Variantes en los fundamentos básicos de la república en su aspecto político

Tema 6: El régimen de la Restauración. Carácterísticas y funcionamiento del sistema canovista


1. Carácterísticas

                La Restauración fue, ante todo, la obra de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897), un político liberal
Conservador que había iniciado su vida política en la Uníón Liberal y hombre culto y de indudable talento al que su pragmatismo y escepticismo habían dado un sentido excepcional del Estado y de la política. La idea de Cánovas era ambiciosísima en su simplicidad: crear un régimen de libertad y concordia, un sistema político estable basado en un poder civil prestigioso apoyado en dos partidos políticos sólidos capaces de alternarse armónicamente en el gobierno de la nacíón; construir un Estado centralizado y bien organizado con una constitución abierta que atendiese a principios propios del liberalismo doctrinario, basado en la soberanía compartida entre la Corona y las Cortes, pero en el que la defensa de valores tradicionales como la familia, la religión y la propiedad fuese compatible con un cierto grado de intervencionismo del Estado en favor de las clases necesitadas. En un punto capital, Cánovas tuvo un éxito innegable: la Restauración resolvíó el problema de gobierno que el país arrastraba a lo largo de todo el Siglo XIX. En primer lugar, España quedó pacificada tras la derrota del carlismo en 1876 y de la rebeldía cubana en 1878, acabada por la paz de Zanjón. 

                Un segundo logro fue la Constitución de 1876, cuyo articulado reproducía en gran medida el texto de la Constitución conservadora de 1845, pero que, en cambio, fue suficientemente flexible para incorporar con el tiempo muchos de los principios democráticos de 1868.

                 El tercer gran logro fue el predominio progresivo de la nueva cultura liberal, facilitado por el carácter abierto y plural del régimen de la Restauración, lo que creó un ambiente de tolerancia y libertad cultural (entre las minorías sociales que tenían acceso a la cultura) que facilitó el desarrollo ordenado y normalizado de la propia política.

                 Un cuarto gran logro del régimen de la Restauración fue un cierto compromiso entre la restauración del poder social de la Iglesia de un lado, lo que llevaba consigo una recatolización de la sociedad española en su conjunto, y un predominio efectivo de la cultura laica y liberal en los niveles cultos, del otro. Este equilibrio entre la reconquista del poder de la Iglesia en la sociedad y las exigencias de un proceso efectivo de secularización de la cultura, al menos en sus niveles relevantes, era imprescindible para conseguir un mínimo de paz social en España, y la Restauración canovista así lo entendíó.

                 El quinto gran logro de la Restauración canovista fue el bipartidismo. Cánovas y Sagasta se esforzaron por reforzar la unidad de los partidos dinásticos que lideraban, el conservador y el liberal respectivamente, de modo que no hubo otros partidos relevantes, pues los republicanos vivían en una gran crisis, los carlistas fueron derrotados, el socialismo se desarrollaba muy lentamente y el ejército estaba controlado por el poder civil.

El resultado final de todo estos logros, la consolidación del orden liberal en España.

2. El régimen de la Restauración y el sistema canovista

                Dos fueron los fundamentos teóricos básicos del régimen: la constitución de 1876, acompañada de las leyes orgánicas posteriores que fueron concretando sus formulaciones, y la formación de los dos grandes bloques dinásticos o partidos del régimen que protagonizaron el turno pacífico en el poder.

                La Constitución estaba llamada a ser el principal pilar visible del régimen. Ahora bien, la propia Constitución, en el pensamiento político de Cánovas, que participaba enteramente de los principios propios del nacionalismo burgués conservador de su tiempo entonces en auge, se fundamenta, a su vez, en un pilar invisible: una constitución interna más profunda que simboliza, para el político malagueño, la soberanía histórica de España, o conjunto de principios intocables que se han ido formando a lo largo de siglos y que configuran la tradición. Esta constitución interna, primordial, integra, en riguroso orden jerárquico, los principios de monarquía, dinastía, religión, propiedad y libertad y se concreta en el principio doctrinario de la soberanía compartida, encarnada conjuntamente en el Rey y las Cortes, que constituye una síntesis de los de soberanía real (absolutismo) y soberanía nacional (liberalismo).

