El pronunciamiento del general Martínez Campos, en Diciembre de 1874, significó la restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII, el hijo de Isabel II. El nuevo sistema político fue configurado por Antonio Cánovas del Castillo, que asumíó la regencia hasta que el rey llegó a España en Enero de 1875. El sistema político de la Restauración tenía un carácter conservador y se asentaba sobre un sistema parlamentario liberal, pero escasamente democrático. El Golpe de Estado fue recibido con satisfacción por los grupos conservadores, atemorizados por la radicalización del Sexenio y por la irrupción del obrerismo, con la esperanza de que la monarquía devolvería la estabilidad política, económica y social. Además, el nuevo régimen pretendía superar algunos de los problemas endémicos del liberalismo precedente: el carácter partidista y excluyente de los moderados durante el reinado de Isabel II y acabar con el intervencionismo de los militares en la vida política y establecer la supremacía del poder civil. Las bases del nuevo sistema quedaron fijadas en la Constitución de 1876, de carácter moderado e inspirada, en parte, en la de 1845. Se trataba de una Constitución en la que la defensa de los valores tradicionales (familia, religión propiedad) fuese compatible con la incorporación, a medio plazo, de algunos de los principios democráticos de 1868. Con la ley electoral de 1878 se restablecíó el sufragio restringido. El modelo ideal de parlamentarismo era, para Cánovas, el británico. Se basaba en la existencia de dos grandes partidos que aceptaran turnarse en el poder, con el fin de evitar la atomización parlamentaria y garantizar las mayorías. Ambos debían pasar a la oposición si perdían la confianza del rey y del Parlamento, y respetar la obra legislativa de sus antecesores. El sistema se basaba en la existencia de dos grandes partidos, el conservador y el liberal. Ambos partidos defendían la monarquía, la Constitución, la propiedad privada y la consolidación del Estado liberal, unitario y centralista. La extracción social de las fuerzas de ambos partidos era bastante homogénea y se nutría de las élites económicas y de la clase media acomodada, aunque era mayor el número de terratenientes entre los conservadores y el de profesionales entre los liberales. El Partido Conservador se organizó alrededor de Antonio Cánovas del Castillo y aglutinó a los sectores más conservadores y tradicionales de la sociedad. El Partido Liberal tenía como principal dirigente a Práxedes Mateo Sagasta y reuníó a antiguos progresistas, unionistas y algunos ex republicanos moderados. En cuanto a su actuación política, las diferencias eran mínimas. Los conservadores se mostraban más proclives al inmovilismo político y a la defensa de la Iglesia y del orden social,
mientras los liberales estaban más inclinados a un reformismo de carácter más progresista y laico. Pero en la práctica, la actuación de ambos partidos en el poder no difería mucho, al existir un acuerdo tácito de no promulgar nunca una ley que forzase al otro partido a derogarla cuando regresase al gobierno. Pero el modelo teórico no se correspondíó con la práctica política. El funcionamiento constitucional fue adulterado conscientemente por sus propios defensores ya desde las primeras elecciones. Los gobiernos no cambiaban porque tuvieran o no el apoyo de las cortes, sino cuando un partido experimentaba el desgaste de su gestión o cuando los líderes políticos consideraban necesario un relevo en el ejercicio del poder. Entonces se sugería a la Corona el nombramiento de un nuevo gobierno. El nuevo presidente era siempre el líder del partido hasta entonces en la oposición, y recibía junto con su nombramiento el decreto de disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones. Entonces, actuaba su recién nombrado ministro de Gobernación, que “fabricaba” los resultados electorales desde el llamado encasillado del Ministerio, adjudicando los escaños a partidarios o adversarios en función de los acuerdos que se pactaban con la oposición. A continuación, se procedía a manipular las elecciones a través de una extensa red de caciques y autoridades repartidas por todo el país. Dado el analfabetismo generalizado y el control que los caciques y notables ejercían sobre los pueblos, conseguir el resultado pactado era sencillo, y de esta forma se obténía una amplia mayoría para el partido gobernante que podía actuar así sin dificultad. El sistema de la Restauración marginó de la vida política al resto de partidos: los republicanos (divididos en radicales, unitarios y federales), el carlismo, los nacionalistas y los socialistas. La ley electoral de 1890 introdujo el sufragio universal masculino, pero en la práctica no alteró sustancialmente el funcionamiento del sistema, ya que la existencia de los mecanismos creados por el sistema para el control electoral hizo imposible que la universalización del sufragio permitiese la democratización del sistema. Entre 1876 y 1898, de todas las elecciones realizadas, seis fueron ganadas por los conservadores y cuatro por los liberales. El turno dinástico funciónó con toda regularidad hasta 1898, cuando el impacto de la crisis erosiónó a los políticos y a los partidos dinásticos. Por primera vez, a principios del nuevo siglo, en algunas grandes ciudades (Barcelona, Valencia, Bilbao…) las fuerzas de la oposición se convirtieron en hegemónicas, rompiendo el monopolio de los partidos dinásticos. Pero el turno, aunque desprestigiado por las discrepancias internas y sin la fuerza de antaño, sobrevivíó durante el reinado de Alfonso XIII, hasta el golpe de Primo de Rivera en 1923.