Paralelismos Históricos: Descolonización, Industrialización y la Revolución de los Precios

En muchos casos, las antiguas colonias trataron de imitar los aparentes éxitos de Latinoamérica en la consecución de una independencia económica además de política respecto de sus antiguos amos coloniales. A finales del siglo XIX y en la primera mitad del XX, los países de América Latina habían sido importantes partícipes en la división internacional del trabajo, basada en su ventaja comparativa en productos primarios. Hasta mediados del siglo XX, algunos de ellos, especialmente los países del «cono sur» (Argentina, Uruguay y Chile), disfrutaban de rentas per cápita comparables a las de Europa occidental. Posteriormente, bajo la desafortunada suposición de que en cierto modo eran ciudadanos del mundo de segunda clase debido a su especialización en productos primarios, la mayoría de ellos continuaron con programas de «importación, sustitución, industrialización», intentando producir por sí mismos los bienes manufacturados que previamente habían importado. Casi sin excepción, los programas latinoamericanos fracasaron, por varias razones: los mercados domésticos eran demasiado pequeños, tanto en número como en poder.

Dado que las políticas económicas latinoamericanas no estaban generando mejores resultados que las políticas similares de las antiguas colonias de las potencias occidentales de África y Asia, encontraron natural hacer causa común. En diversas organizaciones multilaterales, desde las Naciones Unidas y sus organismos especializados hasta el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, se llamaban a sí mismos el tercer mundo, ni comunista ni capitalista, e igualmente dispuestos a aceptar ayuda extranjera de Estados Unidos, Europa occidental o la Unión Soviética. Sin embargo, ya en la década de 1960 se estaba produciendo un notable desarrollo industrial en ciertas economías del sudeste asiático, especialmente en las antiguas colonias de Japón, Corea del Sur y Taiwán. En aquel entonces, su crecimiento fue despachado como el simple resultado de ser clientes militares de Estados Unidos, pues ingentes sumas de ayuda extranjera norteamericana se justificaban debido a la guerra fría con la Unión Soviética. En retrospectiva, sin embargo, parecía que habían logrado imitar la industrialización dirigida por el estado y orientada a las exportaciones que había llevado a cabo Japón, y en algunos casos realmente mejoraron la estrategia japonesa.



La Revolución de los Precios en el Siglo XVI

El flujo de oro y, sobre todo, de plata de las colonias españolas aumentó enormemente las reservas europeas de los metales monetarios, triplicándolas al menos en el curso del siglo XVI. En cualquier caso, el propio gobierno fue el peor infractor, pues enviaba enormes cantidades a Italia, Alemania y los Países Bajos para pagar sus deudas y financiar sus interminables guerras. A finales del siglo XVI, los precios eran, en general, alrededor de 3 o 4 veces más altos de lo que lo habían sido a principios del siglo. Por supuesto, la subida de los precios variaba bastante de una región a otra y según la clase de productos. Los precios subían antes y más en Andalucía, cuyos puertos eran los únicos centros de comercio legales para la importación y distribución del oro y la plata de América, que en la distante y atrasada Rusia. En general, la subida de los salarios quedó bastante rezagada con respecto a la de los precios de las mercancías, con lo que se produjo un severo descenso en los salarios reales. El fenómeno de la *revolución de los precios* ha ocasionado innumerables, casi interminables, discusiones entre los expertos, la mayoría de ellas innecesarias, con respecto a sus mecanismos, sus consecuencias e incluso sus causas. Las devaluaciones monetarias llevadas a cabo por soberanos sin dinero ni escrúpulos estimularon los aumentos en los precios nominales. También se ha alegado que el incremento de la población fue un factor más importante que el de las reservas en metálico en la elevación de los precios, argumento que pasa por alto la distinción entre el nivel de precios general (medio) y los precios relativos.

Las consecuencias atribuidas a la revolución de los precios van desde el empobrecimiento del campesinado y la nobleza al «nacimiento del capitalismo». En perspectiva, parece que muchas de las consecuencias atribuidas a la revolución de los precios son tan exageradas como mal atribuidas. Si bien el aumento porcentual de los precios a lo largo del siglo es impresionante, no es nada comparado con el que experimentaron en la segunda mitad del siglo XX en una base anual. Lo que es indudable es que la revolución de los precios, como cualquier inflación, redistribuyó los ingresos y la riqueza, tanto de los individuos como de los grupos sociales. Aquellos cuyos ingresos dependían de la oscilación de los precios —mercaderes, artesanos, terratenientes que cultivaban su propia tierra, campesinos con posesiones seguras y que producían para el mercado— se beneficiaron a costa de los asalariados y de aquellos cuyos ingresos eran fijos o cambiaban lentamente —pensionistas, muchos rentistas y campesinos con arriendos desorbitados—. Pero la causa fundamental de la situación no fue un problema monetario, sino más bien el resultado de las interrelaciones entre el comportamiento demográfico y la productividad agrícola.

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