La política exterior de Felipe II (1556-1598)
Entre 1556 y 1559 tuvo lugar la guerra entre Felipe II, Enrique II y Pablo IV: el conflicto con Francia. Su motivo fue, una vez más, la hegemonía española en Italia. El Papa quería expulsar a los españoles de ella, y se alió con Francia, conduciendo a Enrique II a la guerra. Las operaciones militares se desarrollaron en Italia y en la frontera francesa del norte. El ejército papal invadió Nápoles y los tercios del Duque de Alba invadieron los estados pontificios, llegando nuevamente a las Puertas de Roma como ocurrió en 1527, pero en esta ocasión no se repitió el saqueo. El papa firmó finalmente la paz, y en la frontera francesa del norte los ejércitos de Enrique II fueron derrotados en dos batallas, la de San Quintín y la de Gravelinas. En 1559 se terminó firmando la Paz de Cateau-Cambresis, que básicamente consistió en ratificar la hegemonía española en Italia. Francia renunciaba en ella a sus aspiraciones italianas por el momento, devolvía los territorios de Saboya y Piamonte y conservaba las ciudades imperiales de Metz, Toul, Verdún.
El siguiente problema grave del reinado fue el conflicto con el Imperio Turco. En el año 1570 los turcos conquistaron la Isla de Chipre, que pertenecía a Venecia, y que económicamente era una posesión muy valiosa. Su valor económico se debía principalmente a las salinas (producto importantísimo en la Edad Moderna) y a la producción de vino y algodón. Venecia siempre había mantenido buenas relaciones con los turcos, porque de ello dependía que tuviese abiertas las rutas comerciales de Oriente, pero cuando los turcos conquistaron Chipre Venecia comenzó a buscar aliados entre los estados cristianos para emprender una guerra a gran escala contra el Imperio Otomano. Gracias a la iniciativa del Papa Pío V se formó la “Liga Santa”, en la que participaron Venecia, España y los Estados Pontificios. Se reunió entonces una flota muy considerable (entre 200-300 naves y 40000-50000 hombres), aportando España la mitad de sus efectivos tanto en naves como hombres. Por ello Felipe II pudo designar al almirante de la flota, y tal fue Juan de Austria, su hermanastro. Los efectivos turcos no eran menos, pero en 1571 ambos se enfrentaron en el Golfo de Lepanto, sufriendo los turcos una derrota muy severa, pero no decisiva, porque la armada turca se rehizo en apenas un año. La “Santa Liga” se deshizo, sin embargo, en seguida, porque sus miembros tenían intereses muy diferentes. Después de Lepanto, en 1578, se firmaron las “Treguas Hispano-Turcas”, que serían renovadas periódicamente.
Se firmaron por exigencias políticas, porque el Imperio Turco debía hacer frente a un enemigo muy poderoso, como era el Imperio Persa, y Felipe II debía, por su parte, enfrentarse a la sublevación de los Países Bajos, que tuvo lugar en 1568, año que fue para el rey muy difícil, porque en él murieron el príncipe Carlos e Isabel de Valois, y también se sublevaron entonces los moriscos de Granada. Los Países Bajos consistían en diecisiete provincias, y eran una zona económicamente muy avanzada, con un nivel de vida alto, y desde el punto de vista estratégico tenían para Felipe II una importancia extraordinaria. En la sublevación de este territorio se entremezclaron como causa factores religiosos, políticos y económicos. El luteranismo y el anabaptismo penetraron muy pronto allí, pero Carlos V consiguió reprimirlos y erradicarlos con una dureza muy firme, que nada tendría que envidiar a la que demostraría su hijo al tratar con herejes. Después de aquellos movimientos, empezaron a difundirse allí los calvinistas, que comenzaron a dominar los gremios y los gobiernos municipales.
