Autoritarismo Electoral: Conflicto e Incertidumbre en Regímenes Híbridos

Autoritarismo Electoral: Conflicto e Incertidumbre en Regímenes Híbridos

La política de la incertidumbre desarrolla un marco analítico novedoso para el estudio de la lucha entre gobierno y oposición bajo el autoritarismo electoral.1 En estas páginas introductorias sitúo mi perspectiva acerca de las elecciones autoritarias en los estudios comparados contemporáneos sobre elecciones y autoritarismo.

Describo mi enfoque como una instancia de “institucionalismo político” que destaca la lógica autónoma de los conflictos políticos desarrollados en la arena institucional de las elecciones autoritarias pluripartidistas.

Sin embargo, antes de entrar de lleno en la literatura comparada, detengámonos brevemente en la trayectoria histórica del autoritarismo electoral, en particular en su expansión global desde la desintegración del imperio soviético.

Estas elecciones son formalmente incluyentes (se celebran por sufragio universal), mínimamente pluralistas (pueden competir partidos de oposición), mínimamente competitivas (partidos y candidatos externos a la coalición gobernante, aunque se les niega el triunfo, pueden ganar votos y escaños) y mínimamente abiertas (la disidencia no se reprime de manera masiva, aunque con frecuencia sí de manera selectiva e intermitente).

Sin embargo, al mismo tiempo, durante el siglo XIX los monarcas europeos y los caudillos latinoamericanos usaron elecciones competitivas para seguir ejerciendo poderes autocráticos, apoyados en la exclusión, el fraude y la coerción electoral.

Los regímenes electorales autoritarios del siglo XX finalmente encontraron formas de llevar una vida saludable y duradera mediante la instalación del repertorio completo de instituciones republicanas, cuyo espíritu democrático subvirtieron mediante un repertorio cada vez más amplio de manipulación autoritaria.

De esta manera, continuando y renovando una larga tradición histórica, el uso autoritario de elecciones pluripartidistas ha logrado un alcance global sin precedentes desde que la Guerra Fría se desvaneciera, a finales de la década de los ochenta.

Con base en los datos sobre regímenes políticos de Axel Hadenius y Jan Teorell (2007), la gráfica A muestra la distribución global de los principales tipos de régimen entre 1972 y 2010.

Como se observa, el autoritarismo electoral no ha proliferado primordialmente a costa de la democracia, sino de las autocracias no electorales.2 La gráfica refleja la expansión global de la democracia de la que hemos sido testigos desde comienzos de la década de los setenta y que fue detenida, y hasta ligeramente revertida, en los últimos años.

La Revolución de los Claveles de 1974 en Portugal fue el drama político que marcó (como sabemos ahora, de manera retrospectiva) el punto de partida oficial de la “tercera ola” de democratización global (Huntington, 1991).

Dictaduras represivas como las de Corea del Norte y de Siria siguen infligiendo gran sufrimiento a sus poblaciones y el régimen de partido único chino por sí solo gobierna a una quinta parte de la humanidad.

Por otro lado, de manera paralela al declive de las dictaduras de partido único y militares, hemos visto el surgimiento de nuevos tipos de autoritarismo electoral, muchos de los cuales han nacido en transiciones de regímenes de partido único (como Gabón y Camerún).

Se ha vuelto un lugar común afirmar que estas nuevas formas de regímenes “híbridos” se han convertido en el tipo más común de regímenes no democráticos en el mundo contemporáneo.

Las rebeliones árabes que se desencadenaron en 2011 han sido dirigidas contra una amplia gama de regímenes: autocracias electorales (como las de Túnez, Egipto y Yemen), monarquías cuasitradicionales (como las de Marruecos y Bahréin), regímenes de partido único (como el de Siria) y regímenes personalistas (como el de Libia).

Como respuesta a la difusión global de la democracia, desde mediados de la década de los ochenta ha surgido una vasta bibliografía comparada sobre democratización política.

Como respuesta a la persistencia de viejas formas y el surgimiento de nuevas formas de regímenes autoritarios, desde comienzos de la década de 2000 ha aparecido una bibliografía floreciente sobre autoritarismo político.

Dentro del nuevo campo de investigación sobre autoritarismo comparado, los autores han prestado gran atención al uso de elecciones por parte de los regímenes autoritarios.

El denominado “nuevo institucionalismo” en el estudio de regímenes autoritarios se basa en el supuesto de que las instituciones formalmente democráticas importan, incluso bajo un gobierno autoritario (véase Schedler, 2009d y 2010a).

Algunos ven las elecciones autoritarias como meros epifenómenos, como reflejos de las relaciones subyacentes de poder que no tienen relevancia causal por sí mismos (véase Brownlee, 2009).

Otros, oponiéndose a la idea de que las elecciones autoritarias son puramente decorativas, las conciben como instrumentos que emplean los gobernantes autoritarios para fortalecer su control del poder.

Por ejemplo, pueden confundir a los votantes, distraer a los actores de oposición, canalizar bienes clientelares, pacificar a miembros peleados de la élite o alertar al gobierno sobre oscilaciones en el apoyo popular.

Independientemente de su naturaleza concreta, su carácter competitivo o no competitivo, o su alcance local o nacional, las elecciones sirven para aumentar la esperanza de vida política de gobernantes autoritarios.

Específicamente, afirmo que la introducción de elecciones regulares multipartidistas a nivel nacional (para presidente en sistemas presidenciales o para la legislatura en sistemas parlamentarios) cambia la lógica interna de la política autoritaria.

Estas elecciones abren una arena de lucha que es asimétrica, ya que concede grandes ventajas al gobierno, pero de todos modos ambigua, pues ofrece a los actores de oposición oportunidades valiosas de impugnación y movilización con las que no cuentan en regímenes no electorales.

Lo hacen de una manera compleja, en una dinámica de dos niveles, en la que la competencia electoral (la movilización de votantes) va de la mano de luchas institucionales (la disputa por las reglas).

Concibiendo a las elecciones autoritarias multipartidistas como arenas de conflictos asimétricos, La política de la incertidumbre estudia las dinámicas internas que se despliegan dentro de sus confines.

A diferencia de otros regímenes autoritarios, las autocracias electorales instalan el conjunto completo de instituciones formalmente representativas que caracteriza a la democracia liberal.

El libro mapea sus configuraciones institucionales formales, su amplio repertorio de manipulación, sus fronteras controvertidas y su diferenciación interna entre regímenes competitivos y hegemónicos.

Sostengo que en las autocracias electorales esta “política de la incertidumbre” se despliega como un juego de dos niveles en el cual los actores luchan de manera simultánea por apoyos electorales (en el juego de la competencia electoral) y por reglas electorales (en el metajuego del cambio institucional).

Cuando designamos el establecimiento formal de elecciones multipartidistas como el rasgo definitorio de una clase de regímenes autoritarios, asumimos que las instituciones formalmente democráticas tienen el poder de cambiar la naturaleza de la política bajo el autoritarismo.

Concebir las elecciones autoritarias como una arena de lucha entre gobierno y oposición implica además la suposición de que “la política importa”en el marco formal de instituciones autoritarias.

Puesto que mi enfoque presta igual atención a las instituciones formales que estructuran el conflicto político como al conflicto político que estructura las instituciones formales, lo concibo como una instancia de “institucionalismo político”.

En ciencia política, el denominado nuevo institucionalismo constituye un conjunto amplio de trabajos que comparten el supuesto de que las instituciones formales (y también las informales) constituyen pilares centrales de la vida política.

Las variedades existentes de análisis institucional se dividen convencionalmente en tres ramas: el institucionalismo histórico se centra en momentos de quiebre y periodos posteriores de durabilidad institucional;

el institucionalismo sociológico, en normas y expectativas de estabilidad, y el institucionalismo económico o de elección racional, en los cálculos de intereses de actores estratégicos (véase Hall y Taylor, 1996).

Una cuarta rama introducida de manera más reciente, el institucionalismo discursivo o constructivista, estudia la dinámica del cambio institucional por medio de la negociación y la comunicación (véase Schmidt, 2008).

De la extensa familia de los nuevos institucionalismos en ciencia política extrañamente está ausente una perspectiva teórica que toma en serio al objeto de la ciencia política: la política.

Los politólogos hemos trabajado con institucionalismo histórico, sociológico, económico y comunicativo, pero olvidamos desarrollar la perspectiva más obvia: el institucionalismo político.

Para transmitir el carácter distintivo del “institucionalismo político” quiero contrastarlo con tres enfoques alternativos sobre la dinámica de los regímenes autoritarios que difieren en sus concepciones de conflictos, actores, instituciones e incertidumbre.

Como eco distante de perspectivas marxianas, la política es epifenoménica, un simple reflejo de las luchas sociales, y los políticos son representantes perfectos de las clases sociales.

Enfoques previos, no matemáticos, de sociología política de los regímenes tuvieron ciertas afinidades teóricas, pero tendieron a reconocer más claramente la relevancia autónoma de la política (por ejemplo, Lipset, 1981;

El jefe de Estado, también conocido como dictador, se establece como ladrón superior que monopoliza la fuerza y el crimen dentro de su territorio y, como un jefe de la mafia, extrae pagos involuntarios de la sociedad.

Para aplacarlos sin dejar de maximizar sus ingresos personales, el dictador necesita moderar sus demandas explotadoras y ofrecer un mínimo de bienes públicos a la sociedad.

Para lograr que sus súbditos confíen en que sostendrá su parte del trato, puede establecer instituciones formales que restrinjan su poder, como partidos y legislaturas.

El análisis de Mancur Olson acerca de bandidos errantes y residentes (2000) y los estudios de Jennifer Gandhi y Adam Przeworski sobre el papel que juegan las instituciones autoritarias para generar cooperación y conformidad (2006 y 2007), son paradigmáticos de este enfoque.4

En lugar de los conflictos horizontales en el seno de la sociedad, o de los conflictos verticales entre el Estado y la sociedad, la economía política de los regímenes autoritarios centrada en la élite destaca los conflictos horizontales dentro del Estado.

Expresiones paradigmáticas de este enfoque centrado en la élite son la teoría de Barbara Geddes sobre los conflictos faccionales en regímenes militares, unipartidistas y personalistas (1999, 2004 y 2005) y el estudio de Jason Brownlee sobre el papel protagónico de los partidos gobernantes en la resolución de conflictos de élite (2007a).5

Finalmente, mi propia perspectiva, que describo como institucionalismo político centrado en el régimen, se enfoca en la interacción conflictiva entre los actores a favor y en contra del régimen autoritario.

El libro que se acerca más a una expresión paradigmática de esta perspectiva es el texto fundacional de la bibliografía contemporánea sobre el cambio de régimen, el pequeño tratado de Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter sobre Transitions from Authoritarian Rule: Tentative Conclusions about Uncertain Democracies [Transiciones desde un gobierno autoritario: conclusiones tentativas sobre las democracias inciertas] (1988).

Con su énfasis en elecciones y actores de oposición, el estudio comparativo de Valerie Bunce y Sharon Wolchik (2011) sobre las “revoluciones de colores” en el espacio postsoviético también presenta afinidades importantes.

Como lo revela este bosquejo sintético, el eslogan aparentemente inocuo de “tomar la política en serio” implica una serie de supuestos no obvios.

Implica que la política sigue su propia lógica, que la dominación importa y la oposición también, que la acción colectiva es problemática y que la incertidumbre es un hecho, pero también un producto, de la vida política.

No son conflictos distributivos disfrazados cuyo verdadero objetivo está en cuestiones materiales, como en la distribución de cargos públicos o en la apropiación de recursos económicos.

La terminología común de gobierno “autocrático” o “dictatorial” conlleva la imagen de gobernantes soberanos que imponen su voluntad solitaria a sociedades dóciles.

Resolver problemas de la acción colectiva (o agravarlos cuando sirve para dividir y controlar a los adversarios) consume grandes cantidades de energía política en cualquier contexto político (véase Lichbach, 1998).

Tiene lugar no en condiciones de transparencia y control propias de un laboratorio sino en condiciones de inseguridad (“incertidumbre institucional”) y opacidad (“incertidumbre epistémica”) propias del mundo real.

El vocabulario teórico común de equilibrios institucionales y de la consolidación de regímenes sugiere que en algún punto los actores puedan recostarse y descansar, que puedan llegar a conocer el presente y a tener bajo control el futuro.

La bibliografía especializada tiende a tratar la incertidumbre de las instituciones autoritarias (la inseguridad) como exógena o como manejable, y a la incertidumbre de las realidades autoritarias (la opacidad) como resoluble.

Declaraciones en este sentido son bienvenidas cuando lo que pretenden es despertarnos de sueños de transición, de ilusiones que sugieren que el mundo entero se está moviendo imperturbablemente hacia la democracia liberal.

Abraza la autonomía de la esfera política, resalta la naturaleza política de los actores y de los conflictos, otorga un papel destacado a los actores de la oposición, reconoce la fragilidad de la acción colectiva y acepta la centralidad de las incertidumbres institucionales.

Como lo explicaré en el capítulo I, mi noción de “institucionalismo político” introduce dos elementos de peso que van más allá del paradigma de la transición: la endogeneidad de la incertidumbre institucional y la omnipresencia de la opacidad.

Ambos elementos analíticos distinguen mi enfoque de otros que toman la fuerza de las instituciones como dada de manera exógena y la falta de información como algo que puede remediarse.

Si reconocemos que las opacidades que caracterizan a los regímenes autoritarios no se disuelven con el inicio de los procesos de transición, podemos extender los supuestos informativos de los estudios autocráticos al análisis de las transiciones.

Si reconocemos que las incertidumbres de la transición no caen del cielo, sino que surgen de la interacción conflictiva entre régimen y oposición, podemos extender los supuestos políticos de la transitología al estudio de las dictaduras.

En este sentido, el “institucionalismo político” que defiendo para el estudio de los regímenes autoritarios implica generalizar y radicalizar el paradigma de la transición, en lugar de celebrar su desaparición.

Sobre el papel, los regímenes autoritarios electorales contemporáneos establecen todo el paisaje institucional de la democracia liberal, sobre todo elecciones multipartidistas a nivel nacional.

Podemos concebir ambos problemas como formas de incertidumbre: la incertidumbre institucional que se deriva de las amenazas reales o potenciales a su gobierno y la incertidumbre informativa que se deriva de la imposibilidad de generar conocimiento seguro sobre estas amenazas.

Los actores forman creencias, hacen predicciones, toman decisiones en condiciones de relativa ignorancia y responden a los niveles percibidos de seguridad del régimen por medio de estrategias de autoprotección.

Los actores transforman creencias y predicciones por medio de estrategias comunicativas y alteran los niveles de seguridad del régimen por medio de estrategias de contención y de creación de amenazas.

En la medida (reducida) en que la literatura comparativa ha tomado en cuenta las incertidumbres de los regímenes autoritarios, las ha tratado principalmente como variables independientes, como impulsoras de la toma de decisiones políticas, mucho menos que como variables dependientes, como blancos de conflicto político.

