisionado nacional y logró un acuerdo pacífico (marzo 3 de 1862) ente los gobiernos de Tucumán, Catamarca, Santiago del Estero y Salta, renunciando el gobernador de ésta última, Todd, que fue reemplazado por Juan N.
En el norte, los cuatro hermanos Taboada y su primo Absalón Ibarra constituyeron una especie de dinastía que, adherida al régimen liberal, constituía la más sólida y recalcitrante supervivencia del sistema que el liberalismo había querido desterrar.
Sólo a la muerte de Paz (enero 2 de 1868), se resignó a entregar el mando supremo militar al general brasileño Marqués de Caxias y reasumir la presidencia, que salvo el lapso entre febrero y julio de 1867, había abandonado el 17 de junio de 1865.
Mitre buscó entonces una solución transaccional que se materializó en la Ley de Compromiso, por la cual las autoridades nacionales residían en Buenos Aires, quedando la ciudad bajo la jurisdicción provincial hasta que el Congreso nacional dictara la ley definitiva sobre la Capital, convenio que tenía cinco años de duración.
En 1866 Adolfo Alsina conquistó la gobernación porteña y poco después cesó la ley de Compromiso, pero Marcos Paz, en ejercicio de la presidencia, invocó el derecho del gobierno nacional de residir en cualquier punto del territorio y continuó ejerciendo sus funciones desde Buenos Aires, con el consentimiento de Alsina, a quien se había acercado políticamente.
Correspondió a Mitre -pese a las complicaciones políticas y bélicas de su gobierno- realizar una intensa labor administrativa especialmente hasta el año 1865, en que su alejamiento del gobierno y las atenciones de la guerra internacional provocaron una disminución del ímpetu creador.
Mitre pensaba que la verdadera frontera contra el indígena la constituía la ocupación efectiva y en propiedad de la tierra, y decía que los indios habían recuperado las tierras de los enfiteutas pero no habían podido ocupar la tierra de los propietarios.
El comandante Piedrabuena exploró ampliamente la región, afirmando la soberanía argentina y se dictó una ley declarando federales los territorios no incorporados a las provincias, previendo la ocupación de nuevas regiones.
Esta candidatura había surgido en los campamentos militares en el Paraguay, a espaldas del presidente, y respondía a la idea de superar el antagonismo entre porteños y provincianos, consagrando a un político provinciano que gozaba de gran predicamento en Buenos Aires.
De no ser consagrado por esa vía, decía, sólo dará origen a su derrota o en caso contrario a un gobierno raquítico y sin fuerza, y en último término, frente a Urquiza, sólo daría lugar a un gobierno de compromiso.
Llegado el momento de la elección, Sarmiento obtuvo 79 votos -electores de Buenos Aires, Córdoba, todo Cuyo, La Rioja y Jujuy-, Urquiza 26 -Entre Ríos, Santa Fe y Salta- y Elizalde sólo 22 votos de Santiago del Estero y Catamarca, lo que vino a demostrar, aparte del fracaso de los Taboada en su zona de influencia, la pérdida de prestigio del partido Mitrista, como consecuencia de las agitaciones interiores y de los sacrificios impuestos por una guerra impopular.
En éste, Alberdi había admitido como principio de la nacionalidad el jus sanguinis, según el cual un nativo seguía la nacionalidad de sus padres, principio harto peligroso para un país que necesitaba de la inmigración y que ya entonces tenía dos tercios de extranjeros en la población de su ciudad más populosa.
Estas buenas relaciones que no excluían intensas vinculaciones comerciales en las que Gran Bretaña ocupaba un destacadísimo lugar, eran el indicio no sólo de que los gabinetes europeos habían abandonado la política de fuerza practicada tres lustras antes, sino de que la Argentina estaba entrando en una nueva etapa de su desarrollo nacional en la que sería más independiente políticamente de Europa y desarrollaría su proyecto nacional según cánones propios, vuelta sobre sí misma y sobre los Estados vecinos.
se habían visto envueltos en la guerra de Secesión, donde no sólo se jugaba el futuro de la esclavitud en el país, sino que se oponían los Estados industrializados del norte a los Estados rurales del sur, y los criterios progresistas y liberales de los primeros contra la mentalidad tradicionalista de los segundos.
Esta circunstancia fue aprovechada por Francia, donde la restauración napoleónica había insuflado nuevas tendencias imperialistas, a tentar suerte en México, donde apoyó al sector conservador, que con la adhesión de la Iglesia trataba de recuperar el poder que había pasado a manos del movimiento liberal, cuya cabeza era Benito Juárez.
Si tras las guerras de emancipación, seguidas de procesos anárquicos, habían sucedido en casi todos los países regímenes de tipo conservador, frecuentemente autocráticos, la estabilidad o el progreso de aquellas sociedades y los excesos de los gobiernos comenzaron a generar hacia la mitad del siglo el debilitamiento de aquéllos y el alza de los regímenes liberales.