                La Constitución de 1876, la más duradera de la Historia de España, fue, en muchos aspectos, una continuación de la tradición constitucional española con una cierta voluntad sintética y equilibrada. Tuvo, pues, un carácter, predominantemente conservador, pero se mostró permeable a la integración progresiva de elementos más progresistas. Situó la Constitución de 1876 a la Corona más allá del propio orden constitucional, como institución histórica de España, aunque plenamente inserta en él, formuló el principio doctrinario de la soberanía compartida y establecíó los fundamentos básicos del orden liberal, delegando su configuración precisa en las leyes orgánicas posteriores. Estos fundamentos básicos son: la separación de poderes (legislativo, que reside en Cortes bicamerales; ejecutivo, que reside en el Rey, que tiene la facultad de nombrar al presidente del gobierno, iniciativa legislativa y capacidad para disolver las Cortes, establecíéndose, por tanto, el predominio del poder ejecutivo sobre el legislativo; y, por último, poder judicial, que reside en jueces independientes) y una declaración formal e imprecisa de derechos individuales.

                Las leyes orgánicas posteriores determinaron la amplitud real de las libertades públicas definidas en la Constitución. Se renunciaba a la libertad de cultos para dar un carácter confesional al régimen político, algo imprescindible para la consecución de la estabilidad interna; pero, al mismo tiempo, se procuraba satisfacer las exigencias mínimas del aconfesionalismo del Sexenio Democrático, establecíéndose una ambigua libertad de conciencia, lo que implica, de hecho, la admisión del ejercicio privado de otras religiones dentro de un Estado confesional católico.

                En la década de los ochenta, bajo gobiernos del bloque dinástico liberal liderado por Sagasta, se producen indudables avances en el proceso de construcción de un Estado formalmente liberal: La ley de policía de imprenta de 1883 definía un sistema sin censura previa y de amplia libertad de publicación, algo inusual entonces, incluso en países de más rancio abolengo liberal. La ley de reuníón (1880) facilitó el desarrollo de los partidos políticos y la ley de asociación (1887) permitía la creación de sindicatos. En cuanto a la participación, durante la Restauración estuvieron vigentes dos leyes electorales: la de 1878 establecía un sistema de sufragio censitario, en 1890, se establecíó el sufragio universal masculino. Ello, sin embargo, fue, de momento, poco relevante, dados el aislamiento, el atraso cultural del pueblo y la corrupción electoral que representaba el caciquismo.

                El segundo gran pilar visible del régimen de la Restauración fue el turnismo en el gobierno entre los partidos dinásticos conservador y liberal, únicos que aceptaron el régimen político y, por tanto, las fuerzas que se alternaron pacíficamente en el poder. La alternancia en el poder de estos dos partidos creó los siguientes binomios políticos básicos: el Cánovas-Sagasta (1875-1898) y el Maura-Canalejas (1907-1912).

                El líder indiscutible, hasta su muerte en 1897 en atentado terrorista, del partido conservador fue Antonio Cánovas del Castillo, aglutinador de las fuerzas de centro-derecha. Agudo perceptor de los problemas políticos propios de la España de la segunda mitad del Siglo XIX fue el auténtico constructor del régimen de la Restauración borbónica. Carecíó Cánovas, sin embargo, de suficiente visión para los nuevos problemas de la política nacional del primer tercio del S. XX, que comenzaban a manifestarse hacia fin de siglo.

                 El líder del partido liberal fue Práxedes Mateo Sagasta, personaje eminentemente pragmático, aglutinador de fuerzas políticas de centro-izquierda, que se afánó por integrar en la Restauración a las fuerzas progresistas menos radicales del Sexenio, lo que consiguió en buena parte. Pretendía incorporar Sagasta propuestas concretas del Sexenio Democrático a la Restauración: sufragio universal, libertad de reuníón y de asociación, limitación del establecimiento de órdenes religiosas, librecambismo, etc. En buena medida, muchas de estas cosas fueron conseguidas paulatinamente durante la década de los ochenta.