Como sostengo, esta doble competencia describe la racionalidad central que guía a los actores que disputan las reglas básicas del juego político autoritario.

Si las luchas de régimen en las autocracias son luchas por la incertidumbre, espero que las luchas de régimen en las autocracias electorales sean, antes que nada, luchas por la incertidumbre electoral.

Describo las incertidumbres informativas que generan los gobiernos autoritarios mediante la negación de derechos y libertades, y finalmente, expongo el doble reto que se deriva de la doble incertidumbre de las autocracias: la construcción de realidades políticas (el manejo de amenazas) y la construcción de apariencias políticas (el manejo de percepciones de amenaza).

Joseph Stalin, padre amoroso de un gran campo de exterminio revolucionario, hizo que millones de inocentes fueran deportados, esclavizados y asesinados en la presunta búsqueda de seguridad del régimen.

Esto es, lo que fenómenos sociales dispersos, que a menudo describimos como instituciones, como la corrupción, el matrimonio o los tribunales de justicia, tienen en común: limitan la incertidumbre del futuro.

Su función es estabilizar las expectativas sobre el núcleo duro de la vida política moderna: ¿cómo acceden los actores al poder del Estado?, ¿cómo lo conservan?, ¿cómo lo ejercen?

En niveles bajos de institucionalización entramos en situaciones de crisis de régimen en las cuales las instituciones pierden su fuerza vinculante y las expectativas de los actores se vuelven indeterminadas.

Sin embargo, mientras las democracias débiles pueden ser tan frágiles como las autocracias débiles, las autocracias consolidadas nunca pueden estar tan seguras como las democracias consolidadas.

En suma, la pacificación de la política, un gran logro civilizatorio de la democracia moderna, es mucho más difícil de alcanzar en las dictaduras, que están sometidas a las amenazas perennes de rivales, rebeldes y vencedores vengativos.

Cuando los sociólogos nos dicen que “las estructuras sociales no son otra cosa que estructuras de expectativas” (Luhmann, 1987: 397), podemos tomarlo como sintomático de su ceguera disciplinaria.3 Los sociólogos no saben nada acerca de las estructuras duras del poder político, ¿verdad?

La incertidumbre forma parte integral de conceptos como democracia y autoritarismo, transición y consolidación del régimen, oportunidades estructurales, amenazas al régimen, confianza y credibilidad.

El texto fundacional de la bibliografía contemporánea sobre cambio de régimen, el pequeño tratado de Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter, se mete al tema justamente mediante “la introducción de la incertidumbre” (1986: cap.

Como los estudiosos de cambios de régimen se saben de memoria, los dos autores identificaron el surgimiento de una “incertidumbre extraordinaria” como el rasgo definitorio de las transiciones de régimen.

En estos “momentos de locura” (Zolberg, 1972), los potenciales de agencia y posibilidad sólo se equiparan con las promesas de la cultura moderna de consumo: “nada es imposible” (Adidas).

En su énfasis en la incertidumbre institucional, el concepto de transición de régimen se asemeja a la noción clásica de crisis, así como a la idea afín de coyunturas críticas (véase Merkel et al., 2012).

De manera similar a las ideas de transición y crisis, el concepto de “oportunidades estructurales” (véase Tarrow, 1994) descansa sobre nociones contrafácticas de cambios posibles.

En las transiciones, los regímenes pierden su posición monopólica como “el único juego en el pueblo” (the only game in town) y la irrupción de juegos políticos alternativos se vuelve factible.

Desde esta perspectiva, un régimen aparece como consolidado cuando todos los actores relevantes esperan que “perdure sin problemas en el futuro previsible” (Valenzuela, 1992: 70), cuando sus defensores pueden bajar la guardia y “relajarse” (Di Palma, 1990: 141), confiados en la capacidad del sistema para capear cualquier desafío interno o externo.

Un régimen se encuentra institucionalizado de forma sólida cuando incluso sus oponentes se resignan a su invencibilidad y aceptan su persistencia “como un hecho inmutable” (Václav Havel, citado en Sluglett, 2007: 102).4

Gracias a que controlan recursos independientes del poder estatal, estos actores representan una amenaza perenne a la capacidad de los líderes para gobernar y sobrevivir en el gobierno.6

En contextos de luchas de régimen, la noción de amenaza comúnmente se refiere a la probabilidad condicional de que cierto actor se convierta en una fuente de incertidumbre institucional: si el actor x hace y (con una probabilidad de p), entonces habrá consecuencias institucionales negativas z (con una probabilidad de q).

Si actores políticos poderosos enfrentan amenazas existenciales, pueden escoger entre dos vías de acción: pueden tratar de neutralizar a sus adversarios por medio de cambios en las relaciones prevalecientes de poder, por ejemplo, expropiándolos, desarmándolos o eliminándolos;

alternativamente, pueden tratar de satisfacer a sus adversarios y hacer que acepten de manera voluntaria ciertas limitaciones al uso de sus recursos de poder, por ejemplo, persuadiéndolos, halagándolos o sobornándolos.

La negociación de restricciones recíprocas es una estrategia atractiva pero, ante la ausencia de un Leviatán hobbesiano, su debilidad es evidente: el cumplimiento no se basa en las capacidades de coacción de un tercer actor, sino en la confianza mutua entre las partes.

A pesar de su aire de abstracción exótica, las incertidumbres institucionales constituyen el núcleo de los conceptos que forman el núcleo de los estudios de régimen contemporáneos.

Sin embargo, en el estudio comparativo de los regímenes políticos no acabamos de entender que la incertidumbre es un ingrediente fundamental de la política autoritaria, pero también un objeto central de lucha.

Los edificios de expectativas entrelazadas son construcciones sociales frágiles que pueden colapsar como si se tratara de un castillo de naipes cuando las fisuras aparecen en sus bases autorreproductivas.

En las revoluciones de terciopelo de Europa del Este, la jaula de hierro de las expectativas de solidez de las realidades políticas en el bloque socialista comenzó a desmoronarse como madera carcomida cuando los votantes polacos sacaron al partido comunista del poder en junio de 1989 y un gobierno no comunista tomó posesión dos meses después.

En la oleada de protestas masivas que sacudió la región árabe en 2011, una cascada de eventos contingentes en Túnez, desencadenada por la autoinmolación de Mohamed Bouazizi, un vendedor ambulante desesperado, fue suficiente para desmentir bibliotecas de resignación bien informada sobre la inexpugnable estabilidad de las autocracias árabes.

Necesitamos suponer que los actores políticos son capaces de formar expectativas convergentes sobre el comportamiento futuro de los demás en la medida en que su entorno ofrece indicios claros —esto es, indicios claramente visibles y claramente relevantes—.

Si es abundante y consistente, sus expectativas pueden ser fuertes y convergentes (suponiendo que los actores posean niveles similares de información y que la procesan sobre la base de modelos causales similares).7

Las instituciones parecen fuertes y seguras en la medida en que se den tres condiciones genéricas: a) la mayoría de los actores involucrados se comporta de acuerdo con las prescripciones institucionales y su comportamiento es percibido de esta manera, b) sus motivos internos y sus contextos externos los empujan hacia el cumplimiento continuo de las prescripciones institucionales y son percibidos de esta manera, y c) aquellos actores que parecen violar los imperativos institucionales, o que poseen buenas razones para hacerlo en el futuro, son muy pocos o no tienen el poder suficiente para afectar el equilibrio institucional general.

Si la mayor parte de los actores cumple con los imperativos conductuales de una institución, su cumplimiento observable sirve como evidencia prima facie de fortaleza institucional.8 Los patrones conductuales sirven muy bien para evaluar la fortaleza de instituciones cuyos imperativos son claros y consensuales.

Cuando la gente comienza a discutir acerca de las implicaciones prácticas de las reglas institucionales, cuando comienza a probar y a retar los límites entre lo permitido y lo prohibido, la propia definición de cumplimiento de reglas se vuelve problemática.

Si las personas se comportan hacia afuera de una manera que se ajusta a los requerimientos institucionales, pero poseen motivos internos de peso o enfrentan fuertes presiones externas para que abandonen su conformismo (en cuanto los demás lo hagan), no podemos confiar en la apariencia pública de fortaleza institucional.

Por ejemplo, un régimen autoritario represivo y corrupto que enriquece a sus élites y empobrece a sus ciudadanos bien puede ser capaz de mantener la paz social por largos periodos.

Con frecuencia describimos a los regímenes de este tipo con metáforas que expresan la incongruencia percibida entre las realidades observables y las condiciones subyacentes: bombas de tiempo, barriles de pólvora, cámaras de presión.

Aunque las instituciones pueden ser sensibles ante pequeñas alteraciones de conducta, los equilibrios institucionales generalmente no requieren el cumplimiento absoluto de las reglas institucionales, sino sólo el cumplimiento “generalizado”.

En la medida en que las excepciones sean extraordinarias, en lugar de sintomáticas de tendencias más generales de subversión institucional, podemos observarlas sin poner en duda la efectividad general de las instituciones prevalecientes.

Por ejemplo, si sostenemos que un régimen político está consolidado cuando “todos los actores relevantes” se abstienen de la violencia política, la consolidación no exige un cese total de la violencia política.

Mientras que instituciones sociales como la monogamia, el boliche o las reglas de cortesía pueden erosionarse por medio de la fuerza acumulativa de incumplimientos individuales, el remplazo de instituciones políticas usualmente requiere alguna forma de acción colectiva.

Y salvo que los defensores del statu quo institucional sean capaces de coordinar sus esfuerzos defensivos, es poco probable que conserven sus posiciones.

Representa tres niveles causales que varían en su grado de proximidad con la fortaleza institucional: estructuras societales, actores individuales y actores colectivos.

Las fuentes más distantes de incertidumbre institucional son las estructuras societales en un sentido amplio: el sistema económico, las instituciones estatales y los patrones culturales.

Estos factores estructurales se traducen en variables a nivel individual: la identidad de los individuos, su dotación de recursos, sus intereses, sus compromisos normativos y sus disposiciones culturales.

Las estructuras sociales no se traducen mecánicamente en elecciones individuales, las elecciones individuales no se traducen mecánicamente en elecciones colectivas y las elecciones colectivas no se traducen mecánicamente en dinámicas institucionales.

Mientras algunas se concentran en relaciones causales directas entre niveles causales contiguos, otras se brincan algunos niveles intermedios y conectan los niveles más bajos con niveles superiores distantes.

Por ejemplo, entre quienes estudian relaciones causales directas, los expertos en opinión pública con frecuencia miran las relaciones entre variables estructurales y actitudes individuales;9 los analistas de movimientos sociales, las relaciones entre disposiciones individuales y protesta colectiva,10 y los estudiosos de la inestabilidad política, las relaciones entre conflictos colectivos y resultados institucionales.11 Entre quienes estudian relaciones causales distantes, los autores de la modernización socioeconómica habitualmente analizan la relación entre grandes estructuras societales y resultados institucionales, pasando por alto tanto a los actores individuales como a los colectivos.12 De manera similar, los analistas de capacidades institucionales evalúan la fortaleza del Estado y de las instituciones partidarias en el nivel más bajo de mi cadena causal y la longevidad de regímenes políticos en su cima, colocando las variables relacionadas con los actores entre paréntesis.13 Los teóricos de la modernización cultural analizan la relación entre patrones culturales y resultados institucionales, pasando por alto el nivel de la acción colectiva.14 Los estudiosos de las revoluciones políticas se concentran en la relación entre estructuras estatales y violencia organizada, omitiendo el nivel de la acción individual.15

Sin embargo, cuando los teóricos estructurales o institucionales eligen omitir el mundo contingente de la acción individual y colectiva, eligen omitir los microfundamentos de sus teorías.

Más concretamente, la noción de amenazas al régimen designa las acciones colectivas que tienen el potencial de desestabilizar un régimen político o, de manera más indirecta, de poner en marcha una dinámica interactiva corrosiva que puede terminar por desestabilizar al régimen.

En el estudio comparativo de los regímenes políticos se ha vuelto común basar la construcción de teoría no (como antes) en los requerimientos funcionales de los sistemas políticos sino en los requerimientos funcionales de los gobernantes individuales.

De acuerdo con la perspectiva general que está emergiendo (y que es convincente en su generalidad), los gobernantes, ya sea que presidan un Estado jerárquico premoderno o las complejas estructuras burocráticas de un Estado moderno, tienen que resolver dos retos fundamentales.

Independientemente de las metas sustantivas que persigan, deben asegurar su capacidad para gobernar (el reto de la gobernanza) y deben asegurar su continuidad en el gobierno (el reto de la supervivencia política).16

Las amenazas a la supervivencia se derivan de vulnerabilidades estructurales: los gobernantes son vulnerables a actos de rebelión por parte de los actores cuyo “cumplimiento” requieren para conservar el statu quo.

A pesar de que este libro (igual que buena parte de la bibliografía sobre el tema) se centra en cuestiones de continuidad del régimen y supervivencia de los líderes, debemos tener en cuenta que los problemas de gobernanza y supervivencia son mutuamente contaminantes.

Las amenazas verticales se originan abajo (desde la ciudadanía), las amenazas horizontales o laterales en el seno de la coalición gobernante (desde la élite) y las amenazas externas afuera de las fronteras nacionales (desde la comunidad internacional).

las intrigas palaciegas y los golpes militares, manifestaciones clásicas de amenazas laterales, y las presiones diplomáticas y la guerra, instancias paradigmáticas de amenazas externas.

Si combinamos estas últimas dos dimensiones, la identidad de los actores que amenazan a un régimen y los medios que despliegan, obtenemos una tipología de seis formas de amenaza a la supervivencia política de los dictadores, como las resume el cuadro I.2.

Lo que las distingue es su audacia de exponerse a una forma adicional de incertidumbre: la incertidumbre electoral, es decir, la incertidumbre calibrada (por medio de la manipulación) de elecciones nacionales pluripartidistas.

Durante mucho tiempo, los estudios de las transiciones democráticas han resaltado el papel crítico que desempeñan los conflictos laterales en el interior del régimen (las escisiones de la élite) para desencadenar las dinámicas de cambio de régimen.

Como lo aseveraron notoriamente Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter en su ensayo seminal, “no hay ninguna transición cuyo comienzo no sea consecuencia, directa o indirecta, de divisiones importantes dentro del propio régimen autoritario” (1986: 19).

Estudios posteriores han confirmado la regularidad empírica de que “la mayor parte del tiempo el desafío más serio para la supervivencia política de los dictadores viene de sus aliados de alto nivel, no de los opositores al régimen” (Geddes, 2005: 6;

En consecuencia, gran parte de la literatura sobre la economía política de las dictaduras se centra en las amenazas horizontales, más que en las verticales o las externas.19 Sin embargo, aunque las amenazas horizontales siguen su propia lógica antigua de rivalidades de élites, no suben y bajan de manera aislada.