Incluso el Imperio del Brasil ha alternado en el gobierno elementos conservadores y liberales, pero a partir de 1863 estos últimos se aseguran en el gobierno, que les pertenecerá hasta después de la guerra de la Triple Alianza, cuando la influencia del duque de Caxias inclinará otra vez la balanza hacia los conservadores.
La alianza estaba dirigida a contener a Europa y cuando el gobierno argentino recibió la invitación la rechazó, (noviembre de 18621, afirmando que respondiendo el proyectado Congreso a un antagonismo hacia Europa, el mismo no era compartido por el gobierno argentino, pues la República estaba identificada con Europa en todo lo posible.
la verdad era que las repúblicas americanas eran naciones independientes, que vivían su vida propia, y debían vivir y desenvolverse en las condiciones de sus respectivas nacionalidades, salvándose por sí mismas, o pereciendo si no encontraban en sí propias los medios de salvación.
Que debíamos acostumbramos a vivir la vida de los pueblos libres e independientes, tratándonos como tales, bastándonos a nosotros mismos, y auxiliándonos según las circunstancias y los intereses de cada país, en vez de jugar a las muñecas de las hermanas, juego pueril que no responde a ninguna verdad, que está en abierta
Si la posición del Congreso Americano, según Medinacelli, es el antecedente de un americanismo sin los Estados Unidos, que tomó impulso en este siglo después de la diplomacia del bigstick de Teodore Roosevelt, la posición de Mitre, que en su fondo es eminentemente programática, también refleja varias constantes de la política exterior argentina: en primer lugar subraya el predominio de la relación Argentina-Europa, que va a mantenerse sin interrupción desde su gobierno hasta el de Yrigoyen en el plano político y casi permanentemente en el plano económico, aunque desde la Primera Guerra Mundial acrecerá la relación con los Estados Unidos en detrimento paulatino de las potencias europeas.
Pero no se agota ahí la posición de Mitre, al desahuciar al americanismo como forma de acción política común y formular el principio de «bastarse a sí mismos» y auxiliarse según «las circunstancias y los intereses de cada país», estaba afirmando una verdadera autarquía nacionalista -que enraíza en el particularismo de la praxis federal- antecedente cierto del futuro aislacionismo argentino frente a las demás naciones americanas y uno de los elementos integrantes de la «politica de no intervención» defendida por nuestra cancillería en este siglo .
Y en la opción práctica que realizaba parecería que Mitre intuía otra constante de la política americana -la acción común del «grupo del Pacifico»- cuando hacía referencia en otra parte de los documentos citados a la necesidad del apoyo norteamericano para una «política del Atlántico».
Conforme a este planteo, y teniendo presente las dificultades crecientes de la situación uruguaya, complicada por la intervención del Brasil y Paraguay, Mitre se desentendió de la guerra que como consecuencia de la ocupación de las islas Chinchas y el bombardeo de Valparaíso por la escuadra española, se desató entre Chile y Perú por un lado y España por el otro.
El triunfo del binomio Bismarck-Moltke sobre Dinamarca, Austria y Francia (1864, 1866 Y 1870) condujo a la unificación alemana bajo la égida de Prusia, y al lanzamiento del nuevo Imperio Alemán a la conquista de la hegemonía económica y política de Europa, en abierta competencia con Gran Bretaña y Francia, proceso que desembocaría en la Gran Guerra de 1914-18.
La guerra de Secesión (1860-65) significó en su desenlace un poder y una estructura nacional más sólida y la conducción del país por la sociedad industrial del nordeste, factores ambos que dispusieron a los Estados Unidos a desempeñar un papel de potencia mundial a corto plazo.
El doctor Francia, constituido casi inmediatamente en dictador, gobernó pacíficamente por muchos años, conservando la estructura social de la época española, acostumbrando a su pueblo a un autocratismo sin limitaciones y desarrollando al máximo su economía de tipo rural.
Heredó de su padre la desconfianza hacia las potencias vecinas y su vanidad, unida a su nacionalismo, le impulsó a abandonar el aislamiento en que hasta entonces había vivido su país porque en su opinión «había llegado la hora de hacer oír la voz del Paraguay en América».
Después de variados incidentes, y cuando Brasil ya había logrado un acuerdo similar en 1856 con el gobierno de Paraná, se llegó a la firma del Tratado Bergés-Silva Paranhos por el cual se aplazaba la consideración de los limites por seis años y se convenía la libre navegación de los ríos, conforme a la reglamentación que hiciera el Paraguay.
En junio de 1863 los uruguayos detuvieron al buque argentino «Salto» cuando transportaba contrabando de guerra para Flores, situación harto embarazosa para las autoridades de Buenos Aires, cuyo canciller acababa de afirmar la neutralidad ante el gobierno de Berro, en términos de una arrogancia casi impertinente.