                 El tercer gran pilar del régimen de la Restauración fue el caciquismo: los partidos del régimen no se turnaban en el poder en función de los resultados electorales, sino éstos se fabricaban desde el gobierno. Ésta es, por decirlo de algún modo, la peculiaridad de la Restauración. Si bien el caciquismo ya se aplicaba en la época de Isabel II, el régimen de la Restauración lo consolidó y encumbró, haciéndolo práctica habitual. Por ello, los críticos acusaron de apaño e insinceridad la renovación del liberalismo doctrinario que la Restauración pretendía, pero que la figura esencial del cacique contradecía. La mecánica electoral funcionaba del modo siguiente: cuando el principal partido de la oposición consideraba que se estaba poniendo en peligro la Monarquía, reclamaba el relevo en el poder. El rey disolvía entonces el parlamento y recurría al partido en la reserva, que convocaba y ganaba indefectiblemente las elecciones. Las razones objetivas que ponían en peligro a la Monarquía y aconsejaban el relevo del partido gobernante eran de tres tipos: no cumplimiento íntegro de la constitución, incumplimiento del fin fundamental que el partido gobernante se había impuesto en su labor de gobierno, aparición de fisuras en su interior.

                 Una vez convocadas las elecciones, el reparto de escaños estaba pactado de antemano por los partidos del turno en virtud del encasillamiento: un procedimiento por el que cada distrito electoral tenía asignado el candidato vencedor, fruto de un acuerdo, previo a las elecciones, entre los dos grandes partidos. Formalizado el pacto electoral, el partido que debía ganar las elecciones en cada distrito movilizaba a sus caciques, que solían ser los jefes locales de algunos de los dos grandes partidos.

                Los caciques actuaron como un puente entre la administración central y el electorado potencial a través de sus clientelas personales. La clientela de los caciques intercambiaba votos por favores personales (exención del servicio militar, favores fiscales, enchufes para trabajar en la administración, permisos, licencias, etc.), o bien se trataba de beneficios al pueblo al que pertenecía el cacique. Con este amaño electoral, los políticos conseguían dos cosas: asegurar la alternancia en el gobierno pactada de los dos grandes partidos y resolver, de un modo rutinario, el teórico problema que representaba la escasa participación ciudadana en las elecciones.

                El caciquismo se explica en un contexto de incultura y aislamiento de la sociedad española. Sobre la incultura, se construyó la desmovilización ciudadana. Las personas incultas no comprendían la importancia que en sus vidas podía tener el sufragio, por tanto, no estimaban ese derecho y, desde el poder, se propagaba la idea de que la participación política era propia de personas distinguidas y no de masas insolventes. El aislamiento interno y exterior reforzaba incultura y desmovilización.

Las consecuencias del caciquismo fueron nefastas y de largo alcance: fomentó un ambiente de corrupción y desmoralización generalizados, retrasó la formación de una conciencia civil y política en la sociedad española y, de este modo, la creación de una auténtica opinión pública, agrandó las diferencias entre lo que algo después, en expresión acuñada por Ortega y Gasset, se conocerá como la España oficial y la España vital, contribuyó a anclar al país en el oscurantismo y en la incultura y reforzó la leyenda negra de España, cosa que intensificó su aislamiento respecto del exterior. No obstante, el caciquismo no era una realidad estática e inamovible. En las décadas finales del Siglo XIX y en las primeras del Siglo XX, el país se transformaba, las ciudades crecían y, aún con dificultad, el caciquismo retrocedía.

  Con todos los inconvenientes que se quieran poner entre 1875 y 1898 la Restauración alfonsina brindó a España un régimen de paz y de moderado progreso bajo el signo del Realismo político. De nuevo, pues, como cien años antes con el Despotismo Ilustrado durante el reinado de Carlos III, se perfilaba en el horizonte finisecular decimonónico una España posible. De modo lento y perezoso si se quiere, con repetidas recaídas en los viejos vicios y pese a todas sus debilidades y deficiencias, hacia fines del Siglo XIX, la monarquía parlamentaria daba pasos hacia su consolidación.

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