Sucede que las fuerzas armadas se dividen en respuesta a protestas ciudadanas y protestas ciudadanas surgen en respuesta a escisiones en las fuerzas armadas (Lee, 2009).

Élites opositoras que no cuentan con apoyos electorales, al igual que ciudadanos descontentos que carecen de representantes electorales, pueden ser irritantes para los autócratas electorales, pero difícilmente serán amenazantes.

Algunos saben más, otros menos, pero

todos enfrentan incertidumbres epistémicas irredimibles: hechos políticos básicos son inciertos, su significancia general es incierta y sus relaciones causales son inciertas.
Un sociólogo, en un nivel ligeramente inferior de abstracción, nos informaría que la “auto observación” de las sociedades modernas es un reto perenne, siempre tentativo, incompleto y controversial.
En condiciones no democráticas, tres factores estructurales conspiran para producir opacidades estructurales: la represión de creencias y deseos subjetivos, la naturaleza oculta de las políticas públicas y la falta de credibilidad de los monopolios de información.
En mayor o menor grado, formalmente o de hecho, suprimen las libertades civiles y los derechos políticos que definen la democracia representativa moderna.
En las democracias, los ciudadanos pueden expresarse políticamente y actuar políticamente, en principio sin mayor restricción que la renuncia a la violencia.
Las autocracias imponen ciertos límites a lo que los sujetos pueden decir y hacer, y ciertas exigencias sobre lo que deben decir y hacer.20 Algunos harán caso omiso de estos límites y es probable que paguen por eso.
La negación de la libertad introduce un divorcio estructural entre la conducta observable y el mundo subjetivo de deseos, valores y creencias personales.
Las creencias verdaderas de los ciudadanos, lo mismo que las creencias verdaderas de los miembros de las élites, están encerradas en una “caja negra”, impenetrable para el ojo autoritario.
La acción oculta es un problema clásico en las relaciones entre principales y agentes, es decir, entre jefes y subordinados: los primeros no pueden ver muy bien lo que los últimos hacen día tras día.
Además, instituciones protorrepresentativas, como el pluralismo limitado de los medios de comunicación, la competencia intrapartidaria en elecciones locales y la tolerancia calculada de acciones de protesta, se pueden entender como dispositivos de información que alertan a las autoridades centrales acerca de malas conductas de funcionarios públicos a nivel subnacional (véase, por ejemplo, Fukuyama, 2012: 21-23).
De manera inversa, aunque no es una preocupación de la teoría microeconómica de principales y agentes, en todos lados los agentes enfrentan problemas de acción oculta por parte de sus principales.
Aun cuando conserven determinados tiempos y espacios de legítima confidencialidad en los cuales pueden deliberar, negociar y decidir a puerta cerrada, tienen que informar sobre sus decisiones y justificarlas en el debate público.
Puesto que las élites autoritarias operan en una situación de “oscuridad clandestina” (Przeworski, 1982: 25), se sabe mucho menos acerca de quién decide qué, cuándo, cómo y por qué en los sigilosos salones y pasillos de la política palaciega (véase también Barros, 2011).
En la medida en que los gobernantes autoritarios controlan (o parecen controlar) la forma y el contenido de la información pública, desacreditan ambas: tanto la forma como el contenido de la información pública.
“El hecho del control monopolístico […] despierta en el público en general una profunda desconfianza en todas las noticias y otros tipos de información” (Friedrich y Brzezinski, 1956: 112).
Cuando la información oficial carece de pesos y contrapesos independientes, sus destinatarios pueden desecharla como poco confiable —en todo caso, no menos confiable que fuentes alternativas de información, como samizdat (publicaciones clandestinas), rumores o blogs personales—.
Sea lo que fuere que un régimen autoritario declare en público, es poco probable que sus “presidiarios” (Gauck, 2012), sus ciudadanos apresados, lo tomen de manera literal.
Aunque la opacidad estructural de los regímenes autoritarios sea un hecho ampliamente aceptado en la bibliografía, a menudo los autores parecen sugerir que los gobernantes son capaces de superar sus dilemas informacionales mediante una gran variedad de remedios institucionales.
Para abrir espacios a la expresión del descontento pueden, entre otras cosas, variar el grado de represión (Wintrobe, 1998), establecer elecciones de partido único (Malesky y Schuler, 2010), convocar a elecciones pluripartidistas (Cox, 2007), autorizar medios de comunicación privados (Debs, 2007) o conceder ciertas libertades civiles (Robertson, 2010).
Las sociedades democráticas han desarrollado todo tipo de instrumentos para observarse a sí mismas: oficinas de censos y estadísticas, bancos centrales, mapas y museos, medios de comunicación, políticas contenciosas, ciencias sociales, encuestas representativas, internet, estaciones espaciales, psicoanálisis.
Las instituciones propiamente autoritarias de recolección de datos, como la tortura, la denuncia, la policía secreta o los sistemas burocráticos de información sobre el “sentir popular”, no son más confiables.
Cuando los regímenes autoritarios cierran o restringen el espacio público, el sitio institucional de soberanía popular (Habermas), también cierran o restringen lo que solemos identificar como “opinión pública”.
En estas condiciones de opacidad estructural todas las acciones públicas (con excepción de actos de heroísmo opositor) aparecen como productos coercitivos del régimen político, no como expresiones genuinas de motivos internos.23 En consecuencia, todas las expectativas institucionales se vuelven inciertas, ya que sus fundamentos epistémicos son inciertos.
Guardando sus secretos celosamente, cierran los círculos internos del poder a la inspección pública, protegen la información privilegiada de las élites y condenan al público en general a la ignorancia generalizada.
Incapaces de obtener demostraciones públicas de lealtad por parte de sus ciudadanos más allá de la participación electoral, a menudo se muestran indiferentes a las expresiones privadas de disenso.
Para los actores en regímenes autoritarios la doble incertidumbre de las instituciones y de la información conlleva el doble desafío de lidiar al mismo tiempo con amenazas reales y percepciones de amenaza.
De todas maneras, parafraseando a Peter Berger y Thomas Luckmann (1966), no parece extravagante afirmar que en las dictaduras “la construcción política de las realidades políticas” supone dos batallas simultáneas: la lucha por las realidades autoritarias y la lucha por las apariencias autoritarias.
A nivel de élites políticas, los gobernantes a menudo gozan de márgenes de maniobra considerables para escoger a las coaliciones ganadoras que sostienen su proyecto de dominación.
Al elegir quiénes son los que ganan y quiénes los que pierden, al conceder y retirar favores, al abrir y cerrar el acceso al poder, eligen los atributos estructurales de las élites que los rodean y los apoyan, como su edad, su profesión, su ideología, su pertenencia étnica, su religión y sus orígenes institucionales.
Después de haber alcanzado mediante una revolución proletaria el poder sobre una población campesina, resolvió la contradicción evidente aboliendo el campesinado, el único grupo de la sociedad que representaba una amenaza estructural a sus pretensiones de dominación exclusiva (véase Figes, 2007).
Los regímenes autoritarios duraderos también pueden inducir cambios estructurales paulatinos, de largo plazo, mediante políticas deliberadas en campos como la educación pública, el desarrollo rural y la construcción de infraestructura.
Siete décadas más tarde, cuando un proceso prolongado de democratización corroía los pilares políticos del régimen posrevolucionario, sus pilares societales se habían erosionado desde hacía mucho tiempo como consecuencia de procesos prolongados de industrialización y urbanización (véase Schedler, 2010c).
Pueden escoger de un amplio espectro de posibilidades, que van de la colaboración activa en la represión violenta a la resistencia activa contra la represión violenta.
Los individuos pueden colaborar con un régimen autoritario dentro o fuera de sus instituciones, en el seno de su burocracia civil o de sus aparatos de seguridad, en los niveles superiores o inferiores, de manera formal o informal y de forma directa o indirecta.
Los individuos pueden confrontar al gobierno autoritario por medio de actos individuales o colectivos, con medios pacíficos, transgresivos o violentos, de manera abierta o encubierta, enfrentándose al centro del poder o a sus periferias.
Para sobrellevar las realidades adversas de una dictadura, los individuos pueden participar en los rituales públicos y en el discurso oficial, pueden aplaudir o quedarse callados en los momentos precisos, pueden buscar refugio en el extranjero o en el exilio interior, o pueden cifrar o autocensurar sus críticas políticas.24 Podemos traducir estas tres categorías complejas de estrategias individuales en tres categorías simples de individuos: los malos, los buenos y los culpables —los partidarios del régimen autoritario, sus oponentes y las masas silenciosas en medio—.
Estas distinciones muchas veces son apropiadas —aunque las realidades concretas sobre el terreno suelen ser complejas—, especialmente en el turbio campo medio de la adaptación, carente de la claridad moral de la colaboración y la resistencia.
Sin embargo, la misma definición de apoyo, la línea política que separa a los miembros de la coalición gobernante de los actores de la oposición, difiere de régimen a régimen.
Para lograr que los individuos cumplan con sus exigencias, pueden movilizar una gran gama de medios, incluyendo la violencia, el dinero y la persuasión.
Si el régimen logra obtener muestras públicas de lealtad y sumisión por parte de los individuos, es probable que logre prevenir el surgimiento de desafíos colectivos.
En última instancia, los esfuerzos entrecruzados que emprenden el gobierno y la oposición para influir en los actores individuales tienen el propósito de influir en sus acciones colectivas, ya sea que traten de obstaculizarlas o de alentarlas.
Al ser “lo suficientemente inteligentes como para saber que no pueden acallar a todos los disidentes”, muchas dictaduras contemporáneas concentran sus energías autoritarias en inhibir la “coordinación y comunicación política” entre los disidentes (Walker, 2012: 172).
Por ejemplo, trabajando “en la frontera de la innovación autoritaria a nivel global” (idem), el gobierno chino ha establecido un sistema enorme y sofisticado para vigilar y censurar la comunicación por internet (véase Diamond, 2010;
En lugar de silenciar la crítica, “el esfuerzo más amplio jamás puesto en práctica para censurar comunicaciones humanas de manera selectiva” (King, Pan y Roberts, 2012: 1), parece diseñado principalmente para bloquear la acción colectiva de los ciudadanos (véase idem).
Hagan lo que hagan los gobernantes, siempre lo hacen frente a múltiples audiencias —élites, ciudadanos, actores de oposición y la comunidad internacional— que a la vez son objetos de sus juegos de poder y espectadores de sus exhibiciones de poder.
Sin importar lo que los gobernantes autoritarios hagan y decidan, sentenciar a muerte a disidentes u otorgarles el perdón, reprimir o aplacar una protesta, construir muros o expulsar a los inconformes, siempre envían algún mensaje.
Hagan lo que hagan los actores de la oposición, alzar sus voces individuales o reunir una multitud, alborotarse en las calles o permanecer tranquilos, siempre dicen algo sobre sí mismos y sus adversarios.
Debido a la opacidad estructural de los regímenes autoritarios, todos los actores se enfrentan a problemas estructurales de información creíble: ¿cómo pueden saber cosas básicas de la realidad política en un contexto que distorsiona toda la información fáctica?
Además, se enfrentan a problemas estructurales de comunicación creíble: ¿cómo pueden comunicarse de manera creíble en un contexto que distorsiona y desacredita toda comunicación?
¿Cómo pueden transmitir realidades invisibles a audiencias escépticas que no saben nada, excepto que viven en un sistema que alienta la falsificación generalizada de toda comunicación?
comprende también las esferas sociales del escenario, donde se lleva a cabo la actuación ante los ojos del público, y el área tras bastidores, donde los actores se mueven sin que el público los pueda ver.
En cambio, los actores de la oposición y sus aliados se esfuerzan por persuadir a sus adversarios (así como a todos los demás) de que bajo la superficie de tranquilidad autoritaria se están cocinando amenazas horizontales y verticales serias.
Pertenecer a la élite —o como sea que la llamemos: el círculo interno, la coalición ganadora, la alianza gobernante, el bloque de poder— es una cosa insegura.
Quienes están dentro, y quienes quieren estar dentro, se superan mutuamente para producir síntomas observables de lealtad, ya sea lealtad personal al dictador o lealtad sistémica al régimen.27 Pero nunca pueden estar tranquilos.
Por ejemplo, en la Revolución cultural china ser un “revisionista”, “reaccionario” o “contrarrevolucionario” y, por lo tanto, una víctima legítima del “terror rojo”, no era una cuestión de ideología, de activismo político, de clase social o de cualquier cosa discernible para una mente racional.
Sin embargo, los guiones teatrales que definen el papel de buenos miembros de la élite autoritaria pueden permanecer estables durante largos periodos de tiempo.
En el México posrevolucionario, por ejemplo, los requerimientos conductuales del éxito político eran simples: echar porras al jefe, mantener todo bajo control en el propio ámbito de poder y quedarse quieto para salir en la foto.29
Junto a los precios de sus frutas y vegetales coloca un llamamiento a la concordia proletaria: “Trabajadores del mundo, ¡uníos!” Como el letrero deja claro para todo el mundo, el pobre vendedor de verduras no es un hombre de la acción colectiva, ni un héroe de la clase trabajadora que lucha por crear un movimiento laboral transnacional, sino un hombre del sistema, alguien que trata de salir adelante haciendo lo que espera que esperan de él (en la Checoslovaquia comunista).
Por medio de sus escenificaciones públicas de deferencia, los humildes sujetos contribuyen a la producción y reproducción de las apariencias teatrales que exige el régimen (véase Havel, 1985).
Durante sus primeros años en el poder, mediante campañas de terror callejero, propaganda y represión estatal, los nazis intimidaron a la población mayoritaria para que aceptara de manera silenciosa su política de expulsar a los ciudadanos judíos de la comunidad nacional, del Estado, de la cultura, de la economía y del espacio público.
Se refugiaron en gestos pequeños, como ignorar de manera ostentosa las estrellas amarillas que los judíos alemanes estaban obligados a portar en público desde septiembre de 1941.
Si se atrevían a expresar sus preocupaciones a las autoridades, con frecuencia invocaban razones de interés nacional o de conveniencia económica que el régimen consideraba válidas (véase Longerich, 2006: esp.
Sin embargo, entre los muchos mensajes que los autócratas envían para comunicar su poder y proyectar una imagen de fuerza, dos son de suma importancia: a) para mantener a raya las amenazas horizontales los gobernantes autoritarios necesitan transmitir una imagen de cohesión de élite;
Desde hace mucho tiempo la bibliografía sobre regímenes políticos ha reconocido la importancia que tiene la cohesión de las élites para la estabilidad de los regímenes autoritarios.
En tanto las élites gobernantes no muestren ninguna fisura pública es prácticamente imposible hacer caer un régimen autoritario, aun cuando parezca ser débil (aunque siendo débil es probable que también aparezcan fisuras entre su élite).
De manera inversa, tan pronto como la élite gobernante comience a dirimir sus rivalidades perennes en público, se vuelve posible cambiar el régimen, incluso cuando sus capacidades infraestructurales y represivas sean elevadas (aunque siendo fuerte es probable que logre prevenir las rivalidades públicas entre las élites).
