En 1879 se produjo un nuevo conato de insurrección contra la presencia de los españoles en la isla, que dio lugar a la llamada Guerra Chiquita. La sublevación fue derrotada al año siguiente por la falta de apoyos, la escasez de armamento y la superioridad del ejército español. El 24 de febrero de 1895 el Grito de Baire dio inicio a un levantamiento generalizado. La rebelión comenzó en el este de la isla, en Santiago de Cuba, pero se extendió rápidamente a la zona occidental (La Habana). Cánovas envió un ejército al mando del general Martínez Campos, que entendía que la pacificación de la isla requería una fuerte acción militar que debía acompañarse de un esfuerzo político de conciliación con los sublevados.
Martínez Campos no consiguió controlar militarmente la rebelión, fue sustituido por el general Valeriano Weyler, que cambió los métodos de lucha e inició una férrea represión. Para evitar que los insurrectos aumentasen sus adeptos en el mundo rural, organizó las concentraciones de campesinos, a los que se obligaba a cambiar de asentamiento recluyéndolos en determinados pueblos sin posibilidad de contacto con los combatientes. Weyler trató muy duramente a los rebeldes.
En el plano militar, la guerra no era favorable a los soldados españoles, ya que se desarrollaba en plena selva, la manigua, y contra unas fuerzas muy extendidas en el territorio, que se concentraban y dispersaban muy rápidamente. Los soldados españoles no estaban entrenados para hacer frente a una guerra de este tipo. El mal aprovisionamiento, la falta de pertrechos y las enfermedades tropicales causaron gran mortandad entre las tropas, haciendo de la victoria final un objetivo cada vez más difícil de alcanzar.
En 1897, tras el asesinato de Canovas y conscientes del fracaso de la vía represiva propiciada por Weyler, el nuevo gobierno liberal lo destituyó y encargó el mando al general Blanco. Además, inició una estrategia de conciliación con la esperanza de pactar una fórmula que mantuviera la soberanía española en la isla y evitase el conflicto con Estados Unidos. Para ello decretó la autonomía de Cuba, el sufragio universal masculino, la igualdad de derechos entre insulares y peninsulares y la autonomía arancelaria. Pero las reformas llegaron demasiado tarde: los independentistas que contaban con el apoyo de los Estados Unidos se negaron a aceptar el fin de las hostilidades.
Paralelamente al conflicto cubano, en 1896 se produjo una rebelión en las Islas Filipinas. La colonia del Pacífico había recibido una escasa inmigración española y contaba con una débil presencia militar, reforzada por un importante contingente de misioneros de las principales órdenes religiosas. Los intereses económicos españoles eran mucho menores que en Cuba, pero se mantenían por su producción de tabaco y por ser una puerta de intercambios comerciales con el continente asiático.
El independentismo fraguó en la formación de la Liga Filipina, fundada por José Rizal en 1892, y en la organización clandestina Katipunan. Ambas tuvieron el apoyo de una facción de la burguesía mestiza hispanoparlante y de grupos indígenas. La insurrección se extendió y el capitán general Camilo García Polavieja llevó a cabo una política represiva, condenando a muerte a Rizal a finales de 1896. El nuevo gobierno liberal español de 1897 nombró capitán general a Fernando Primo de Rivera, que promovió una negociación indirecta con los principales jefes de la insurrección, dando como resultado una pacificación momentánea del archipiélago.
1. La intervención de Estados Unidos
Estados Unidos había fijado su área de expansión inicial en la región del Caribe. El interés de Estados Unidos por Cuba había llevado a realizar diferentes proposiciones de compra de la isla, que España siempre había rechazado. El compromiso norteamericano con la causa cubana se evidenció a partir de 1895, cuando el presidente McKinley mostró abiertamente su apoyo a los insurrectos.
La ocasión para intervenir en la guerra la dio el incidente del acorazado estadounidense Maine, que estalló en el puerto de La Habana en abril de 1898. Estados Unidos culpó falsamente del hecho a agentes españoles y envió a España un ultimátum en el que se le exigía la retirada de Cuba. El gobierno español negó cualquier vinculación con el Maine y rechazó el ultimátum. Los dirigentes políticos españoles eran conscientes de la inferioridad militar española, pero consideraban humillante la aceptación del ultimátum. Comenzaba así la guerra hispano-norteamericana.
