Desde el principio de la revolución, en 1792, los franceses habían encontrado una considerable resistencia dentro de los países ocupados, en los que surgían movimientos de protesta y de independencia. Uno de los principales movimientos de resistencia contra el invasor fue el nacionalismo antifrancés, donde se mezclaban sectores sociales, tanto conservadores como liberales. Los primeros eran celosos de sus instituciones, costumbres, devenir histórico, etc.; y los segundos, partidarios de una mayor autodeterminación, de una mayor participación en el Gobierno y en sus instituciones. No en vano, esta corriente ideológica apareció en diferentes países y es manifiesto de diversas formas.
En Alemania el movimiento nacional tuvo gran fuerza. Los germanos se rebelaron contra Napoleón, contra la cultura francesa y contra la filosofía de los franceses, que era la Ilustración. Así, los años de la Revolución francesa y de Napoleón fueron, en Alemania, los del desarrollo de un movimiento conocido como Romanticismo, enfrentado a la razón.
El despertar nacional de Alemania cobró así gran fuerza desde 1800. Por estos años el filósofo Fichte pronunció sus Discursos a la nación alemana, afirmando la existencia de un poderoso espíritu alemán y definiendo el sentimiento nacionalista al establecer el principio de nación: «Existen -decía- unos signos externos que identifican a todos los pueblos: la raza, la lengua y la cultura».
ROMANTICISMO
Aparecida en Alemania alrededor de 1800, esta corriente de pensamiento se extendió por toda Europa durante la primera mitad del siglo XIX como reacción contra la filosofía de la Ilustración.
Más que un movimiento político, el Romanticismo representaba un nuevo modo de sentir todo el devenir humano, al preocuparse por cuestiones sociales y públicas. Exalta la libertad individual en las artes igual que el liberalismo lo hacía en economía y en política. Así, el auge de los negocios, de la burguesía liberal y el ascenso de esta a la vida política coincidieron con el gusto por la estética romántica.
Románticos fueron tanto conservadores como liberales. Compartían la misma sensibilidad intelectual y artística ya que, frente a la razón, el equilibrio y el orden, los románticos exaltaban los valores contrarios: la pasión, la fantasía, el sentimiento desbordado y el nacionalismo como movimiento político.
LIBERALISMO
En 1808, durante la guerra de la Independencia contra Napoleón, los españoles fueron los primeros en llamarse liberales. Más tarde, en 1814, el liberalismo llegó a Francia, donde significó oposición a la restauración absolutista. En Inglaterra, igualmente, muchos parlamentarios se iban haciendo liberales hasta que, en 1850, se fundó el partido liberal. Era liberal todo aquel que había desarrollado una profesión, negocio o aspiraba a mejorar sus propiedades territoriales. Defendían la libertad de imprenta y de reunión, pero no eran demócratas, pues abogaban por el sufragio censitario, por desconfiar del «populacho». Creían en la libertad y en los derechos del ser humano, pero insistiendo en el derecho de propiedad. Además, eran partidarios de la monarquía constitucional como forma de gobierno ideal.
La revolución liberal de 1820
En 1820, los liberales no encontraron otra alternativa para defender sus ideas que acudir a la lucha revolucionaria.
Así, en los países mediterráneos la iniciativa fue tomada por sectores liberales del ejército y la lucha se presentó como un pronunciamiento, por el que una unidad militar se rebelaba contra el sistema político vigente con el apoyo de las masas urbanas como factor imprescindible para su éxito.
España
La primera revolución liberal de este tipo se inició en España en 1820. De este modo, el ejemplo español fue continuado en Nápoles, Sicilia, Piamonte y Portugal. España ya había conocido una experiencia constitucional en 1812; por eso, estos países adoptaron y promulgaron como ley fundamental la Constitución de Cádiz. El último eco de esta oleada revolucionaria fue el de los decembristas rusos, un destacamento de oficiales que intentó un golpe de Estado tras la muerte del zar Alejandro I.
En enero de 1820, el comandante Riego y el general Quiroga se sublevaron en Las Cabezas de San Juan -Sevilla-, cuando sus tropas iban a sofocar la insurrección de las colonias en la América española. Fueron apoyados por el pueblo y restablecieron la Constitución liberal de 1812, así como todos los órganos constitucionales. Fernando VII se vio obligado, entonces, a jurar la Constitución y convertirse en rey del nuevo gobierno liberal. El Trienio Liberal, como se llamó a este breve período de gobierno, supuso la restitución de medidas liberales como la abolición de la Inquisición o la libertad de imprenta.