Felipe II había dejado al mando de los Países Bajos a su hermanastra Margarita de Parma, hija extraconyugal de Carlos V, que estaba asesorada por un Consejo de Estado. En él, estaba representada la nobleza de los Países Bajos con personajes tan importantes en aquella zona como Guillermo de Orange o los Condes de Egmont y de Horn. El personaje más influyente del consejo era el Cardenal Granvela, con quien la gobernadora tenía órdenes de consultar todas las cuestiones políticas importantes. Eso significaba que el consejo de estado perdía influencia política, y los nobles de los Países Bajos en consecuencia quedaban marginados, siendo en realidad Felipe II el que estaba tomando todas las decisiones a través del cardenal. Entonces la misma nobleza comenzó a protestar contra este personaje, y consiguió que Felipe II lo destituyera, pero todo se complicó. Llegó entonces la orden de aplicar los decretos del Concilio de Trento, y eso significaba una nueva organización eclesiástica, un mayor rigor inquisitorial y por supuesto renovar los edictos contra los protestantes. Entonces varios nobles se aliaron con los calvinistas para pedir al rey que mitigara o moderara su política religiosa y también para requerirle que la Inquisición cesara en sus actividades. Así se unieron las oposiciones políticas y religiosas, y en esas circunstancias intervinieron también los factores económicos. Hubo entonces malas cosechas, los precios de los cereales subieron y también se dieron problemas comerciales con Inglaterra y el Báltico. Eso supuso que la exportación pañera de los Países Bajos sufriese un duro golpe, y que además no pudieran importar trigo del norte. El hambre provocó violentas revueltas populares en varias ciudades, en las que participaron calvinistas, asaltando iglesias y conventos. Entonces Felipe II decidió acabar con la situación y envió un ejército al mando del Duque de Alba.
Margarita de Parma presentó su dimisión, y el duque fue nombrado Gobernador General de los Países Bajos. Su política ha sido muy debatida y discutida; la verdad es que era un militar destacado pero no un diplomático, y llevaba órdenes de reprimir la revuelta. Dejó un recuerdo lamentable de su gobierno en la sociedad flamenca, pues la represión que llevó a cabo fue sangrienta. Entre otras cosas, creó el “Tribunal de los Tumultos”, para juzgar a los opositores políticos y religiosos. Unas mil personas fueron sentenciadas a muerte y entre ellas figuraban Egmont (de cuyo sacrificio surgiría el drama de Goethe y la gloriosa música beethoveniana), y Horn. Guillermo de Orange consiguió salvar la vida porque huyó a Alemania. Además, el Duque de Alba, para financiar las tropas, creó impuestos nuevos que recayeron sobre las actividades comerciales y sobre las propiedades inmuebles. Guillermo de Orange invadiría luego los Países Bajos con un ejército recluido en Alemania, pero fue derrotado. A pesar de ello, se considera que fue ese el momento en el que comenzó la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648). Como el Duque de Alba no consiguió su propósito (unificar los Países Bajos), y la rebelión se extendía, se envió a otro gobernador, que fue Luis de Requesens; su política fue moderada pero tampoco consiguió solucionar la cuestión. Cuando murió en 1576, los tercios, que llevaban mucho tiempo sin cobrar, y que se habían quedado sin jefe, saquearon Amberes. Las tropas destruyeron unas mil casas y mataron a ocho mil personas. Amberes no se recuperó de aquél desastre, y fue el comienzo de la decadencia de la ciudad, que sería sustituida por Ámsterdam.
El siguiente gobernador fue Juan de Austria, pero tampoco consiguió arreglar aquél embrollo. Le sucedió en el cargo Alejandro Farnesio, que era un militar excepcional y un diplomático extraordinariamente hábil. En el conflicto de los Países Bajos resulta que, en las provincias del norte, donde la población era mayoritariamente calvinista, la sublevación había sido generalizada, pero en las provincias del sur, donde la población en su mayoría era católica, la sublevación no había sido completa. Lo que hizo Farnesio, sobrino de Felipe II e hijo de Margarita de Parma, fue aprovechar precisamente esa división, y consiguió, por la Unión de Arrás, que las provincias del sur reconociesen la soberanía de Felipe II y la religión católica. Esta unión fue el origen de la actual Bélgica. Las provincias del norte se confederaron en la Unión de Utrecht, declarándose independientes. Ese fue el momento en que se constituyeron las Provincias Unidas que serían el origen de la actual Holanda. Como el conflicto, a pesar de todo, continuaba, Felipe II decidió entregar los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia, esposa del archiduque Alberto de Austria, como dote. Esta parecía la solución perfecta, porque así se reconocía la personalidad política de los Países Bajos y se introducía a la rama austríaca de la familia en el conflicto, liberándose Castilla del problema. De todas formas, España debió seguir aportando soldados y dineros, de los cuales el anterior conflicto había consumido muchos. En la cesión de los Países Bajos había una cláusula: si los archiduques no tenían descendencia, volverían a España, cosa que ocurrió en 1621. Así comenzó de nuevo la guerra, y en 1648, cuando se firmó el conjunto de las Paces de Westfalia, España en el Tratado de Münster reconocía la independencia de Holanda, pero adquirió las zonas del sur, perdidas finalmente en el Tratado de Utrecht, ya en la Guerra de Sucesión.