Si este paso existió o fue una mala interpretación que los agentes paraguayos dieron a las demostraciones de amistad de Urquiza, el resultado fue bastante funesto, pues alentó en el mariscal López la posibilidad de contar con una escisión argentina frente al problema que se desarrollaba.
En octubre de 1863 se firmó entre el gobierno uruguayo y el argentino, un Protocolo en el que ambas partes se daban por satisfechas de sus recíprocas reclamaciones, se fijaban las bases de neutralidad y se establecía para el caso de futuras diferencias el arbitraje del emperador del Brasil.
Distanciado del Paraguay por los sucesos relatados, e imposibilitado de cambiar de bando en la cuestión oriental, no podía obligar tampoco a Flores a rechazar la ayuda brasileña, que no podía reemplazar sin provocar la reacción del Paraguay y tal vez la del mismo Brasil.
El presidente Aguirre, que acababa de suceder a Berro, acorralado por la ayuda que recibía Flores, dio el paso desesperado pero lógico de pedir nuevamente el auxilio del Paraguay, mientras Mitre enviaba a Mármol a Río de Janeiro para definir la política brasileña y convenir las formas de una acción conjunta.
El diplomático brasileño Saraiva se trasladó a Buenos Aires para lograr una acción conjunta sin fisuras con nuestro gobierno, pero Mitre, consciente de la repercusión interna de su actitud, se limitó a ofrecer la colaboración argentina a la intervención brasileña.
Saraiva no estaba seguro todavía del grado de adhesión argentina a su política, por lo que ofreció a Mitre una alianza entre los dos países y el mando supremo en caso de guerra, pero Mitre se mantuvo partidario de la neutralidad argentina, como lo evidenció en sus cartas a Urquiza en noviembre y diciembre de 1864.
El destinatario principal de aquella maniobra era Urquiza, pero la actitud prudente de Mitre y el brutal asalto a Paysandú realizado por las fuerzas unidas de Flores y el ejército y la escuadra brasileña -heroicamente resistido del6 de diciembre de 1864 al2 de enero siguiente- acrecen la repugnancia de Urquiza por una acción cuyo desenvolvimiento diplomático ha presenciado Sin comprometer su opinión.
por fin todo el país se va militarizando, y crea Vd. que nos pondremos en estado de hacer oír la voz del Gobierno Paraguayo en los sucesos que se desenvuelven en el Río de la Plata, y tal vez lleguemos a quitar el velo a la política sombría y encapotada del Brasil …
Paraguay se prevenía simultáneamente contra Brasil y la Argentina, no obstante lo cual su movilización de mediados del año 1864 parece haber respondido más a la eventualidad de un conflicto de nuestro país, conclusión a la que llega Pelham Horton Box considerándolo anterior a la fecha de la misión Saraiva, que es la que definió el intervencionismo brasileño.
Pero el grueso de las cláusulas del Tratado no están dirigidas contra Paraguay sino al recíproco control de los aliados, en clara manifestación de la mutua desconfianza: ninguno de los aliados podrá anexarse o establecer protectorado sobre Paraguay (cláusula 8º), no podrán hacer negociaciones ni firmar la paz por separado (cláusula 6º), y se garantizan recíprocamente el cumplimiento del Tratado (cláusula 17º).
Cuatro años después, en la célebre polémica con Juan Carlos Gómez, Mitre debió rectificarse: los argentinos no habían ido al Paraguay a derribar un tirano sino a vengar una ofensa gratuita, a reconquistar sus fronteras de hecho y de derecho, a asegurar su paz interior y exterior, y habría obrado igual si el invasor hubiese sido un gobierno liberal y civilizado.
Tras un año y medio de guerra y estando ya los ejércitos aliados en territorio paraguayo, la derrota prácticamente inevitable impuso al mariscal López proponer una conferencia de paz al general Mitre, que se llevó a cabo en Yataití-Corá el12 de septiembre de 1866.
Diez mil aliados al mando del general Flores, jefe de la vanguardia en reemplazo de Urquiza, contra tres mil paraguayos sin artillería y mandados por un mayor, que fueron aniquilados totalmente, perdiendo dos mil hombres entre muertos y heridos y el resto prisioneros.
A principios de abril, Mitre había logrado reunir un ejército de 60.000 hombres (30.000 brasileños, 24.000 argentinos y 3.000 uruguayos) con 81 piezas de artillería y disponía además de un ejército brasileño de reserva de 14.000 hombres y 26 cañones, mandado por el barón de Porto Alegre.
Las posiciones son fuertes y los brasileños fracasan frente al Boquerón (16 de julio) y los argentinos y orientales frente al Sauce (18 a 21 de julio), que cuesta 5.000 hombres a los aliados y 2.500 a los paraguayos.

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