El mayor de éstos es el deseo silencioso de que sus especulaciones sean autocumplidas: de que al detectar fisuras finísimas dentro de la élite realmente puedan estar induciendo fisuras más serias.
Durante la sucesión en cámara lenta en la que Fidel cedería el poder a su hermano Raúl, mucha gente especulaba sobre posibles cambios derivados de brechas generacionales, conflictos ideológicos y luchas por el poder dentro del partido comunista.
El nuevo comandante en jefe sofocó toda expectativa de renovación interna mediante el nombramiento de un nuevo Politburó de la vieja guardia, de revolucionarios de “hueso colorado”.
Con semblanza de gerontocracia militar, el nuevo gobierno irradiaba un máximo de cohesión, borrando cualquier rastro de heterogeneidad interna (véase Hoffmann, 2011: 14-16).
De la misma manera en que trabajan para ofrecer escenificaciones sólidas de unidad de élite, los regímenes autoritarios se esfuerzan por producir síntomas creíbles de apoyo popular.
Las ceremonias masivas montadas por los regímenes totalitarios son bien conocidas: grandes multitudes desfilan por las calles, con disciplina militar y entusiasmo infantil, con banderas y antorchas, entonando consignas combativas e himnos sentimentales, aclamando las palabras de sus líderes paternales.
Sin embargo, como las marchas y los mítines oficiales siempre tienen un cierto toque de artificialidad, los gobiernos autoritarios a menudo organizan expresiones más “espontáneas” de “la voluntad popular”.
Algunas veces delegan la violencia a actores no estatales, para que actúen (presuntamente) como expresiones auténticas de indignación popular, dirigiendo su furia patrocinada por el régimen contra víctimas seleccionadas por el régimen.
Los nazis fueron expertos en este tipo de escenificaciones teatrales de sentimiento popular violento.31 De una manera más pacífica, algunos regímenes convierten a la sociedad civil en una infraestructura de apoyo al régimen.
Los regímenes corporativistas autoritarios, como el del México posrevolucionario, lo hicieron de este modo, y ciertos regímenes contemporáneos, como el de Rusia, así lo están haciendo, aunque de una forma menos coherente e institucionalizada, cuando organizan movimientos de protesta social desde arriba, movimientos cuasi gubernamentales de apoyo a políticas del régimen (véase Robertson, 2010).
Cuando los regímenes autoritarios logran obtener manifestaciones cotidianas de apoyo por parte de las élites y de los ciudadanos, ya sea a través de la persuasión, la corrupción o la intimidación, reciben más que demostraciones visibles de apoyo.
Reciben pruebas de subordinación cuyas motivaciones privadas —entusiasmo o resignación, ambición o miedo— importan menos que el hecho público de que los súbditos demuestren su sumisión a los dictados del poder.
Si el principal reto comunicativo de los regímenes autoritarios es demostrar cohesión y legitimidad, la principal tarea comunicativa de los actores de la oposición es destruir la apariencia de cohesión y legitimidad del régimen.
Para rasguñar la superficie propagandística de unidad de élite, los disidentes a menudo no pueden hacer mucho más que intentar redefinir las estructuras de conflicto existentes y apostar a la capacidad de autocumplimiento de sus intervenciones discursivas.
Por un lado, pueden exagerar divisiones existentes o potenciales que se presentan dentro del régimen, con la esperanza de profundizarlas o de crearlas en los hechos: la política de los rumores.
Puesto que no tiene mucho sentido crear divisiones en el seno del régimen sin construir puentes hacia el régimen (a menos que uno espere que éste colapse y se esfume milagrosamente), la política de las alianzas resulta crucial.
Los constructores de alianzas de la oposición tratan a actores selectos del régimen como si fueran aliados potenciales, con la esperanza de poder ganarlos realmente como aliados.
Para lograr lo anterior tienen que introducir distinciones morales entre las élites autoritarias, en función de su proximidad con el dictador o de su participación en violaciones a los derechos humanos.
En la medida en que la oposición logre generalizar la expectativa de que los “blandos” potenciales van a responder a sus ofrecimientos y cambiarse de bando, esta expectativa puede volverse autocumplida e inducirlos a que efectivamente se pasen a la oposición.
Los regímenes no pueden hacer que la gente crea, pero sí pueden hacer que la gente obedezca, y, con su obediencia conductual, cree la apariencia externa de convicciones personales.
En los regímenes que prohíben la oposición y se arrogan el monopolio de la representación popular incluso actos aislados de desafío pueden ser importantes para demostrar la existencia de disenso.
En los regímenes más abiertos que conceden espacios de pluralismo político y admiten la oposición, el principal reto no es demostrar la existencia de disidencia, sino su fuerza.
¿Quién moviliza a una mayor cantidad de personas en las calles, quién obtiene mayores índices de aprobación en las encuestas, quién obtiene el mayor porcentaje de votos en elecciones manipuladas?
Así como los gobiernos autoritarios y los actores de la oposición compiten por transmitir mensajes a audiencias internas y externas, también compiten por descifrar estos mensajes.
Clásicamente, los actores políticos conciben su profesión como “el arte de lo posible”.33 Nosotros, los estudiosos de la política, nos inclinamos a analizarla como la ciencia de lo probable.
En lo que describo como la política de la incertidumbre los actores en conflicto invierten sus energías creativas para construir, mantener o transformar las instituciones autoritarias.
Al atribuir papeles críticos a los actores políticos en la construcción de las restricciones institucionales que enfrentan, redefinimos ideas comunes sobre equilibrios institucionales, pero también ideas comunes sobre los actores políticos en regímenes autoritarios.
Los actores no se salen de los juegos en equilibrio, sea porque estén felizmente relajados en la cúspide del régimen o tristemente resignados en sus sótanos.
Poseen la información y la capacidad de previsión necesarias para identificar y anticipar las amenazas a su poder y para contenerlas mediante estrategias apropiadas, sean remediales o preventivas.
CONCLUSIÓN La política de la incertidumbre, la lucha competitiva por las incertidumbres institucionales e informacionales, pretende describir las coordenadas centrales de racionalidad política que estructuran los conflictos de régimen en cualquier forma de dictadura.
Al mismo tiempo, sofocan el espíritu democrático de estas instituciones formales al someterlas a prácticas severas y sistemáticas de manipulación autoritaria.
El capítulo II introduce la distinción entre instituciones de dominación e instituciones de representación, y delinea las estrategias generales de manipulación autoritaria en varias esferas institucionales.
El capítulo III se centra de manera más concreta en la naturaleza de las elecciones autoritarias y en el repertorio de manipulación electoral del que disponen los autócratas electorales.
Sus esfuerzos cruzados por generar incertidumbre electoral (que es el objetivo de la oposición) o por contenerla (que es el propósito del gobierno) ocurren en condiciones de opacidad estructural.
Pero nunca saben a ciencia cierta qué tanto peso tiene cada uno en la cocción de resultados electorales oficiales: las preferencias de los votantes por un lado y la manipulación autoritaria por el otro.
Establecen el conjunto integral de instituciones formales representativas que asociamos con la democracia liberal —al tiempo que despliegan una amplia gama de estrategias manipulativas para evitar que sean eficaces—.
Aunque su difusión global desde el final de la Guerra Fría no tiene precedentes, los regímenes electorales autoritarios no constituyen un fenómeno completamente nuevo en la historia de los regímenes políticos.
Para entender su peculiaridad institucional debemos ubicarlos dentro del menú general de opciones institucionales (así como de la historia general de las luchas institucionales) que los regímenes no democráticos han enfrentado desde la invención de las instituciones representativas modernas.
Los estudiosos de la política comparada a menudo describen los regímenes autoritarios electorales como regímenes “híbridos” o “mixtos” que combinan rasgos autoritarios con rasgos democráticos.1 ¿Pero exactamente qué mezclan esos regímenes?
Las autocracias electorales combinan un conjunto contingente de instituciones de dominación con un conjunto comprensivo de instituciones de representación, que sujetan a la manipulación autoritaria.
Igual que cualquier otro tipo de régimen no democrático, estos regímenes necesitan construir instituciones sólidas de dominación si desean prosperar y sobrevivir.
Sin embargo, su rasgo definitorio se encuentra en el conjunto exhaustivo de instituciones representativas que adoptan —y en el imperativo correspondiente de manipulación exhaustiva que enfrentan—.
De manera fundamental, los regímenes electorales autoritarios convocan a elecciones multipartidarias con sufragio universal en el plano nacional —al tiempo que sofocan su espíritu democrático por medio de la manipulación severa y sistemática—.
Habitualmente distinguimos los regímenes premodernos de los modernos por su dependencia de fuentes tradicionales de legitimidad.2 Sin embargo, la modernidad autoritaria implica más que justificaciones postradicionales del poder:
Aun cuando operen sin frenos y de manera arbitraria en su cima, ejercen el poder por medio de la ley, es decir, mediante normas formales generales definidas por las autoridades centrales y respaldadas por la violencia pública.
No constituyen la “cúspide soberana” (high center) (Anderson, 1983: 19) de sociedades jerárquicas, sino que interactúan con otras esferas sociales de acción que siguen su propia lógica interna, como la religión, la ciencia y la familia.
Carentes de un techo ideológico seguro, tienen que buscar refugio en fuentes no religiosas de legitimidad: el nacionalismo, el socialismo, los valores asiáticos;
Incluso cuando, añorando la comodidad de la legitimidad premoderna, invocan fuentes eternas de autoridad, tienen que inventarlas, como en el caso de las monarquías árabes.
Desde el partido revolucionario hasta los campos de exterminio, desde las organizaciones juveniles hasta la policía secreta, los autócratas modernos han sido constructores apasionados de estructuras burocráticas.
Si definimos los regímenes autoritarios modernos con base en esta combinación de factores institucionales e ideológicos, todos ellos complejos y continuos, surgen preguntas inmediatas sobre las configuraciones empíricas de la modernidad autoritaria.
El Estado y el mercado ofrecen a los gobiernos autoritarios dos recursos fundamentales: la violencia y el dinero, es decir, los instrumentos centrales de la represión y la cooptación.
Estos recursos estratégicos sirven para generar obediencia y cooperación de parte de súbditos y aliados mediante la movilización de diferentes motivos.
La literatura actual sobre la economía política de los regímenes autoritarios suele suponer que la represión es real, pero insuficiente, para sostener a un régimen, mientras que toda ideología es una farsa y, por lo tanto, sirve de poco para la autopreservación autocrática.
Según la mayoría de los autores, la clave para la supervivencia autoritaria está en la creación y la reproducción de alianzas políticas mediante la distribución de recursos materiales.
Numerosos autores ponen el acento en la lógica distributiva de los ingresos públicos, como en la bibliografía sobre desigualdad y tributación.3 Otros subrayan la lógica política del gasto público, como en la bibliografía sobre el clientelismo político.4 Y otros más incorporan ambos lados de la hacienda pública en sus análisis de dinámicas autoritarias, como en la literatura sobre Estados depredadores y recursos naturales.5
La relativa falta de atención a la represión, así como el descarte a la ligera de la ideología, son sorprendentes cuando se toman en cuenta los regímenes totalitarios de mediados del siglo XX.
Describir los regímenes ideológicos de terror establecidos por Hitler y Stalin como meros sistemas de distribución de recursos clientelares ignoraría su esencia.6 Sin embargo, la ciencia política contemporánea tiende a restringir su campo de visión a los regímenes políticos posteriores a la segunda Guerra Mundial, dejando el estudio del totalitarismo moderno a los historiadores.
Los autores que adoptan horizontes históricos más amplios son más proclives a reconocer el papel constitutivo que a menudo desempeña la violencia en la reproducción de los regímenes autoritarios.7
Algunos autores han hecho girar las explicaciones de la durabilidad autoritaria hacia prácticas e instituciones represivas.8 Otros, de manera más general, han “reintroducido” el Estado al estudio del autoritarismo.9 Y otros más han ido renovando la atención sistemática hacia las bases normativas e ideológicas de las dictaduras.10 Lentamente, pero de manera segura, el estudio comparado de las dictaduras parece estar redescubriendo el espectro completo de los medios autoritarios de dominación.
Los gobiernos autoritarios, en lugar de administrar la violencia, los beneficios materiales y los mensajes ideológicos de manera ocasional e improvisada, pueden poner sus estrategias de represión, cooptación y legitimación sobre una base estable y expandir su alcance y su densidad mediante su institucionalización (véase también el cuadro II.1).
La construcción de burocracias de represión política de gran escala ha sido una innovación institucional distintiva de los regímenes autoritarios modernos.
Cuando pensamos en las dictaduras modernas, pensamos en sistemas de encarcelamiento, campos de exterminio, el Gulag, la policía secreta, los guardias presidenciales y el despliegue doméstico de las fuerzas armadas.
Las instituciones extractivas movilizan los recursos requeridos para financiar el funcionamiento del Estado, ya sea por medio de los impuestos, la apropiación de rentas o mediante empresas productivas.
Las instituciones distributivas asignan el gasto público mediante el empleo público, la inversión pública, los subsidios, las transferencias y los regímenes de bienestar.
Por último, las instituciones reguladoras someten las transacciones económicas a restricciones legales, lo que incluye las regulaciones fronterizas (tasas de cambio, comercio internacional, movilidad del capital y regímenes migratorios).
En papeles menos destacados pueden incluir también a la comunidad científica, a las asociaciones cuasi corporativas del deporte, de la cultura y del entretenimiento, así como al arte, a la arquitectura y a los rituales oficiales (como las festividades nacionales y las elecciones de partido único).
En términos amplios y genéricos, todos los Estados modernos, tanto las dictaduras como las democracias, se apoyan en una amplia gama de instituciones represivas, económicas y culturales.
Los regímenes totalitarios del siglo XX pusieron los recursos administrativos y tecnológicos de la modernidad política al servicio de proyectos ideológicos delirantes de “dominación total” (Arendt, 2004: 565).
Tratando de aterrorizar a todo el mundo, también aspiraron a monopolizar todo: la política y el Estado, la economía, la sociedad civil y los medios de comunicación masiva, la ciencia y la educación, la verdad y la virtud, el arte y el entretenimiento, la ideología y la religión.
Sin embargo, si no logramos entender la experiencia polar de la dominación totalitaria, tampoco lograremos comprender formas más comunes de gobierno no democrático, formas menos ideológicas, menos represivas y menos comprensivas.
Si olvidamos esta lección, la lección indeleble del siglo XX, no lograremos entender la naturaleza de las dictaduras no totalitarias ni tampoco, dicho de paso, la esencia de la democracia liberal.