La independencia de Grecia
Grecia formaba parte del Imperio turco-otomano junto con otros pueblos de los Balcanes. Sin embargo, desde finales del siglo XVI empezaron a surgir núcleos de resistencia -Serbia consiguió en 1815 una autonomía relativa- que ya a principios del siglo XIX se tornaron en fuerte sentimiento nacionalista. Así, en Grecia, la burguesía protagonizó un movimiento de independencia, culminado en el levantamiento popular de 1821, que contó con el apoyo ambicioso de Rusia, Austria-Hungría y Gran Bretaña, interesadas todas ellas en el debilitamiento del Imperio turco para abrirse rutas comerciales por este extremo del Mediterráneo.
La influencia de las ideas liberales también se manifestó en la propagación de sociedades secretas -heterías- y en el apoyo de los intelectuales liberales europeos como Delacroix o Lord Byron. La proclamación de independencia de Grecia, en el Congreso de Epidauro de 1821, fue el principio de una acción revolucionaria que culminaría con la firma del Tratado de Adrianópolis en 1829.
En 1826, un acuerdo entre Inglaterra y Rusia al que se adhirió Francia, junto a la neutralidad austríaca y prusiana, había supuesto el respaldo definitivo a la independencia griega. Así, el Tratado de Adrianópolis concedió a los helenos una autonomía, que se transformaría posteriormente en independencia mediante la Convención de Londres en 1830.
La revolución de 1830
Esta nueva oleada revolucionaria, con epicentro en Francia, aunque luego se extendió por Bélgica, fue de tipo liberal-nacionalista y estuvo dirigida por la burguesía. En ambos países triunfó la revolución, pero en los estados de la Confederación Germánica, Polonia y el norte de Italia, el levantamiento revolucionario fue duramente reprimido.
La independencia de Bélgica
La unión de Bélgica y Holanda en una única nación -los Países Bajos- decidida en el Congreso de Viena en 1815 para crear un estado tapón frente al expansionismo francés, no fue aceptada por Bélgica. Esta contaba con una próspera y rica burguesía de negocios que tomaría las riendas de la revolución contra su enemiga Holanda, diferente, entre otras cosas, en religión y lengua.
Las jornadas revolucionarias de Francia sirvieron de estímulo al nacionalismo de la población belga, que, irritada por el dominio holandés, hizo estallar la revolución el 25 de agosto de 1830, aunque en esta ocasión la burguesía se situó al lado de las autoridades. El levantamiento de la nación belga ante la represión militar aunó a la burguesía y a las clases populares, que se lanzaron contra los holandeses. Más tarde, en octubre, una junta de defensa declaró la independencia de Bélgica y solicitó la ayuda de Francia. Como consecuencia, el Parlamento, en representación de la nación, elegía a Leopoldo de Sajonia-Coburgo como soberano. La Constitución belga de 1831, desde entonces modelo de constitucionalismo liberal, declaró la soberanía nacional, un parlamento bicameral, elegido soberanamente, la independencia judicial y los derechos del ciudadano.
La unificación alemana
Desde 1815 -año fundamental por la celebración del Congreso de Viena-, Alemania formaba parte, a disgusto de los nacionalistas del país, de la Confederación Germánica, que aglutinaba treinta y nueve Estados, sometidos a la influencia de Prusia en el norte y del Imperio austríaco en el sur.
La Revolución de 1848 también quedó frustrada en los Estados alemanes. Allí, los nacionalistas liberales se rebelaron frente a los príncipes, pero el ejército acabó sofocando la insurrección.
Así, la primera fase hacia la unificación discurrió entre 1815 y 1848, período en que el Congreso de Viena reorganizó la Confederación.
La Revolución de febrero en Francia: del Segundo Imperio a la Tercera República
El estallido revolucionario se inició en Francia en febrero de 1848. Mientras la monarquía de Luis Felipe de Orleans favorecía a la alta burguesía, la clase media aspiraba a medidas más liberalizadoras -como el sufragio universal- en un clima de corrupción política y recorte de libertades.
La situación se había hecho insostenible a partir de 1845 por la época de crisis -agrícola, industrial y bursátil-. En tres jornadas de febrero, la clase media se manifestó en París y consiguió la abdicación de Luis Felipe de Orleans, proclamándose la II República. Un gobierno provisional, compuesto por los liberales más avanzados y el partido demócrata radical, se apresuró a la convocatoria de una asamblea nacional constituyente mediante elección por sufragio universal. El Estado francés se convertía así en una democracia -extensión de las libertades y participación de todos los ciudadanos-. En el nuevo Estado se habían aliado clase media y proletariado con representantes socialistas.
La clase media, ante las peticiones de igualdad social de los trabajadores, se alarmó considerando que peligraba la propiedad privada y, por ello, volvió a aliarse con los sectores de la burguesía más conservadora. Aunque con sufragio universal y libertad política, se volvió a una gestión burguesa conservadora. Así, Luis Napoleón Bonaparte se convirtió en presidente de la República Francesa. Más tarde, en 1851, dio un golpe de estado proclamando una monarquía autoritaria -Segundo Imperio (1852-1870)- y pasando a ser designado como Napoleón III.