La anexión de Portugal
En 1578 murió el rey Sebastián de Portugal en la batalla de Alcazarquivir; era sobrino de Felipe II, y emprendió una cruzada contra el reino de Marruecos con la intención de conquistarlo y de convertir a su población al cristianismo. La empresa era un disparate y el ejército portugués no estaba preparado para una guerra, y por todo ello en la batalla mencionada las tropas fueron derrotadas y murió el propio rey en la refriega, sin descendencia. Le sucedió su tío abuelo el Cardenal Enrique, un hombre anciano y enfermo que también falleció sin hijos, quedando así vacante el trono de Portugal. Hasta que se encontrara un sucesor, un consejo de regencia se hizo cargo del gobierno. Había varios candidatos, con sus respectivos derechos dinásticos, entre los que estaban la duquesa de Braganza, Felipe II y Antonio de Crato: tres que descendían todos del rey Manuel I el Afortunado. Felipe II se las arregló para que la duquesa retirara su candidatura, y los derechos de Antonio de Crato eran muy discutibles, porque era hijo ilegítimo de un infante portugués, y su padre nunca lo legitimó. De este modo, para Felipe II sus derechos para el trono eran los más directos. Dentro contaba con el apoyo de la nobleza, porque después del desastre de Alcazarquivir necesitaba dinero español para rescatar a sus familiares, prisioneros en Marruecos. También lo apoyaban porque la regencia sin rey estaba dando pie a alteraciones y motines populares, por lo que necesitaban un fuerte soberano que encauzara la situación. La burguesía mercantil también apoyaba a Felipe II, porque quería participar en el comercio de las colonias españolas en América de una manera mucho más activa, obteniendo con ello la plata que necesitaba para financiar su comercio asiático. También quería la protección del rey de las Españas para que frenara los ataques que los holandeses y los ingleses dirigían contra su propio imperio colonial.
Pero los sectores populares tenían una larguísima tradición anticastellana, y apoyaron a Antonio de Crato, que también era muy popular. Felipe II resolvió la cuestión por la vía militar: ordenó a su ejército, al mando del Duque de Alba, que cruzara la frontera con Portugal y que marchara hacia Lisboa. Muy pronto, el país estuvo bajo control español, aunque los partidarios de Antonio de Crato ofrecieron alguna resistencia sin relevancia. En las Cortes de Tomar (1581) se reconoció finalmente a Felipe II como legítimo rey de Portugal, consiguiendo así la unión de las tres coronas peninsulares, la de Aragón, la de Castilla y ésta última: el que fue sueño político de los Reyes Católicos. Además se incorporó entonces a la monarquía española todo el Imperio Colonial portugués, conformando de ese modo un conjunto territorial en el que “no se ponía el sol”. De todos modos, esta última anexión se hizo con una serie de condiciones: Portugal mantuvo todas sus instituciones y sus propias cortes, separadas de las de Castilla y de las de los Reinos Orientales, el sistema fiscal también se mantuvo separado del castellano y del aragonés, y los cargos y oficios públicos tendrían que estar ejercidos por portugueses, siendo también el virrey del país portugués o un miembro de la familia real. Ya en 1640 el país vecino se sublevaría durante el reinado de Felipe IV, y en 1668, con Carlos II, se reconoció oficialmente su independencia bajo la dinastía de los Braganza.
