Estatuto Real 10 de Abril de 1834
1. Contexto Histórico
El contexto en el que nace el presente texto es de una enorme crisis y, diríamos, de extremada delicadeza, dado el problema sucesorio suscitado a la muerte de Fernando VII. Cuando se hizo público el testamento del mismo, nombrando a su viuda gobernadora del reino durante la minoría de edad de su hija Isabel y se instituía un consejo de gobierno que debería asesorarla, la respuesta del pretendiente a la corona no se hizo esperar y, mediante el Manifiesto de Santarém, Don Carlos se proclama legítimo rey de España. Simultáneamente, se hizo público también el Manifiesto de Cea Bermúdez, manifiesto enormemente conservador, calificado de no-absolutista, que suscitó verdadera oposición en todos los sectores, y sería la actitud de los militares -capitanes generales de Cataluña y de Castilla la Vieja- quienes propondrían la remoción de Cea Bermúdez y el nombramiento de presidente del Consejo de Ministros de Martínez de la Rosa, hombre que para su época era considerado bastante liberal y monárquico, era, como ha dicho Tomás y Valiente, la ponderación y el justo medio.
2. Cuestiones Suscitadas
Los artículos que se proponen para su comentario confirmarían lo que muchos autores han dicho sobre el Estatuto, es decir, que, en realidad, se parece más a un reglamento que regula la organización y funcionamiento de las Cortes que a un texto constitucional. Introduce por primera vez en el constitucionalismo español el bicameralismo y podríamos afirmar que, a partir de ahí, quedaría fijado en el panorama constitucional de nuestro siglo XIX.
El estamento de próceres del reino está contemplado en el título II del Estatuto, es lo que llamaríamos la cámara alta, una parte tendría carácter hereditario y otra sería nombrada por el rey. Entre ellos, tendríamos los grandes de España o los obispos designados por el monarca, o las rentas que se establecían que iban desde los 80.000 reales a los 200.000.
El rey se reserva enormes facultades con respecto a las Cortes, al rey correspondía exclusivamente la convocatoria, la suspensión y disolución, aunque con el único límite de que la misma debía ser refrendada por el presidente del Consejo de Ministros, introduciendo en nuestro constitucionalismo el principio de disolución de las Cortes, disfrazándose, como dice Tomás y Valiente recogiendo el preámbulo, «lejos de menoscabarse por aquel medio los derechos de la nación no se hace en realidad sino apelar a ella encomendándole que manifieste por medio de sus votos cuál es su voluntad», lo que se ignoraba era que se podrían disolver y no volver a convocar.
Addenda
El Estatuto Real siempre ha puesto en duda su propia naturaleza jurídica y se acerca más a ser una carta otorgada como la que dio Luis XVIII a los franceses en 1814 que a un verdadero texto constitucional. Todos estos argumentos fueron utilizados por sus detractores y Martínez de la Rosa se opuso continuamente a este apelativo. 10 del Corral lo ha definido como una muestra del liberalismo doctrinario aunque sí manifiesta que era más abierto que la carta de Luis XVIII. Este Estatuto daría pie a la primera disolución de las Cortes en nuestra historia constitucional (1836), con ocasión de una ley electoral, pero sería en ese mismo año cuando se pondría en marcha otra segunda disolución, en concreto el 21 de mayo de 1836, por un enfrentamiento entre Istúriz y Mendizábal.
Decreto de las Cortes de Cádiz del 6 de Agosto de 1811
Procede el texto de uno de los Decretos de las Cortes de Cádiz previos a la promulgación de la primera Constitución. Fuente jurídica inmediata, con el carácter de ley. Del año 1811. Pertenece a los albores del sistema constitucional. Se trata de una fuente de gran importancia, por ser la primera que trata directamente sobre la abolición del régimen señorial.
Después de un preámbulo que trata de justificar la bondad de la norma, el texto determina que quedan abolidas las relaciones de vasallaje y las prestaciones personales y reales, con excepción de las que proceden del contrato libre. Quedan asimismo abolidos determinados privilegios (caza, pesca, hornos, etc.) que estaban en poder de los señoríos, disponiéndose que queden al libre uso de los pueblos.
Los señoríos nacen en la Edad Media y, con ellos, las relaciones de vasallaje, las obligaciones personales y económicas debidas al señor y, en general, las situaciones de privilegio económico respecto de bienes de utilización común que tenían los señores en su territorio. Es evidente que, a pesar de la aparente ruptura del monolitismo estamental de siglos inmediatamente anteriores por la ascensión de las clases medias, todavía subsistirán importantes diferencias estamentales, en modo alguno legítimas a la luz del principio de igualdad de los hombres ante la ley. No puede admitirse en el nuevo sistema jurídico-social que existan miembros del Estado sometidos a prestaciones económicas distintas a las que gravan a la generalidad de los ciudadanos, ni tampoco que determinados bienes económicos queden en mano de unos pocos cuando su titularidad no ha de ser pública (preferentemente comunal o municipal).
En el texto se afirma que quedan abolidos los privilegios “que deban su origen a título jurisdiccional”. Se trata de aquellos privilegios nacidos de la jurisdicción (en sentido amplio, no sólo la competencia judicial) que poseía el señor sobre sus territorios.
Quedan exceptuados los que tengan su origen en una libre relación contractual. Respecto de determinados bienes la titularidad pasa del “señor” a los municipios y a los propios pueblos. Ni que decir tiene que esta medida tuvo una especial incidencia en las clases rurales, pues se eliminaros los restos de encomendaciones, mayorazgo, vinculaciones y “manos muertas” o similares. Ahora bien, ello no significó, en este momento, la privación a los señores de la nuda propiedad sobre sus territorios.