Las Causas de la Revolución
Crisis Económica
A mediados de la década de 1860, la situación económica en España comenzó a deteriorarse, y en 1866 se hizo patente el inicio de una importante crisis. La recesión se manifestó a nivel financiero e industrial, constituyendo la primera gran crisis del sistema capitalista. Además, coincidió con una crisis de subsistencias.
La crisis financiera, provocada por la bajada del valor de las acciones en Bolsa, se originó a raíz de la crisis de los ferrocarriles. El desarrollo industrial español no fue suficiente para que el transporte de mercancías y viajeros tuviera una gran demanda, y el valor de las acciones se desplomó.
La crisis financiera coincidió con una crisis industrial. La industria textil se abastecía con algodón importado de EEUU, pero la Guerra de Secesión americana encareció la importación del algodón y provocó un periodo de “hambre de algodón”.
La crisis de subsistencias se inició en 1866 y la causó una serie de malas cosechas que dieron como resultado una escasez de trigo. Los precios empezaron a subir. La combinación de ambas crisis, la agrícola y la industrial, agravó la situación. En el campo, el hambre condujo a un clima de fuerte violencia social. En las ciudades, la consecuencia fue una oleada de paro que provocó un descenso del nivel de vida de las clases trabajadoras.
El Deterioro Político
A mediados de la década de 1860, gran parte de la población española tenía motivos de descontento contra el sistema isabelino. En 1866, después de la revuelta de sargentos del cuartel de San Gil y de su dura represión, O’Donnell fue apartado del gobierno por la reina. Sin embargo, los siguientes gabinetes del Partido Moderado continuaron gobernando por decreto, cerraron las Cortes e hicieron oídos sordos a los problemas del país.
El Partido Progresista, dirigido por Prim, practicó una política de retraimiento: se negó a participar en las elecciones y defendió la conspiración como único medio para poder gobernar. En la misma posición se situaba el Partido Demócrata. Ambos partidos firmaron el Pacto de Ostende en 1867.
A dicho pacto se adhirieron los unionistas en noviembre de 1867, tras la muerte de O’Donnell. Esta adhesión fue fundamental para el triunfo de la revolución y para definir su carácter. Los unionistas aportaron una buena parte de la cúpula del ejército, dado que contaban con muchos de sus altos mandos.
Revolución de Septiembre 1868
La Revolución y el Gobierno Provisional
En 1868, el ejército, dirigido por Topete, protagonizó un alzamiento militar contra el gobierno de Isabel II. El gobierno de Isabel II se aprestó a defender el trono con las armas. Ambas fuerzas se encontraron en Puente de Alcolea, donde el 28 de septiembre se libró una batalla que dio la victoria a las fuerzas afines a la revolución. El gobierno dimitió y la reina se exilió.
En la revolución tuvieron un gran protagonismo las fuerzas populares, sobre todo urbanas, dirigidas por un sector de los progresistas, los demócratas y los republicanos. En muchas ciudades españolas se constituyeron Juntas Revolucionarias que organizaron el levantamiento y lanzaron llamamientos al pueblo.
El radicalismo de algunas propuestas de las Juntas Revolucionarias no era compartido por los dirigentes unionistas y progresistas, que ya habían visto cumplido su objetivo de derrocar a la monarquía. Los sublevados propusieron el nombramiento de un gobierno provisional de carácter centrista, sin consultar a las juntas provisionales ni locales. El general Serrano fue proclamado regente y el general Prim, presidente de un gobierno integrado por progresistas.
Constitución de 1869 y la Regencia
El nuevo gobierno provisional promulgó una serie de decretos para dar satisfacción a algunas demandas populares y convocó elecciones a Cortes Constituyentes. Las Cortes se reunieron en el mes de febrero y crearon una comisión parlamentaria encargada de redactar una nueva Constitución.
La Constitución de 1869 estableció un amplio régimen de derechos y libertades: se reconocía la libertad de profesar, de manera pública o privada, cualquier religión (aunque el Estado debía mantener el culto católico) y se proclamaba la soberanía nacional. El Estado se declaraba monárquico, pero la potestad de hacer las leyes residía exclusivamente en las Cortes.
Proclamada la Constitución y con el trono vacante, las Cortes establecieron una regencia que recayó en el general Serrano, mientras que Prim era designado jefe de gobierno. El nuevo gobierno fue recibido con simpatía por gran parte de los países europeos, ya que ponía fin a la larga etapa de inestabilidad política de Isabel II y porque los nuevos dirigentes parecían más adecuados para emprender las reformas económicas necesarias a fin de garantizar las inversiones y los negocios extranjeros.