La empresa de Inglaterra (1588)
Las relaciones hispano-inglesas se mantuvieron oficialmente pacíficas hasta 1585. A Felipe II y a Isabel I no les interesaba empezar una guerra abierta: Isabel I debía afianzarse en el trono y conducir la reforma anglicana, y Felipe II necesitaba la amistad o la neutralidad de Inglaterra para mantener el control de los Países Bajos y vigilar a Francia. Pero hubo factores que deterioraron la situación: María Estuardo, reina de Escocia, fue destronada, y desde 1568 vivía en Inglaterra. En torno a ella se fue agrupando la oposición religiosa y política a Isabel I, y hubo varias conspiraciones para destronarla y proclamar así a María Estuardo reina de Inglaterra, participando en ellas algunos embajadores españoles, que fueron expulsados. Isabel I apoyó entonces las operaciones de saqueo de los rebeldes de los Países Bajos. La ruptura final entre las dos monarquías se produjo en 1585, año en que Felipe II ordenó el embargo de los buques ingleses anclados en los puertos españoles, algo que la reina Isabel repitió respecto a los buques españoles anclados en puertos ingleses. Además, envió tropas para apoyar a las Provincias Unidas (holandesas) y una flota al mando de Francis Drake que atacó Vigo y que se dirigió luego hacia el Caribe, atacando Santo Domingo y Cartagena de Indias. Felipe II y sus consejeros empezaron entonces a planear una respuesta apropiada para estas acciones de auténtica guerra, y se adoptó el proyecto de invadir Inglaterra en una operación marítima y terrestre. La flota española saldría de Lisboa, se dirigiría a los Países Bajos (donde recogería al ejército de Alejandro Farnesio) y procedería al desembarco en tierras inglesas.
En 1587 María Estuardo fue juzgada por un tribunal inglés, acusada de traición y condenada a muerte. Después de esto, Felipe II trató de agilizar su empresa, porque si tenía éxito cabía la posibilidad de que su hija, Isabel Clara Eugenia, pudiera llegar a ser reina de Inglaterra. La Gran Armada llegó así al Canal de la Mancha en 1588, donde le esperaba la flota inglesa. Una serie de factores impidieron que Alejandro Farnesio embarcara sus tercios y, en resumen, la invasión se zanjó con un fracaso sin paliativos, porque en el proyecto había una serie de divergencias que se debían haber previsto. A pesar de todo, el prestigio internacional de Felipe II quedó intacto: la Armada se rehízo muy pronto y el poder naval español no quedó mermado ni destruido. En esta ocasión pasó como con Lepanto, pues se exaltó la batalla hasta la saciedad cuando en realidad no tuvo demasiada trascendencia. La victoria inglesa fue muy elevada, y la derrota española fue harto hundida, cosas que en realidad no fueron tanto. El movilizar una empresa de tal envergadura demostró a Europa, con todo, el poder de aquél imperio hispano: aquello costó diez millones de ducados, por lo que los impuestos aumentaron considerablemente, creándose el “impuesto de millones”, aquél que fue el más odiado de la Hacienda castellana. A nivel psicológico fue también muy negativo el hecho.
La intervención en Francia
Felipe II dedicó los últimos años de su vida a las cuestiones francesas, país en el que católicos y hugonotes llevaban enfrentados mucho tiempo en unas sangrientas guerras civiles de religión. En 1589 murió Enrique III, y se extinguió con él la dinastía de los Valois; la sucesión recayó en Enrique de Borbón, que era hugonote, y por ello Felipe II trató de impedir que accediera al trono, ya que se dedicaría si lo lograba a ayudar a los rebeldes de los Países Bajos. Ordenó entonces la invasión de Francia, comenzando otra guerra. En ese momento presentó la candidatura de su hija, Isabel Clara Eugenia, para que fuese reconocida reina de Francia en función de sus derechos dinásticos, ya que era hija suya y de Isabel de Valois, pero en aquél territorio regía la Ley Sálica, que impedía reinar a las mujeres. Además, Enrique de Borbón se convirtió oportunamente al catolicismo y fue reconocido como Enrique IV de Francia, entronizando así a la dinastía de los Borbones. La guerra continuó algunos años hasta que en 1598, poco antes de morir Felipe II, se firmó la Paz de Vervins, por la que España reconocía que Enrique IV era legítimo rey del país. Además ya el rey estaba hastiado y enfermo y deseaba terminar con las pendencias.