Sin embargo, mientras las instituciones de dominación son plenamente congruentes con el proyecto autoritario, las autocracias modernas a menudo incorporan a instituciones formales que parecen desconcertantemente incongruentes con su naturaleza.
Durante los dos siglos pasados, innumerables regímenes autoritarios establecieron varios tipos de “instituciones de representación” formales de manera selectiva.
Las concesiones casi absolutas que hacen en términos de instituciones formales a la herencia liberal-democrática representan la última línea de defensa autoritaria en una larga historia de lucha que se ha estado desplegando desde la invención de las instituciones representativas modernas.
Los sistemas de gobierno representativo que hemos llegado a llamar “democracias liberales” se basan en una configuración de instituciones cuyos elementos constitutivos fundamentales fueron concebidos y elaborados esencialmente en el siglo XVIII: el gobierno constitucional, los derechos y las libertades individuales, el imperio de la ley, los controles y los contrapesos, la división funcional y territorial del poder, las legislaturas representativas, las elecciones populares, el sufragio universal, la sociedad civil, los medios de comunicación masiva y la esfera pública.
El siglo XX, aunque catastróficamente creativo en el desarrollo de tecnologías de represión y destrucción, agregó poco al inventario de instituciones democráticas básicas (con excepción de las cortes constitucionales después de la primera Guerra Mundial y del desarrollo del derecho internacional de derechos humanos después del nazismo).
Como sabemos, el surgimiento (ideacional y fáctico) de instituciones representativas en el siglo de la Ilustración y de las revoluciones no condujo a su inmediata propagación por el mundo en expansión de los Estados independientes.
Las batallas democráticas del siglo XIX en Europa y en América giraron en gran medida alrededor de la extensión igualitaria de las libertades civiles y los derechos políticos, el establecimiento y el empoderamiento formal de las instituciones representativas, y su liberación de la dominación de hecho por parte de actores poderosos en el Estado y en la sociedad.11 Los regímenes totalitarios de terror que surgieron en la primera mitad del siglo XX no sólo borraron los logros democráticos del periodo de entreguerras.
Hitler y Stalin suprimieron las instituciones representativas.12 Las pocas que conservaron de manera nominal (como las cortes criminales en la Alemania nazi y las legislaturas y las estructuras cuasi federales en la Unión Soviética) fueron colonizadas e integradas a sus burocracias de represión y exterminio.
Después del totalitarismo, la lucha por las instituciones representativas se reanudó bajo condiciones distintas.13 En el nuevo mundo poscolonial ya no era contra monarquías semiconstitucionales europeas ni contra oligarquías electorales latinoamericanas que los demócratas trataron de erigir instituciones representativas efectivas, sino contra regímenes militares y Estados de partido único.
Muchos de esos regímenes realizaron concesiones limitadas a la herencia liberal, como la tolerancia parcial y contingente a las libertades civiles, las asociaciones ciudadanas y las elecciones legislativas.
Desencadenó un profundo cambio de concesiones institucionales selectivas a concesiones institucionales comprensivas y, en consecuencia, de la manipulación institucional selectiva a la manipulación institucional comprensiva.
Establecen el abanico completo de instituciones liberales-democráticas, desde las constituciones a las cortes constitucionales, desde las legislaturas a las agencias de rendición de cuentas, desde los sistemas judiciales a los arreglos federales, desde los medios independientes a las asociaciones civiles.
Si la lucha por las instituciones representativas implica dos retos distintos para los actores de la oposición, el desafío de establecerlas en el plano formal y de hacerlas efectivas en los hechos, implica dos conjuntos distintos de decisiones para los gobiernos autoritarios.
Dentro de las limitaciones y oportunidades que ofrecen sus contextos societal y político, deben decidir cómo estructurar el régimen político en el que desean vivir.
En segundo lugar, una vez que hayan abierto ciertos espacios institucionales, deben limitarlos y contenerlos, y asegurarse de que no se les salgan de las manos.
Más bien, “heredan una economía, un sistema de derechos de propiedad, una clase de amos de riqueza y una gama de organizaciones e instituciones preexistentes, como constituciones, legislaturas, partidos políticos, movimientos políticos de oposición, sindicatos, fuerzas policiacas y militares” (Haber, 2008: 696).
Sólo los gobernantes totalitarios modernos con su ambición revolucionaria de crear un Estado nuevo y una nueva sociedad repudian de manera integral la herencia institucional con la que se encuentran.
Sin embargo, ya sea que mantengan, creen, transformen o destruyan instituciones políticas, su primera tarea de paisajismo macroinstitucional involucra al menos siete decisiones básicas (véase también el cuadro II.2):
¿O deben crear cuerpos colegiados especializados que produzcan las reglas formales generales que el Estado central pretende imponer a los habitantes de su territorio?
¿O deben introducir capas intermedias de gobierno entre el centro y las localidades y permitir que unidades subnacionales ejerzan cierta autonomía política?
¿O deben establecer procedimientos descentralizados de nombramiento que hagan depender el acceso a las posiciones más altas del poder estatal de la ratificación formal por parte de los ciudadanos?
Si lo hacen, ¿debe el partido oficial operar como institución de dominación que tenga el monopolio formal de la formulación de políticas públicas y la asignación de cargos públicos?
  En la tradición de gobierno representativo, las primeras tres disyuntivas institucionales tienen que ver con divisiones formales del poder dentro del aparato estatal.
Cuando dividen el poder, ya sea horizontalmente (entre las ramas del gobierno) o verticalmente (entre el centro y la periferia), los gobernantes autoritarios ceden poder a actores que fungen como sus agentes.
Protegen y empoderan a los ciudadanos en la medida en que les permiten formar asociaciones cívicas y partidos políticos, y tener una voz en la selección de las autoridades y en la formulación de políticas públicas.
Los adversarios del régimen a menudo utilizan las legislaturas, los tribunales y las instituciones locales como sitios de confrontación política (véase, por ejemplo, Moustafa, 2008).
Y los regímenes a menudo utilizan los medios de comunicación, las asociaciones civiles y los partidos como ventrílocuos de políticas gubernamentales (véase, por ejemplo, Wilson, 2005).
En términos conceptuales, se definen por estas elecciones institucionales.14 Sin embargo, a pesar de sus similitudes institucionales sobre el papel, las autocracias electorales difieren de las democracias electorales en su determinación de sofocar el espíritu de las instituciones representativas en la práctica.
Para impedir que las instituciones formales de representación ganen autonomía y peso propio, los gobernantes autoritarios tienen que pasarse del paisajismo institucional a la jardinería institucional.
Considerando el papel central que desempeñan las elecciones competitivas en la definición de la democracia política, la bibliografía comparada ha prestado bastante atención a la manipulación electoral por parte de regímenes contemporáneos e históricos.
En lugar de concebir agencias estatales formalmente independientes como los tribunales, las legislaturas y los gobiernos subnacionales como contrapesos, tienden a tratarlos como ramas subordinadas del Poder Ejecutivo.
El siguiente menú de manipulación destaca cuatro estrategias comunes de control de agentes: los límites formales a la delegación de poder, el control sobre la selección de los agentes, la incentivación de los agentes por medio de la represión y la cooptación y, por último, la inducción de problemas de coordinación entre agentes múltiples.
Esto es, crean algún cuerpo colectivo especializado en escribir las reglas que el Estado central, respaldado por sus reservas de violencia, pretende imponer a los habitantes de su territorio.
Incluso si las legislaturas son formalmente poderosas, los gobernantes pueden crear asambleas sumisas, ya sea controlando la selección de los legisladores (por medio de nombramientos directos o del control de candidaturas a las legislaturas electas) o creando estructuras de incentivos irresistibles que empujan a los diputados a cooperar con el Ejecutivo, o por medio de la intimidación o la cooptación.
En principio, los sistemas judiciales modernos sirven para resolver las disputas entre ciudadanos privados, entre los ciudadanos y las autoridades públicas y entre autoridades.
Los regímenes autoritarios modernos no pueden operar sin sistemas judiciales especializados y muchas veces “funcionan de manera legalista” (Barros, 2002: loc.
Para establecer un “Estado autoritario legal” (rule by law) (Ginsburg y Moustafa, 2008), que no hay que confundir con un Estado democrático de derecho (rule of law), los gobernantes pueden cortar las alas a “la rama menos peligrosa” de muchas maneras.15
Los gobernantes autoritarios pueden restringir los poderes formales de los actores judiciales al limitar su jurisdicción a ciertos asuntos y retirar otros de su ámbito de competencia.
También pueden neutralizar los efectos de decisiones judiciales al circunscribirlos a casos individuales (como históricamente en el amparo, el sistema de revisión judicial en México) o, simplemente, a rehusarse a implementar las sentencias judiciales inconvenientes.
Incluso cuando los sistemas judiciales son formalmente poderosos, los gobernantes pueden tratar de controlarlos mediante una mezcla de procedimientos de nombramiento y estructuras de incentivos.
Los regímenes autoritarios son grandes agencias de empleo para sus servidores leales, pero también son maestros de lo que los estudiosos de administración pública llaman “compatibilidad de incentivos”.
Por medio de incentivos intra y extrajudiciales pueden asegurarse de que a los jueces todas las estrategias judiciales, excepto la “autolimitación” prudente, les parezcan personalmente costosas y políticamente contraproducentes.
Si quieren simplificar el asunto, pueden establecer sistemas jerárquicos de apelación que centralicen y homogenicen las decisiones judiciales (véase Shapiro, 1981) y que les permiten limitar a los jueces de niveles inferiores mediante el control de los jugadores de veto en la cima.
En lugar de establecer sistemas judiciales unificados, los gobernantes autoritarios pueden “contener el activismo judicial mediante el diseño de sistemas judiciales fragmentados” en los que “tribunales extraordinarios” dominados por el Ejecutivo “operen junto al sistema judicial regular” (Moustafa y Ginsburg, 2008: 18).
Las cortes especiales, que muchas veces gozan de competencias que se traslapan con las de los tribunales regulares, facilitan el control político de casos y arenas de conflicto sensibles.
Mientras los autócratas retengan su capacidad de transferir casos o categorías de casos políticamente sensibles a los tribunales bajo su control, fácilmente pueden tolerar la existencia de islas de asertividad judicial (véase Moustafa, 2008).
A pesar de su pretensión formal de operar como sistemas cerrados de resolución legal de conflictos, los sistemas judiciales, al igual que todas las demás instituciones estatales, están incrustados en su entorno societal (véase Migdal, 2001).
Su capacidad para proteger a los ciudadanos “horizontalmente” contra los actores privados poderosos y “verticalmente” contra las autoridades públicas depende en mucho de redes existentes de asociaciones profesionales y cívicas que tengan la voluntad y la capacidad de desafiar a actores poderosos (véase Brinks, 2008).
Al “incapacitar a las redes de apoyo judicial” (Moustafa y Ginsburg, 2008: 20) los gobernantes autoritarios pueden bloquear de manera efectiva el surgimiento de desafíos judiciales.
Para prevenir el surgimiento de desafíos locales, las autoridades se enfrentan al reto de concebir “mecanismos institucionales que minimicen el riesgo de que pierdan el control sobre las élites locales” (Landry, 2008: 25).
•  En regímenes represivos de las relaciones centro-periferia, las autoridades centrales construyen burocracias paralelas de vigilancia y castigo, como la policía secreta soviética en la época de Stalin, para disciplinar a las autoridades de niveles inferiores, aterrorizándolas.
•  En los regímenes burocráticos las autoridades centrales establecen niveles jerárquicos de gobierno territorial y tratan de controlar a las autoridades subnacionales controlando el “juego de los nombramientos” (Landry, 2008: 40) de arriba para abajo.
En estas situaciones, cada unidad de gobierno subnacional se encuentra “significativamente limitada por la capacidad que tiene su superior jerárquico para nombrar, remover o despedir a [sus] directivos” (Landry, 2008: 79).
•  En los regímenes de rendición de cuentas los gobiernos autoritarios adoptan una especie de enfoque neoliberal de gestión pública (new public management) para las relaciones centro-periferia.
En lugar de administrar la política subnacional a nivel micro o regular y monitorearla de manera muy cercana, delegan amplios poderes a los actores locales, al tiempo que los hacen rendir cuentas por fallas severas en su desempeño.
Los criterios que rigen esta forma de rendición de cuentas orientada hacia los resultados pueden ser políticos, como el mantenimiento de la paz social, o no políticos, como el crecimiento económico (véanse Langston y Díaz-Cayeros, 2008;
•  Finalmente, en los regímenes de arbitraje el gobernante autoritario actúa desde la capital como árbitro entre facciones subnacionales rivales que compiten por sus favores.
Similar a un poder hegemónico en las relaciones internacionales, aparece como el actor externo arrollador cuya intervención inclina los balances internos de poder dentro de las regiones y las localidades.
Cuando establecen instituciones formales de pluralismo político, los gobernantes autoritarios enfrentan el desafío de abrir y contener a la vez (a menudo mediante la represión como último recurso) espacios de confrontación con sus adversarios.
Como es más fácil dar órdenes a agentes que poner límites a adversarios, los repertorios autoritarios de manipulación están menos estandarizados y dependen más de contextos específicos en estos campos institucionales políticamente contenciosos (véase también el cuadro II.2).17
De la misma manera en que el acceso a “fuentes alternativas de información” (Dahl, 1971: 3) representa un rasgo esencial de la democracia, la desinformación constituye un rasgo central del autoritarismo.
Para minimizar la exposición de los ciudadanos a visiones alternativas de la realidad política, los gobernantes no democráticos pueden imponer limitaciones a los medios de producción de medios, al contenido de los medios de comunicación y a su consumo.
•  Las restricciones a la propiedad privada en medios de producción de información política típicamente toman la forma de monopolios estatales de los medios de comunicación impresos o electrónicos.
Tratando de imponer un monopolio completo sobre la comunicación política legítima, algunos Estados dictatoriales han ido aun más lejos, al restringir el acceso privado a medios descentralizados de comunicación escrita, como las máquinas de escribir, las fotocopiadoras, las computadoras o internet.
•  Las restricciones al contenido de los medios de comunicación, una vez producido, pueden tomar la forma de censura estatal oficial, pero también de sanciones más indirectas e informales contra las transgresiones informativas, como el retiro de licencias de operación, el acoso a empresas de comunicación por parte de las agencias tributarias y las agresiones físicas a periodistas.
•  Para restringir el consumo de los ciudadanos de la información disponible, los gobernantes pueden prohibir legalmente o desactivar materialmente el acceso de los ciudadanos a productos simbólicos que se generaron fuera de los límites del control autoritario (lo cual incluye la información distribuida por los medios internacionales de comunicación).18