Los nacionalismos. Las unificaciones de Italia y Alemania
El nacionalismo como doctrina política fue el movimiento que reivindicaba un Estado propio para cada nación, convirtiéndose, durante la primera mitad del siglo XIX y después de 1850, en protagonista ideológico junto con el liberalismo y el socialismo.
Hemos visto cómo un mismo programa político puede producir distintas consecuencias, es decir, tiene efecto aglutinador, cuando forma naciones de Estados dispersos, caso de Alemania e Italia, o disgregador, el caso del Imperio austríaco, donde la diversidad de pueblos acabó arruinando la construcción política del Imperio para dar origen a nuevos países. Igual sucederá en el Imperio turco, del que Grecia fue el primer Estado en escindirse.
Entre 1850 y 1870, el nacionalismo europeo dio forma a los Estados unificados de Italia y Alemania. En los dos casos hay similitudes y diferencias, y en ambos se produjeron levantamientos populares y democráticos a la manera de los sucesos de 1848.
Los protagonistas de la unificación fueron ávidos políticos con un alto sentido de lo práctico, es decir, sacaron todo el partido posible a las estrategias diplomáticas y militares. Temerosos de los excesos de la democracia y de las reformas sociales, desconfiaron de la lucha en barricadas y en sus acciones se dejó poca iniciativa a la sorpresa, con un gran sentido del pragmatismo.
La unificación de Italia
Situación de Italia antes de la unificación
Hacia 1815, Italia estaba formada por media docena de Estados de cierta magnitud, junto a otros, de menor tamaño, reorganizados en el Congreso de Viena. Una potencia dominante extranjera, Austria, hizo entonces su aparición en los asuntos de la península.
La Revolución de 1848 quedó frustrada en Italia, y la esperanza de regímenes constitucionales, aplastada por los ejércitos austríacos. Así, el ideal nacionalista italiano se expresó desde 1815 a 1848 en tres ámbitos: literario, político y económico, siempre con una actitud de oposición a Austria.
- Poetas, novelistas y músicos ensalzaban la idea de la patria italiana –Nabucco, de Verdi, por ejemplo-, y en ellos predominaba un sentimiento nostálgico y romántico.
- En el plano político, existieron tres modelos de Estado nacional: desde los neogüelfos -como el Abate Gioberti- que pretendían formar una nación alrededor del Papa, hasta los ideales republicanos de Mazzini, que predicaba la insurrección popular contra los soberanos y el establecimiento de la república, pasando por las posturas moderadas de Balbo, D’Azeglio y Cavour, que vislumbraban la culminación de la unidad italiana en torno a Piamonte -en 1847, el periódico Il Risorgimiento realizó una intensa campaña de captación nacionalista-.
- En el ámbito económico, los comerciantes y fabricantes de los Estados del norte, fortalecidos con el crecimiento industrial, veían en la unidad política una oportunidad para enriquecerse.
Todos estos movimientos tendentes a la unificación italiana recibieron el nombre de Risorgimento o resurgimiento. El siguiente paso se centraba en hallar la manera de organizar la unificación del país.
Fases de la unificación
Después de las revoluciones de 1848, los Estados que formaban Italia seguían fragmentados políticamente y algunos de ellos -Lombardía y el Véneto- bajo el dominio de Austria. En todos ellos las ideas de nación y libertad permanecían en la clandestinidad alimentados por las sociedades secretas.
Sin embargo, hacia 1849, desde el Reino de Piamonte-Cerdeña, se comenzó a defender con ahínco la necesidad de un Estado fuerte y, sobre todo, unido. El político y estadista Cavour sería el protagonista de una estrategia realista para conseguir la unificación. Para conseguir este gran objetivo tuvieron que resolverse tres problemas fundamentales: la presencia austríaca en el norte, la cuestión romana en el centro -los Estados pontificios se resistían a ser absorbidos en la unificación de Italia- y los Borbones en el sur.
En 1859 Cavour buscó el apoyo de la Francia de Napoleón III y consiguió las victorias de Magenta y Solferino en la guerra contra Austria. Lombardía fue anexionada pero Austria no fue expulsada del norte. Napoleón III temía un desenlace antifrancés y firmó un acuerdo separado con Austria -paz de Villafranca-. Seguidamente, buena parte de los territorios del centro como Parma, Módena, Toscana y la Romaña pidieron su anexión al Piamonte. La caída del Reino de las dos Sicilias fue obra de Giuseppe Garibaldi (1807-1882), romántico y aventurero que en 1860 encabezó la expedición de los Mille. Esta marcha acudió en auxilio de los revolucionarios sicilianos, cruzó el estrecho y acabó con la monarquía absoluta de Nápoles. Garibaldi se proclamó entonces dictador del Reino de las dos Sicilias.