La Paz Hispánica
Felipe III sucedió a su padre, y reinó de 1598 a 1621. En Inglaterra había muerto, en 1603, Isabel I, y reinaba Jacobo I Estuardo, también VI rey de Escocia (hijo de María Estuardo), y aceptó el anglicanismo. Con el país se firmó la Paz de Londres en 1604 y se firmó también la Tregua de los Doce Años con Holanda en 1609. De este modo terminaba el enfrentamiento armado que se venía prolongando desde 1568, pero continuó una “guerra subterránea”. Con Francia también se establecieron entonces relaciones amistosas tras la muerte de Enrique IV, que murió asesinado en 1610; su viuda, María de Médicis, era partidaria de llegar a un entendimiento con la Monarquía Hispana, y se efectuaron dos enlaces dinásticos: Luis XIII contrajo matrimonio con Ana de Austria, hija de Felipe III, y el futuro Felipe IV se casó con Isabel de Borbón, hermana de Luis XIII (1612-15). Luego comenzó la Guerra de los Treinta Años (1618), porque en Bohemia se produjo una sublevación contra el futuro emperador Fernando II, conflicto que se extendió por el Imperio Germánico y terminó implicando a toda Europa. Por solidaridad familiar con la rama austríaca fue por lo que Felipe III entró en guerra, y porque con una Alemania hostil la posición en los Países Bajos habría sido insostenible. Indirectamente el conflicto arruinó España, y marcó el lento comienzo de la pérdida de la hegemonía española.
La anexión de Portugal
En 1578 murió el rey Sebastián de Portugal en la batalla de Alcazarquivir; era sobrino de Felipe II, y emprendió una cruzada contra el reino de Marruecos con la intención de conquistarlo y de convertir a su población al cristianismo. La empresa era un disparate y el ejército portugués no estaba preparado para una guerra, y por todo ello en la batalla mencionada las tropas fueron derrotadas y murió el propio rey en la refriega, sin descendencia. Le sucedió su tío abuelo el Cardenal Enrique, un hombre anciano y enfermo que también falleció sin hijos, quedando así vacante el trono de Portugal. Hasta que se encontrara un sucesor, un consejo de regencia se hizo cargo del gobierno. Había varios candidatos, con sus respectivos derechos dinásticos, entre los que estaban la duquesa de Braganza, Felipe II y Antonio de Crato: tres que descendían todos del rey Manuel I el Afortunado. Felipe II se las arregló para que la duquesa retirara su candidatura, y los derechos de Antonio de Crato eran muy discutibles, porque era hijo ilegítimo de un infante portugués, y su padre nunca lo legitimó. De este modo, para Felipe II sus derechos para el trono eran los más directos. Dentro contaba con el apoyo de la nobleza, porque después del desastre de Alcazarquivir necesitaba dinero español para rescatar a sus familiares, prisioneros en Marruecos. También lo apoyaban porque la regencia sin rey estaba dando pie a alteraciones y motines populares, por lo que necesitaban un fuerte soberano que encauzara la situación. La burguesía mercantil también apoyaba a Felipe II, porque quería participar en el comercio de las colonias españolas en América de una manera mucho más activa, obteniendo con ello la plata que necesitaba para financiar su comercio asiático. También quería la protección del rey de las Españas para que frenara los ataques que los holandeses y los ingleses dirigían contra su propio imperio colonial.
Pero los sectores populares tenían una larguísima tradición anticastellana, y apoyaron a Antonio de Crato, que también era muy popular. Felipe II resolvió la cuestión por la vía militar: ordenó a su ejército, al mando del Duque de Alba, que cruzara la frontera con Portugal y que marchara hacia Lisboa. Muy pronto, el país estuvo bajo control español, aunque los partidarios de Antonio de Crato ofrecieron alguna resistencia sin relevancia. En las Cortes de Tomar (1581) se reconoció finalmente a Felipe II como legítimo rey de Portugal, consiguiendo así la unión de las tres coronas peninsulares, la de Aragón, la de Castilla y ésta última: el que fue sueño político de los Reyes Católicos. Además se incorporó entonces a la monarquía española todo el Imperio Colonial portugués, conformando de ese modo un conjunto territorial en el que “no se ponía el sol”. De todos modos, esta última anexión se hizo con una serie de condiciones: Portugal mantuvo todas sus instituciones y sus propias cortes, separadas de las de Castilla y de las de los Reinos Orientales, el sistema fiscal también se mantuvo separado del castellano y del aragonés, y los cargos y oficios públicos tendrían que estar ejercidos por portugueses, siendo también el virrey del país portugués o un miembro de la familia real. Ya en 1640 el país vecino se sublevaría durante el reinado de Felipe IV, y en 1668, con Carlos II, se reconoció oficialmente su independencia bajo la dinastía de los Braganza.