En términos generales, los gobernantes autoritarios tratan de controlar a la sociedad civil por medio de tres vías alternativas: la organización subordinada de los grupos sociales, la desorganización de los actores sociales o la división competitiva de la sociedad civil.
•  Los regímenes movilizadores de partido único y las autocracias corporativistas establecen organizaciones jerárquicas controladas por el Estado para evitar el surgimiento de una sociedad civil autónoma.
•  En contraste, los regímenes autoritarios desmovilizadores que aspiran a confinar a sus súbditos atomizados en sus esferas privadas le apuestan a la desorganización de las fuerzas societales para lograr la sumisión popular.
•  Si la sociedad civil constituye un espacio asociativo autónomo del Estado, la jerarquía y la desorganización representan dos modos lógicamente opuestos de prevenir el nacimiento de la sociedad civil: el primero establece organización sin autonomía;
Entre estos extremos se encuentran las estrategias de divide et impera con las cuales los gobernantes intentan generar rivalidades entre las organizaciones existentes de la sociedad civil por medio de una distribución selectiva de castigos y favores entre ellas.
Cuando los autócratas establecen instituciones representativas formales pueden llegar a lamentar sus decisiones más adelante, pero no pueden revertirlas sin pagar ciertos costos.
Con muchos matices históricos y teóricos, han estudiado instituciones de dominación en regímenes totalitarios y autoritarios: las juntas militares, las policías secretas, los sistemas carcelarios, los campos de trabajos forzados, las burocracias de la muerte, los partidos únicos y sus organizaciones auxiliares, la planificación económica centralizada, las burocracias del bienestar, las maquinarias clientelares, las maquinarias de propaganda y los sistemas de educación pública.19
Se ha supuesto que en las dictaduras las limitaciones formales, de papel, “las instituciones de pergamino”, como las ha llamado John Carey (2000), no tienen ningún peso frente a las correlaciones fácticas de poder y las prácticas informales de gobierno.
Sin embargo, aparte de satisfacer las exigencias estéticas del público no sofisticado, es probable que estas instituciones tengan un valor instrumental para los gobernantes autoritarios.
A menos que las instituciones sean de alguna manera útiles para hacer frente a los imperativos perennes de la gobernanza y la supervivencia, ¿qué razón tendrían los gobernantes no democráticos para molestarse en crearlas?
Igual que los estudios neoinstitucionales de la política democrática, el nuevo institucionalismo en el estudio de la política autoritaria se basa en la intuición teórica de que “las instituciones importan”.
La literatura comparada sobre regímenes autoritarios ha comenzado a tomar en serio sus decisiones institucionales y a examinar configuraciones institucionales y su lógica estratégica subyacente en determinadas áreas específicas.
Por ejemplo, en su galardonado análisis de las instituciones políticas bajo dictadura (1946-2002), Jennifer Gandhi (2008) estudió las legislaturas y los partidos autoritarios como instituciones que facilitan la gobernanza y la supervivencia autoritarias porque permiten la negociación de políticas públicas (véanse también Gandhi y Przeworski, 2006 y 2007).
Barbara Geddes (2005) ha analizado el papel de los partidos movilizadores del régimen que crean contrapesos a las instituciones militares, los que ayudan a que los gobernantes autoritarios puedan disuadir o sobrevivir las insurrecciones militares (véanse también Brownlee, 2007a, y B.
Varios estudiosos de la política comparada de Medio Oriente y África del Norte han analizado las funciones de apoyo al régimen que pueden desempeñar las asociaciones cívicas cuasi autónomas al desempeñar el papel de víctimas voluntarias de la tiranía (véanse Albrecht, 2005;
La bibliografía emergente sobre legalidad autoritaria (rule by law) ha estado examinando las múltiples funciones que pueden desempeñar los tribunales en la contención de amenazas tanto verticales como horizontales, en particular mediante la “judicialización de la represión” (Pereira, 2008), la imposición de controles jerárquicos a agentes administrativos y competidores políticos, y la simulación de un Estado de derecho como fuente de legitimidad política (para un panorama general, véase Moustafa y Ginsburg, 2008;
En los países grandes, las relaciones entre principales y agentes que se extienden desde la capital hasta las periferias distantes son muy complejas, y las ventajas informativas de los actores locales sobre el terreno, demasiado grandes para que el centro pueda vigilar y controlar de manera efectiva el tablero completo de jugadores políticos.
En consecuencia, la nueva bibliografía sobre “autoritarismo descentralizado” (Landry, 2008) y federalismo autoritario (véase Bunce, 1999) estudia los complejos actos de equilibrio que realizan las élites centrales para otorgar autonomía a las regiones y, al mismo tiempo, para tratar de mantenerlas bajo control.
En el México posrevolucionario, por ejemplo, los presidentes delegaban amplios poderes sobre políticas públicas y posiciones públicas a los gobernadores estatales, al mismo tiempo que los hacían personalmente responsables por el manejo competente de los conflictos en sus estados (véase Langston y Díaz-Cayeros, 2008).
Aunque el “viejo” institucionalismo en los estudios de regímenes autoritarios ha centrado su atención en las instituciones de dominación y el emergente “nuevo” institucionalismo la pone en las instituciones de representación, no deberíamos pasar por alto que no todos somos institucionalistas.
En particular, los análisis económicos de la política autoritaria que siguen los senderos trazados por Gordon Tullock en Autocracia (1987) se desvinculan por completo de la tradición en ciencias políticas de crear tipologías de regímenes autoritarios con base en criterios institucionales.
Al intentar reconstruir los cálculos racionales de actores individuales dentro de su entorno estratégico de actores en conflicto, sustituyen el análisis de regímenes por el análisis de gobernantes (también conocidos como “dictadores” o “autócratas”).20
La perspectiva prevaleciente en la bibliografía sobre la economía política de las instituciones autoritarias es inequívocamente instrumental: igual que las instituciones de dominación, las instituciones formales de representación son instrumentos del gobierno autoritario.
Para citar sólo unos ejemplos: los partidos y las legislaturas permiten a los autócratas “cooptar la oposición potencial y mantener las coaliciones necesarias para permanecer en el poder” (Gandhi, 2008: 179).
Hacen “más fácil” que los dictadores y las élites “compartan el poder” y de esta manera “mejoran las perspectivas de supervivencia de los regímenes autoritarios” (Boix y Svolik, 2013: 301).
El supuesto de la racionalidad utilitaria nos obliga a suponer que los gobernantes autoritarios se benefician (o esperan beneficiarse) de cualquier cosa que hagan, ya sea que rechacen o acepten instituciones representativas.
Aun así, a pesar del confort emocional que ofrece, el supuesto de que la mayoría de los dictadores actúa estúpidamente la mayor parte del tiempo no ofrece una base sólida para la construcción de teoría.
Si desechamos la noción de que los diseñadores de las instituciones autoritarias padecen de irracionalidad generalizada o de incompetencia generalizada, estamos de vuelta con el supuesto utilitario básico: las instituciones autoritarias satisfacen intereses autoritarios.
Si las instituciones políticas “tienen el potencial de socavar al gobierno autocrático, ¿por qué deberían los autócratas crearlas o tolerarlas?” (Gandhi, 2008: xvii).
Las instituciones todopoderosas del imperio soviético “que habían definido [a los sistemas socialistas] y que, presumiblemente, estaban también para defenderlos, con el tiempo acabaron funcionando de un modo que subvertía tanto al régimen como al Estado” (Bunce, 1999: 2).
Éste es, entonces, el dilema del diseño institucional autoritario: a menos que se les otorguen márgenes mínimos de poder y autonomía a las instituciones políticas, éstas no pueden hacer una contribución independiente a la gobernanza y a la supervivencia autoritarias;
Abren sitios de confrontación y subversión, sea de manera abierta o subterránea, con actores múltiples que de variadas maneras ponen a prueba los límites de lo permisible.
Si los actores escogen un curso de acción que promete utilidad positiva neta, con beneficios que superan a los costos, estos últimos (los costos esperados) no desaparecen simplemente.
No obstante, se quedan acompañando a los tomadores de decisiones como sombras amenazantes, latentes, pero de todos modos reales, que infunden las decisiones con elementos de ambivalencia.23 La misma lógica aplica para las instituciones representativas formales en las autocracias.
Las instituciones representativas establecidas por los gobernantes autoritarios pueden conllevar probabilidades altas de producir resultados benéficos para sus creadores y probabilidades bajas de generar resultados nocivos.
Aun cuando las instituciones autoritarias funcionen como se supone que deben hacerlo, absorbiendo, canalizando, amortiguando, desviando o dispersando las energías de la oposición, los actores disidentes pueden en alguna medida llegar a neutralizar dichas instituciones o incluso a apropiarse de ellas.
Aun cuando las instituciones hacen que la autocracia funcione mejor, y a pesar de que aumentan la probabilidad de que el dictador sobreviva en su cargo y gobierne de manera efectiva, albergan la posibilidad de corroer la estabilidad y la gobernanza autoritarias.
Desde esta perspectiva, las instituciones representativas formales importan para la dinámica de los regímenes autoritarios, no por el valor instrumental que tienen para los gobernantes sino por la autonomía relativa que poseen incluso en condiciones no democráticas.
CONCLUSIONES En un mundo en el cual las instituciones y las ideas democráticas liberales se han convertido en hegemónicas, los regímenes electorales autoritarios representan la última línea de defensa del autoritarismo.
Al mismo tiempo que construyen un conjunto contingente de instituciones de dominación represivas, económicas e ideológicas, introducen el conjunto exhaustivo de instituciones representativas formales que definen la democracia moderna: las legislaturas, el pluralismo de partidos, las elecciones regulares en todos los niveles, los sistemas judiciales, las divisiones territoriales del poder y los espacios públicos autónomos, con medios de comunicación y asociaciones civiles independientes.
Sin embargo, con todo y las estrategias más severas y comprensivas de manipulación, es probable que cada concesión institucional formal a la democracia liberal contenga una cierta dosis de ambigüedad.
Cada espacio institucional formalmente representativo constituye una arena potencial de lucha: un objeto de manipulación autoritaria, así como un sitio de resistencia antiautoritaria.
Defino un conjunto de condiciones esenciales que deben cumplir las elecciones democráticas (“la cadena de la decisión democrática”) y describo un conjunto variado de prácticas autoritarias contingentes que socavan estas condiciones (“el repertorio de la manipulación electoral”).
Concluyo trazando una división interna dentro de la familia de los regímenes electorales autoritarios: la distinción entre regímenes sólidamente hegemónicos y regímenes competitivos más fluidos.
A raíz de la contradictoria mezcla de procedimientos democráticos y prácticas autoritarias que presentan, los regímenes electorales autoritarios han desestabilizado las rutinas conceptuales de la política comparada.
A partir de un doble proceso de diferenciación conceptual introdujo dos nuevas fronteras conceptuales: la línea divisoria que separa las autocracias electorales de las democracias electorales y la que las separa de las autocracias cerradas.
Junto con las democracias electorales, ocupan una posición intermedia en un espectro de regímenes políticos cuyos polos están formados por las democracias liberales y las autocracias cerradas, respectivamente.
Estos regímenes carecen de algunos atributos de la democracia liberal (como, por ejemplo, pesos y contrapesos, integridad burocrática y un sistema judicial imparcial), pero llevan a cabo elecciones libres y justas, lo que no hacen las autocracias electorales.
Esbozar una línea divisoria entre elecciones democráticas y autoritarias, y así reconocer qué regímenes electorales pueden ser autoritarios, ha sido el primer trazado de fronteras en la conceptualización del autoritarismo electoral.
Esbozar una línea divisoria entre el autoritarismo basado en elecciones y el autoritarismo no electoral, y así reconocer que los regímenes autoritarios pueden ser electorales, ha sido el segundo trazado de fronteras en la conceptualización de los regímenes electorales autoritarios.
La gran mayoría de las nuevas democracias que han surgido desde los inicios de la “tercera ola” de democratización global (Huntington, 1991) han sido “democracias con adjetivos” (Collier y Levitsky, 1997), “democracias defectuosas” (Merkel, 2004) que no están a la altura de nuestros ideales democráticos liberales.
Las “democracias patrimoniales” que no logran establecer burocracias racionales (véase Mazzuca, 2007) y las “democracias clientelares” cuya política de partidos programáticos es débil (véase Kitschelt, 2000) son ejemplos de estos “regímenes electoralmente competitivos” (Bermeo, 2003: 5) con problemas de calidad.
Las “democracias tutelares” (Shils, 1960), en las cuales actores no electos restringen la soberanía de las autoridades electas, y las “democracias excluyentes” (Remmer, 1985), en las cuales “segmentos significativos de todos los ciudadanos adultos son excluidos” del sufragio (véase Merkel, 2004: 49), constituyen ejemplos de estos regímenes democráticos con núcleos institucionales dañados.
Aferrarnos a la noción de democracia (aunque esté calificada mediante adjetivos descalificadores) debilitaría nuestro sentido de realidades autoritarias, en lugar de agudizar nuestra comprensión de déficits democráticos.
Cuando conceptualizamos regímenes no democráticos como instancias de democracia, aunque sea deficiente, caemos en la trampa metodológica del “estiramiento conceptual” (Sartori, 1984).2 Por ejemplo, cuando describimos a Rusia bajo Putin, Egipto bajo Mubarak, Zimbabue bajo Mugabe o la República Islámica de Irán como regímenes “democráticos” (aunque sean “iliberales”) estiramos y tensamos el significado moderno de democracia hasta hacerlo irreconocible (véase Zakaria, 2003).
Conscientes de los peligros del estiramiento conceptual, algunos autores han estado tratando a los regímenes electorales deficientes que habitan el mundo contemporáneo como genuinos puntos intermedios entre la democracia y el autoritarismo.
Puesto que estos regímenes combinan rasgos democráticos y autoritarios, los autores los ubican en el centro del espectro conceptual y, como resultado, consideran que no son democráticos ni autoritarios.
Smith, 2005), “semiautoritarismo” (Ottaway, 2003), “semidictadura” (Brooker, 2000: 252) y “zona gris” (Carothers, 2002) expresan la idea de compromisos institucionales genuinos situados en un confuso punto medio entre la democracia y la dictadura.
Aparte de su importe teleológico, “conceptos de movimiento” (Koselleck, 1979) como “regímenes transicionales”, “regímenes democratizadores” o “democracias emergentes” reflejan ambigüedades conceptuales similares (para una revisión crítica, véase Carothers, 2002).
Como las autocracias electorales integran instituciones formales de representación en sus sistemas de dominación, parece enteramente apropiado describirlos como regímenes híbridos.
Lo mismo aplica para algunos conceptos vecinos, como “pseudodemocracia” (Diamond, Linz y Lipset, 1995: 8), “dictadura disfrazada” (Brooker, 2000: 228) y “autoritarismo competitivo” (Levitsky y Way, 2002).