Una escuadra mandada por el almirante Cervera partió hacia Cuba, pero fue rápidamente derrotada en la batalla de Santiago. Estados Unidos derrotó igualmente otra escuadra española en Filipinas, en la batalla de Cavite. En diciembre de 1898 se firmó la Paz de París por la cual España se comprometía a abandonar Cuba, consiguiendo esta su independencia, Puerto Rico y Filipinas, que pasaron a ser un protectorado norteamericano. El ejército español regresó vencido y en condiciones lamentables, mientras muchos españoles se preparaban para evacuar la isla y repatriar sus intereses.
2. Las consecuencias del desastre del 98
La derrota y la consiguiente pérdida de las colonias fueron conocidas en España como el “desastre del 98”. Aunque la crisis del sistema político y, en parte, de la sociedad y cultura españolas, ya estaba anunciada, el desastre se convirtió en símbolo de la primera gran crisis del sistema político de la Restauración.
4.1. Una crisis política y moral
A pesar de la envergadura de la crisis de 1898 y de su significado simbólico, sus repercusiones fueron menores de lo esperado. La crisis económica fue mucho menor. La necesidad de hacer frente a las deudas contraídas por la guerra cubana promovió una reforma de la Hacienda, llevada a cabo por el ministro Fernández Villaverde con la finalidad de incrementar la recaudación a partir de un aumento de la presión fiscal.
La crisis política tampoco fue grave ya que el sistema de la Restauración sobrevivió, asegurando la continuidad del turno dinástico. Sin embargo, algunos de los nuevos gobernantes intentaron aplicar a la política las ideas del regeneracionismo, una corriente muy crítica con el sistema político y la cultura españolas. La crisis política estimuló el crecimiento de los movimientos nacionalistas sobre todo el vasco y el catalán.
De este modo, la crisis del 98 fue fundamentalmente una crisis moral e ideológica, que causó un importante impacto psicológico entre la población. La derrota sumió a la sociedad y a la clase política española en un estado de desencanto y frustración porque significó la destrucción del mito del Imperio español y la relegación de España a un papel de potencia secundaria en el contexto internacional. Además la prensa extranjera presentó a España como una “nación moribunda”, con un ejército ineficaz, un sistema político corrupto y unos políticos incompetentes.
4.2. El regeneracionismo
El fracaso de la revolución de 1868 hizo que un grupo de intelectuales progresistas considerara que se había perdido una gran oportunidad para modernizar el país. Este era el sentimiento de un grupo de intelectuales reunidos en la Institución Libre de Enseñanza, creada en 1876. Esta tenía en sus filas a intelectuales de la talla de Francisco Giner de los Ríos y estaba profundamente influida por el Krausismo, fue una gran impulsora de la reforma de la educación en España.
Algunos intelectuales formados en la Institución Libre de Enseñanza consideraban que la sociedad y la política españolas no favorecían ni la modernización de la cultura ni el desarrollo de la ciencia. Esta corriente acabó conociéndose como regeneracionismo. Su mayor exponente fue el aragonés Joaquín Costa.
La crisis de 1898 agudizó la crítica regeneracionista, que sostenía que existía una especie de “degeneración” de lo español y que era precisa la regeneración del país. Los regeneracionistas defendían la necesidad de mejorar la situación del campo español y de elevar el nivel educativo y cultural del país, el lema que refleja todo esto: “escuela y despensa”.
Asimismo, un grupo de literatos y pensadores, conocidos como la Generación del 98, intentaron analizar el “problema de España” en un sentido muy crítico y en tono pesimista. Pensaban que había llegado el momento de una regeneración moral, social y cultural del país.
4.3. El fin de una época
El desastre de 1898 significó la aparición de una nueva generación de políticos, intelectuales, científicos, activistas sociales y empresarios, que empezaron a actuar en el nuevo reinado de Alfonso XIII. Sin embargo, la política reformista de tono regeneracionista que intentaron aplicar los nuevos gobiernos tras la crisis del 98 no llevó a cabo las profundas reformas anunciadas, sino que se limitó a dejar que el sistema siguiese funcionando.
La derrota militar tuvo también consecuencias en el ejército, acusado de tener gran responsabilidad en el desastre. Una parte de los militares se inclinó hacia posturas más autoritarias e intransigentes, atribuyendo la derrota a la ineficacia y la corrupción de los políticos. En el seno del ejército fue tomando cuerpo un sentimiento corporativo y el convencimiento de que los militares debían tener una mayor presencia y protagonismo en la vida política del país. Esta injerencia fue aumentando en las primeras décadas del siglo XX y culminó en el golpe de Estado de Primo de Rivera, en 1923, que inauguró una dictadura de siete años, y en el protagonizado por el general Franco en 1936, que provocó una guerra civil y sumió a España en una dictadura militar de casi cuarenta años.