La empresa de Inglaterra (1588)
Las relaciones hispano-inglesas se mantuvieron oficialmente pacíficas hasta 1585. A Felipe II y a Isabel I no les interesaba empezar una guerra abierta: Isabel I debía afianzarse en el trono y conducir la reforma anglicana, y Felipe II necesitaba la amistad o la neutralidad de Inglaterra para mantener el control de los Países Bajos y vigilar a Francia. Pero hubo factores que deterioraron la situación: María Estuardo, reina de Escocia, fue destronada, y desde 1568 vivía en Inglaterra. En torno a ella se fue agrupando la oposición religiosa y política a Isabel I, y hubo varias conspiraciones para destronarla y proclamar así a María Estuardo reina de Inglaterra, participando en ellas algunos embajadores españoles, que fueron expulsados. Isabel I apoyó entonces las operaciones de saqueo de los rebeldes de los Países Bajos. La ruptura final entre las dos monarquías se produjo en 1585, año en que Felipe II ordenó el embargo de los buques ingleses anclados en los puertos españoles, algo que la reina Isabel repitió respecto a los buques españoles anclados en puertos ingleses. Además, envió tropas para apoyar a las Provincias Unidas (holandesas) y una flota al mando de Francis Drake que atacó Vigo y que se dirigió luego hacia el Caribe, atacando Santo Domingo y Cartagena de Indias. Felipe II y sus consejeros empezaron entonces a planear una respuesta apropiada para estas acciones de auténtica guerra, y se adoptó el proyecto de invadir Inglaterra en una operación marítima y terrestre. La flota española saldría de Lisboa, se dirigiría a los Países Bajos (donde recogería al ejército de Alejandro Farnesio) y procedería al desembarco en tierras inglesas.
En 1587 María Estuardo fue juzgada por un tribunal inglés, acusada de traición y condenada a muerte. Después de esto, Felipe II trató de agilizar su empresa, porque si tenía éxito cabía la posibilidad de que su hija, Isabel Clara Eugenia, pudiera llegar a ser reina de Inglaterra. La Gran Armada llegó así al Canal de la Mancha en 1588, donde le esperaba la flota inglesa. Una serie de factores impidieron que Alejandro Farnesio embarcara sus tercios y, en resumen, la invasión se zanjó con un fracaso sin paliativos, porque en el proyecto había una serie de divergencias que se debían haber previsto. A pesar de todo, el prestigio internacional de Felipe II quedó intacto: la Armada se rehízo muy pronto y el poder naval español no quedó mermado ni destruido. En esta ocasión pasó como con Lepanto, pues se exaltó la batalla hasta la saciedad cuando en realidad no tuvo demasiada trascendencia. La victoria inglesa fue muy elevada, y la derrota española fue harto hundida, cosas que en realidad no fueron tanto. El movilizar una empresa de tal envergadura demostró a Europa, con todo, el poder de aquél imperio hispano: aquello costó diez millones de ducados, por lo que los impuestos aumentaron considerablemente, creándose el “impuesto de millones”, aquél que fue el más odiado de la Hacienda castellana. A nivel psicológico fue también muy negativo el hecho.
La intervención en Francia
Felipe II dedicó los últimos años de su vida a las cuestiones francesas, país en el que católicos y hugonotes llevaban enfrentados mucho tiempo en unas sangrientas guerras civiles de religión. En 1589 murió Enrique III, y se extinguió con él la dinastía de los Valois; la sucesión recayó en Enrique de Borbón, que era hugonote, y por ello Felipe II trató de impedir que accediera al trono, ya que se dedicaría si lo lograba a ayudar a los rebeldes de los Países Bajos. Ordenó entonces la invasión de Francia, comenzando otra guerra. En ese momento presentó la candidatura de su hija, Isabel Clara Eugenia, para que fuese reconocida reina de Francia en función de sus derechos dinásticos, ya que era hija suya y de Isabel de Valois, pero en aquél territorio regía la Ley Sálica, que impedía reinar a las mujeres. Además, Enrique de Borbón se convirtió oportunamente al catolicismo y fue reconocido como Enrique IV de Francia, entronizando así a la dinastía de los Borbones. La guerra continuó algunos años hasta que en 1598, poco antes de morir Felipe II, se firmó la Paz de Vervins, por la que España reconocía que Enrique IV era legítimo rey del país. Además ya el rey estaba hastiado y enfermo y deseaba terminar con las pendencias.