Éstas y conceptualizaciones similares de las nuevas formas de “autoritarismo con adjetivos” abandonan el supuesto de que los regímenes en cuestión todavía estén anclados en los principios liberales-democráticos.
Conllevan la afirmación de que estos regímenes no son democráticos ni democratizadores ni ambiguos, sino francamente autoritarios —aunque de maneras que se distinguen de otras formas de gobierno autoritario moderno—.
La noción del autoritarismo electoral conlleva el supuesto causal de que algunos tipos de elecciones son propensos a desarrollar una lógica propia y un peso propio, capaces de definir la dinámica interna de los regímenes autoritarios (y, de esa manera, justificar la creación de una categoría de regímenes distinta de las dictaduras que se niegan a introducirlas).
De acuerdo con mi definición estipulativa, las elecciones en “los regímenes electorales autoritarios” se distinguen de elecciones que puedan tener lugar en “autocracias cerradas” por cinco propiedades institucionales formales:
A diferencia de regímenes bonapartistas que orquestan plebiscitos ocasionales para demostrar el consentimiento popular a cuestiones constitucionales o políticas públicas, las autocracias electorales invitan a los ciudadanos a participar en procesos electorales que sirven oficialmente como procedimientos de selección de personal para los cargos públicos más altos.
Las elecciones ocasionales o las elecciones abortadas seguidas de golpes militares o guerras civiles no constituyen regímenes electorales autoritarios, sino “situaciones” electorales autoritarias (Linz, 1973).
A diferencia de las oligarquías competitivas, como las que existieron en el siglo XIX en América Latina o en Sudáfrica bajo el apartheid, las autocracias electorales contemporáneas no controlan las elecciones restringiendo el derecho al voto a minorías sociales.
Algunos regímenes autoritarios llevan a cabo elecciones “limitadas”, ya sea a nivel legislativo o subnacional, en las cuales “el poder nacional no está directamente en juego” (Thompson y Kuntz, 2006: 114).
En cambio, los regímenes electorales autoritarios obligan al jefe del gobierno a ser confirmado por la vía electoral, ya sea por medio de elecciones directas (en los sistemas presidenciales) o indirectas (en los sistemas parlamentarios).
Por último, aunque no menos importante, a diferencia de los regímenes de partido único que organizan elecciones de partido único, ya sea con o sin competencia intrapartidaria, los regímenes electorales autoritarios permiten la existencia de disidencia organizada bajo la forma de la competencia multipartidista.
Al designar un conjunto calificado de “elecciones con adjetivos” como las instituciones formales que definen a las autocracias electorales colocamos a los regímenes no democráticos que carecen de estos tipos de elecciones en la categoría residual de regímenes “cerrados”.
Sin embargo, mientras el concepto amplio de autocracias “cerradas” sirve para resaltar el perfil institucional distintivo de las autocracias electorales, no pretende negar las profundas diferencias que existen entre los regímenes cerrados, ni la importancia que pueden tener los procesos electorales para estos regímenes ni, de hecho, la relevancia que los factores no electorales pueden tener en los regímenes autoritarios electorales.
De acuerdo con la formulación multicitada de Robert Dahl, este ideal democrático requiere que todos los ciudadanos disfruten de “oportunidades plenas” para “formular” sus preferencias políticas, “comunicarlas” a los demás y verlas “ponderadas de manera igual” en la toma de decisiones públicas (Dahl, 1971: 2).
Sobre la base de la estipulación abstracta de Dahl quiero delinear siete condiciones más concretas que deben hacerse presentes para que las elecciones regulares cumplan la promesa de una decisión democrática efectiva.
Su propósito radica en que se seleccione, con carácter vinculante, a los “tomadores más poderosos de decisiones colectivas” (Huntington, 1991: 7) en el sistema político.
Presupone la libertad de ofrecer visiones contrastantes del bien común, opciones opuestas de política pública y, en el mercado electoral, conjuntos diversos de candidatos y organizaciones partidarias.
El rango de opciones disponibles no debe ser orquestado por un gobierno manipulador sino determinado por los propios ciudadanos activos en un marco de reglas justas y universales.
La democracia moderna supone que todos los ciudadanos poseen facultades iguales para tomar decisiones de manera autónoma, independientemente de su educación formal, riqueza, estatus social, pertenencia étnica y convicciones religiosas.
Pueden decidir no votar (con lo que renuncian a registrar sus demandas políticas), o votar en la ignorancia completa (con lo que privan a sus demandas políticas de su núcleo racional).
En la medida en que a los partidos y los candidatos en competencia (así como a los propios ciudadanos) se les niega el acceso libre y equitativo al espacio público, la voluntad popular expresada en las urnas será una expresión de ignorancia estructuralmente inducida.
Las excepciones empíricas, como los criminales sentenciados, los inmigrantes recientes y las personas que padecen una enfermedad mental grave, son pocas y controversiales (véase López-Guerra, 2005).
El voto secreto está diseñado para protegerlos de presiones externas indebidas, ya sea en forma de coerción, corrupción o desaprobación social.
Una vez que los ciudadanos hayan dado libre expresión a su voluntad en las urnas, organismos competentes e imparciales de administración electoral deben contar sus votos de manera honesta y ponderarlos de manera igualitaria.
Cuando la organización electoral carece de integridad y profesionalismo, el principio democrático de “una persona, un voto” termina siendo una aspiración vacía.
No obstante, si la cadena de selección democrática se rompe en cualquier lado, ya sea con gran facilidad o con gran esfuerzo, los comicios no se vuelven menos democráticos sino antidemocráticos.
En cambio, el enfoque de “semblanzas familiares” identifica, para definir un concepto, conjuntos de atributos típicos que suelen ir juntos, pero que no tienen que estar presentes en todas las instancias del concepto.
El concepto se puede aplicar aun cuando sólo algunos de ellos estén presentes.4 Con frecuencia hallamos definiciones clásicas en el nivel más general de conceptualización y semblanzas familiares en niveles más específicos.
Los fenómenos generales que definimos mediante criterios abstractos frecuentemente tienen aspectos muy diversos en el mundo concreto de las apariencias, igual que las familias (véase Schedler, 2011).
Al conceptualizar los requisitos normativos de las elecciones democráticas como una cadena coherente, introduzco una definición rígidamente clásica de las democracias electorales: todos los eslabones son necesarios;
Mi conceptualización de las autocracias electorales, en cambio, combina elementos clásicos (en el nivel de definición general) con semblanzas familiares (a nivel operacional).
En teoría, si los siete eslabones pueden cortarse tanto individualmente como de manera conjunta obtenemos 27 = 128 posibles configuraciones electorales autoritarias (menos una, el caso de la integridad democrática sin manipulación).
Aun cuando comparten principios no democráticos comunes, no debemos esperar que los miembros de la familia de regímenes electorales autoritarios compartan una fisonomía común.
Incluso cuando los regímenes se institucionalizan y sus rutinas autoritarias están bien asentadas, pueden estar innovando —reajustando y expandiendo su repertorio de control electoral—.5 Los límites a la innovación y a la imaginación autoritarias no son lógicos, sino empíricos.
La siguiente revisión de maniobras autoritarias (que seguirá paso a paso los siete eslabones de la cadena democrática), debe, por tanto, entenderse como inherentemente incompleta.
En las dictaduras, igual que en el mundo de los deportes competitivos, la noción de “juego sucio” no describe un catálogo finito de infracciones sino un “abanico abierto de comportamiento” (Connolly, 1993: 182).
Los regímenes pueden anticiparse a amenazas potenciales que surjan de elecciones populares circunscribiendo el alcance de los cargos de elección mediante el uso de posiciones reservadas.
Algunos regímenes autoritarios permiten a los votantes que llenen posiciones subordinadas de autoridad pública, mientras que la cima de poder permanece aislada de presiones electorales.
Las elecciones locales en Taiwán hasta principios de la década de los noventa, las elecciones municipales en China desde 1988, así como las elecciones legislativas en el Marruecos contemporáneo y en el Brasil autoritario (1964-1985), ejemplifican estas estrategias de confinamiento electoral.6 Para el partido gobernante, las elecciones limitadas a puestos locales o legislativos pueden ser dispositivos útiles.
Pueden generar información valiosa sobre ciudadanos y candidatos, pueden mantener a las élites móviles y expectantes, y pueden servir como mecanismos de resolución de conflictos para adjudicar bienes clientelares entre facciones de la coalición gobernante.
Las autocracias también pueden impedir que los funcionarios electos adquieran poder real delineando dominios reservados que los mantienen alejados de la toma efectiva de decisiones en ciertos campos de política pública (Valenzuela, 1992: 64-66).
Guatemala hacia finales de la década de los ochenta, Chile en los primeros años después de Pinochet y Turquía hasta hace poco ejemplifican estrategias de “vallado” en las que los militares blindan dominios políticos sensibles de interferencias democráticas.
A veces, las victorias autoritarias son fruto del fracaso de la oposición, con gobernantes autoritarios que salen victoriosos de las elecciones, no gracias a su propia “habilidad, sino a la ineptitud de [sus] oponentes” (McFaul, 2000: 23).
Sin embargo, las más de las veces, los gobernantes autoritarios encuentran la manera de manufacturar el fracaso de la oposición mediante la imposición de restricciones de oferta en el mercado electoral.
Los intentos, sean exitosos o no, de eliminación física de opositores prominentes, como se dieron en Togo en 1991, en Armenia en 1994, en Bielorrusia en 1999, en Ucrania en 2004 y en Pakistán en 2007, son únicamente la forma más extrema de preselección de candidatos.
A menudo los partidos gobernantes diseñan a su medida instrumentos legales que les permiten excluir oponentes específicos, ya sea que se trate de individuos o grupos sociales, de adversarios potenciales o reales.
Estaba prohibido “cualquier partido fundado sobre la base de clases, sectas, comunidades, geografía, etnia, origen, religión o credo” (Lust-Okar, 2005: 65).
En el Irán contemporáneo, las credenciales revolucionarias islámicas de los candidatos están sujetas a varios niveles de rigurosa evaluación por parte de agencias estatales y autoridades religiosas (Boroumand y Boroumand, 2000: 117-119).
Después del golpe de 1994, el presidente de Gambia, Yahya Jammeh, impulsó la promulgación de una nueva Constitución que expulsó de la arena electoral a toda la élite política del país (véase Wiseman, 1998: 69).
En lugar de idear reglas electorales sesgadas, los gobiernos autoritarios pueden dejar a candidatos incómodos fuera de la arena electoral por medios administrativos ostensiblemente no políticos.
En el mundo postsoviético, así como en los regímenes electorales autoritarios del África subsahariana y del sudeste asiático, los “gobiernos han quitado arbitrariamente el registro a partidos y han descalificado a candidatos, usualmente con el apoyo de comisiones electorales maleables” (Case, 2006: 101).
En muchos casos, las agencias administrativas y judiciales sumisas se muestran sumamente competentes al excluir partidos y candidatos por razones legales en apariencia técnicos.
El uso arbitrario de la ley como un arma contra el disenso político frecuentemente se extiende a las burocracias tributarias, las agencias de auditoría y los organismos anticorrupción.
Bajo acusaciones legales como la evasión fiscal, la corrupción y la malversación, dejan fuera de la arena electoral a competidores potenciales mediante su detención, persecución judicial o encarcelamiento.
Tanto Ucrania bajo Kuchma, como Bielorrusia bajo Lukashenka y Rusia bajo Putin ejemplifican el uso selectivo de la ley y el uso partidario de las agencias públicas para evitar que ciertas figuras de la oposición entren en la competencia electoral.10
En el Brasil autoritario (1964-1985), los gobernantes militares proscribieron a los partidos, pero “su cuasi resurrección fue tolerada bajo la rúbrica global de un sistema bipartidista oficial” (O’Donnell y Schmitter, 1986: 22).
Sin embargo, en el transcurso de varias contiendas electorales, los generales llegaron a darse cuenta de que “la estructura bipartidaria forzosa garantizó la unidad de la oposición” (Skidmore, 1989: 35).
Resolvieron mejor canalizar sus energías creativas hacia un proyecto que muchos autócratas electorales persiguen con entusiasmo profesional: alentar la fragmentación de la oposición (Skidmore, 1989: 22).11
Por lo menos desde la época de los antiguos romanos y su política de divide et impera, los gobernantes autoritarios han estado buscando agravar los problemas de acción colectiva de sus adversarios.
Proscribir a los partidos de oposición y permitir únicamente que individuos sin afiliación partidaria puedan contender en las elecciones, como en Taiwán hasta 1989, o proscribir a los partidos en general, como en la República Islámica de Irán, representa el dispositivo más radical para desorganizar la disidencia electoral.
Sin embargo, aun en regímenes electorales autoritarios que admiten partidos políticos múltiples, los gobernantes pueden crear entornos institucionales que entorpezcan la creación de partidos de oposición efectivos.
En particular, reglas institucionales desequilibradas que favorecen a los candidatos independientes y a las legislaturas débiles engendran partidos frágiles, efímeros y amorfos.
No sólo los partidos de oposición, también los partidos gobernantes pueden resultar débiles e ineficaces cuando presidentes arrolladores logran institucionalizar la política electoral sobre la base de caudillos, clanes y camarillas.
En lugar de fundar partidos hegemónicos para afianzar su supervivencia política, llevan a cabo elecciones multipartidarias de una manera que prácticamente prescinde de los partidos políticos (incluidos los partidos gobernantes que pudieran convertirse en contrapesos del poder presidencial).
En Bielorrusia bajo Alyaksandr Lukashenka, por ejemplo, los independientes nominales conquistaron 48% de los escaños legislativos en las elecciones de 1995, el 73.6% en 2000, el 89.1% en 2004 y el 93.6% en 2008.
El “sistema de partidos sin partidos” de Perú durante el gobierno de Fujimori representó un extremo similar de competencia electoral autoritaria sin partidos (véanse Levitsky, 1999, y Roberts, 2006).
En México bajo la hegemonía del PRI, por ejemplo, algunos elementos de representación proporcional y obstáculos legales a la formación de alianzas electorales sirvieron a este propósito (véase Díaz-Cayeros y Magaloni, 2004).
Mientras las instituciones formales pueden ser dispositivos valiosos para sembrar la división dentro de la oposición, los gobiernos autoritarios a menudo tratan de debilitar y dividir a sus adversarios mediante una amplia gama de prácticas informales.
Destruyen la unidad de la oposición por medio de la corrupción y la intimidación, como lo hizo el presidente de Kenia, Daniel Arap Moi cuando “acosaba o sobornaba a los líderes de cualquier partido nuevo hasta que ocurrieran divisiones internas o desertaran los miembros importantes” (Barkan y Ng’ethe, 1998: 33).
Los “clones” electorales o “candidatos de distracción” (nuisance candidates) se presentan con el mismo nombre (o uno muy parecido) como candidatos rivales en el mismo distrito.
En la medida en que los gobiernos realmente creen y controlen partidos de oposición, en lugar de “simplemente” obstruirlos, debilitarlos y fragmentarlos, se embarcan en una empresa profundamente corrosiva: la simulación de la oposición.
Son miembros reconocibles de una oposición reconocible, es decir, de una comunidad simbólica de actores políticos que se distinguen (sobre la base que sea) del partido gobernante, de la camarilla gobernante o de quienquiera que esté gobernando.
En cambio, los partidos de oposición nominales que son productos y títeres del gobierno, inventados o intervenidos por él, vacían a las elecciones multipartidistas de su significado central.
Si la distinción entre gobierno y oposición se derrumba, si todos los partidos no son más que escenificaciones teatrales planeadas y dirigidas por el gobierno, la arena electoral se transforma de una arena de competencia (aunque esté sesgada) en una arena de aclamación (aunque esté disfrazada).
Incluso cuando se trata de satisfacer necesidades humanas básicas, como la alimentación y la vivienda, los consumidores capaces y dispuestos a pagar aún necesitan saber quién ofrece qué, dónde y cómo para poder traducir sus necesidades en demanda efectiva de productos disponibles.
Por consiguiente, para evitar que las fuerzas opositoras se conecten con los votantes y que los votantes demanden algo más que el statu quo autoritario, los gobernantes a menudo mantienen a sus contrincantes electorales fuera de la esfera pública.
Para calificar como democráticas, las elecciones deben llevarse a cabo en un ambiente abierto y seguro en el cual se protejan de manera efectiva las libertades civiles y políticas.
Con frecuencia, los regímenes electorales autoritarios exhiben una “extraña combinación de elecciones notablemente competitivas y represión severa” (Diamond y Plattner, 2000: 107).
Las elecciones presidenciales de Gambia de 1996 se llevaron a cabo en un “clima de temor” opresivo (Wiseman, 1998: 66) y las elecciones nacionales kenianas de 1992 y 1997 estuvieron marcadas por el “hostigamiento estatal continuo de la oposición” (Barkan y Ng’ethe, 1998: 33).
En lugar de ejercer la represión de manera masiva y continua, los regímenes electorales autoritarios tienden a someter a sus adversarios a la represión selectiva e intermitente.
Cuando la violencia represiva no es ejecutada por el Estado sino “sólo” patrocinada o autorizada por él, los gobiernos pueden negar toda responsabilidad y condenar de manera retórica lo que organizan, alientan o al menos toleran tras bastidores.14 Para dar un ejemplo de violencia tolerada por el Estado: según estimaciones conservadoras, en la década de los noventa en México alrededor de 150 miembros del emergente partido de oposición de izquierda, el PRD, fueron asesinados “como resultado directo de conflictos poselectorales” a nivel local.
Mientras que, aparentemente, dichos asesinatos políticos no fueron orquestados por el gobierno central, sino por caudillos locales que iban por la libre, el Ejecutivo nacional hizo poco para investigarlos o impedir que sucedieran (Eisenstadt, 2004: 122).
Para citar un ejemplo de violencia patrocinada por el Estado: en los meses que precedieron la elección legislativa del año 2000 en Zimbabue, el régimen de Mugabe desplegó e incitó sistemáticamente a pandillas armadas de jóvenes desempleados (que se hicieron pasar por veteranos de la guerra de independencia) para hostigar e intimidar a las bases sociales del opositor Movimiento por el Cambio Democrático (véase Meredith, 2002: 167-189).
Yendo mucho más allá de las rutinas clientelares de conceder y negar favores, pueden empujar a los disidentes hacia la ruina económica mediante acusaciones de corrupción o evasión de impuestos, demandas civiles, despidos, la imposición de multas ruinosas, la confiscación de propiedades o la cancelación de licencias, de la ciudadanía o de grados universitarios.
Cuando los gobernantes autoritarios se enfrentan a los votantes para obtener su sello de aprobación electoral, con frecuencia confrontan a los partidos de oposición emergentes en condiciones de radical inequidad.
El aparato entero del Estado —que a menudo incluye medios operados por el gobierno— está a su entera disposición, y muchas veces también puede hostigar o intimidar a los medios privados para que ignoren a los candidatos de oposición.15
En términos generales, los políticos opositores pueden esperar verse retratados como hombres y mujeres insinceros, autointeresados y de mal carácter, como enemigos de la nación, aliados conspirativos de poderes extranjeros, “sembradores del caos” (Silitski, 2005: 86), instigadores insidiosos de la violencia desatada en su contra.
Violan los estándares mínimos de civilidad y veracidad, pero, de manera aún más importante, se manejan sin freno alguno, sin los contrapesos de “fuentes alternativas de información” (Dahl, 1971: 3).
Es un recurso crucial para los partidos y los candidatos de oposición que luchan por superar las ventajas que tienen sus contrincantes en el gobierno y por movilizar el descontento popular contra ellos.
Además, como lo demostró John Geer en su estudio empírico sobre anuncios de ataque en las campañas presidenciales de Estados Unidos, las campañas negativas pueden ser más útiles e informativas que los mensajes positivos, ya que suelen contener más evidencia empírica y exigir estándares más altos de veracidad (véase Geer, 2006).
Sin embargo, el potencial democrático de las campañas negativas puede hacerse realidad sólo en contextos de competencia genuina y de medios de comunicación abiertos.
Ante monopolios o cuasi monopolios informativos que alimentan a los ciudadanos con “nada más que una dieta infinita de propaganda [oficial]” (Meredith, 2002: 187), simplemente funcionan como armas de los fuertes.
Cuando no hay contrapesos informativos (ni restricciones judiciales), los presidentes en turno pueden blindarse a sí mismos contra la crítica pública, al tiempo que destrozan a sus indefensos adversarios mediante ataques públicos desenfrenados.16
Desde la invención del gobierno representativo, los actores políticos conocen la tentación de querer controlar los resultados electorales controlando la composición del electorado, ya sea por medios formales o informales.
Donde los autócratas sí encuentran todavía cierto espacio de maniobra es en la privación informal de derechos, dirigida contra categorías de ciudadanos que son conocidos por apoyar, o que son sospechosos de apoyar, a la oposición.
La “limpieza étnica”, es decir, la persecución, la eliminación física y el desplazamiento forzado de ciertos grupos de ciudadanos, como los negros no árabes en Mauritania a principios de la década de los noventa, es la manera más atroz de despojar a los ciudadanos de su derecho al voto (y de mucho más).
Reducen el número de locales de votación en las áreas de apoyo opositor o cambian su ubicación sin aviso previo.17 Establecen obstáculos físicos el día de la elección para impedir que los partidarios de la oposición emitan sus votos.
En las elecciones legislativas del año 2000 en Zimbabue, por ejemplo, los seguidores del partido gobernante “colocaron barricadas para impedir que las personas llegaran a los centros de votación y les confiscaron sus documentos de identidad” (Meredith, 2002: 187-188).
Los gobiernos también pueden diseñar métodos de registro de votantes, requisitos de identificación y procedimientos de votación que son universales en la forma pero sistemáticamente discriminatorios en la práctica (véase Schaffer, 2008: cap.
En lugar de mover límites distritales, los candidatos oficiales mueven a ciudadanos de sus distritos de residencia a distritos competitivos donde, “provistos de seudónimos, documentos de identidad falsos y direcciones falsas” (Case, 2006: 103), “llegan por cientos —más que suficientes para voltear una típica elección rural” (Pepinsky, 2007a: 116)—.
En ambos escenarios, sea que expulsen del proceso electoral a ciudadanos legítimos o que metan de contrabando a votantes ilegítimos, los autócratas tratan de contener las amenazas electorales mediante la manipulación de la composición de la ciudadanía.
De acuerdo con nuestra concepción moderna de ciudadanía democrática, forjada durante largas décadas de lucha democratizadora en los siglos XIX y XX, el acto político supremo de votar es un acto sumamente privado.
Se supone que los votantes ponderan los argumentos políticos de los contendientes, al tiempo que permanecen impenetrables a medios externos de persuasión, como las amenazas de la fuerza, los incentivos económicos y la condena social.
Cuando los actores autoritarios recurren a la violencia contra candidatos de oposición, asociaciones cívicas, medios de comunicación masiva y jueces independientes, pueden o no pueden lograr empujarlos, atemorizados, a la aquiescencia resignada, pero inequívocamente transgreden los límites de la política democrática.
La amenaza de violencia puede ser sofocante en contextos de posguerra, tras la terminación negociada de una guerra civil, si los partidos contendientes entran a la competencia electoral antes de renunciar a sus capacidades militares.
Si se llevan a cabo bajo la sombra de partidos belicosos que están listos para volver a la guerra, las “elecciones sirven, en el mejor de los casos, para ratificar el equilibrio de poder en términos de territorio, gente y recursos que fue creado por la guerra” (Snyder, 2006a: 224).
Anhelando la paz y sabiendo que Taylor reanudaría la guerra si perdía la elección presidencial, los ciudadanos lo apoyaron de manera aplastante (véase Lyons, 2005: 71-75).
La víspera de las elecciones legislativas del año 2000 y de las elecciones presidenciales de 2002, el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, orquestó amenazas creíbles de guerra civil en caso de que la gobernante Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico (Zanu-PF, por sus siglas en inglés) perdiera en las urnas.
Por medio de una campaña implacable de violencia partidaria disfrazada de lucha por la justicia social, pretendió, en palabras del líder de la oposición de entonces, Morgan Tsvangirai, “someter al país entero por medio de la intimidación” (citado en Meredith, 2002: 182).
La bibliografía sobre elecciones, sean históricas o contemporáneas, está repleta de narraciones sobre partidos y candidatos que intentan comprar las simpatías del electorado mediante el dispendio generoso de favores particularistas (Lehoucq, 2007, y Schaffer, 2007b).
Las preocupaciones por el “control clientelar” de los votantes pobres tienden a surgir siempre que la competencia electoral se da en contextos de pobreza y desigualdad socioeconómica (véanse Rouquié, 1978, y Schaffer, 2007c).
sin embargo, dadas las ventajas comparativas de las que gozan, tanto en términos de recursos como de impunidad legal, los autócratas electorales a menudo son capaces de movilizar campañas masivas de clientelismo electoral (véanse Greene, 2007;
Independientemente de las condiciones de libertad que envuelven a la campaña electoral, los gobernantes autoritarios pueden tratar de doblar o romper la voluntad de los votantes mediante el establecimiento de instituciones y prácticas de gobernanza electoral diseñadas a su conveniencia.
• Reglas de competencia electoral: fórmula electoral, magnitudes distritales, límites distritales, tamaño de la asamblea, calendario electoral, sufragio pasivo y activo.
• Reglas de organización electoral: registro de votantes, registro de partidos y candidatos, financiamiento y regulación de campañas, observación electoral, diseño de boletas, ubicación de casillas electorales, material electoral, procedimientos de votación, conteo y tabulación de votos, estructura de órganos de administración electoral y de autoridades de resolución de controversias electorales.
En los regímenes democráticos se asume que las instituciones y las prácticas de gobernanza electoral son fundamentalmente neutrales entre los partidos contendientes.21 Gracias a su imparcialidad, los actores pueden aceptar los resultados electorales como un reflejo fiel de las preferencias de los votantes.
Los gobernantes autoritarios que practican el arte evolutivo de la “ingeniería electoral” con frecuencia diseñan reglas de representación a su conveniencia, con el fin de evitar que posibles pérdidas de votos se traduzcan en pérdidas de poder.
Mientras estén seguros de ganar, los partidos en el poder que enfrentan un campo fragmentado de partidos de oposición tienden a establecer (o a conservar) fórmulas electorales donde el ganador se lleva todo.
En México bajo el PRI hegemónico, en Singapur bajo el PAP, en Zimbabue bajo Robert Mugabe y en Croacia bajo Franjo Tudjman, las leyes electorales mayoritarias han servido como depresores eficaces de la representación legislativa de la oposición.23 Sin embargo, en la medida en que la competencia electoral se intensifica, los gobernantes autoritarios se enfrentan al riesgo creciente de sufrir ellos mismos una derrota donde el perdedor no se lleva nada.
Cuando las certezas de victoria oficial se empiezan a disipar y “el velo de la ignorancia” (Rawls, 1971: 136-142) comienza a envolver la arena electoral, los autócratas racionales deberían comenzar a desmantelar las instituciones mayoritarias que los protegen en el presente pero que pueden perjudicarlos en un futuro más plural y abierto (véase Colomer, 1995 y 2001).
En Rusia, por ejemplo, el alto umbral de representación parlamentaria, que se fijó en 5% de los votos válidos en 2003 y aumentó a 10% para 2007, sirvió como un dispositivo efectivo para mantener a la oposición liberal fuera de la arena legislativa, aunque probablemente con un poco de ayuda de “un poco de fraude” (Fish, 2005: 79).
En México, durante el declive del partido hegemónico, una generosa “cláusula de gobernabilidad” garantizaba que el PRI preservara su mayoría legislativa con un poco más de la tercera parte de los votos.
En otros lugares como Kenia, Gambia, Jordania, Malasia y Venezuela, los autócratas electorales construyeron sus victorias electorales sobre formas groseras de malapportionment, esto es, asignaciones sesgadas de escaños a distritos electorales que no guardan ninguna proporción con el número de ciudadanos residentes en estos distritos.
El partido oficial hubiera ganado menos de 40% de los escaños, si “los distritos parlamentarios habrían sido trazados para ser más o menos iguales en cuanto al número de votantes registrados” (Barkan y Ng’ethe, 1998: 44).24
El complejo conjunto de leyes que rigen la administración de las elecciones puede perjudicar a los partidos de oposición en cada etapa del proceso electoral, desde el registro de los votantes hasta la tabulación de los votos.
Si bien hasta hace poco tiempo las leyes y las prácticas de la administración electoral habían sido más bien una “variable desatendida” (Pastor, 1999b: 6) en política comparada, tanto los profesionales como los estudiosos de elecciones autoritarias han sabido desde hace mucho tiempo de la relevancia práctica de la administración electoral (véase Birch, 2011: 3-6, 39-41).
En consecuencia, en la mayoría de los regímenes autoritarios “las posibilidades de competencia democrática ya están restringidas” mucho “antes de que el primer voto sea emitido o de que la primera boleta sea contada” (idem).
Sus disyuntivas organizacionales centrales son las siguientes: dejar la organización de las elecciones en manos de las autoridades locales o ponerla bajo el control del gobierno nacional (centralización);
asignar funciones específicas, como el registro de votantes, la organización de las elecciones y la resolución de disputas, a un solo organismo o a organismos independientes (especialización);
colocar a representantes de los partidos o a expertos independientes en el órgano directivo de las comisiones electorales independientes (delegación), y, finalmente, conceder a los funcionarios electorales amplios márgenes de discrecionalidad o restringirlos fuertemente por medio de reglas formales (regulación) (véase Mozaffar y Schedler, 2002).
A pesar de que la mayoría de las democracias industriales delegan la organización de las elecciones nacionales a la burocracia gubernamental (el Ministerio del Interior), las luchas democratizadoras de las últimas décadas han “puesto en entredicho que sea legítimo que el Poder Ejecutivo juegue el papel del ‘árbitro’ en la competencia por el poder” (López-Pintor, 1999: 43).
Cuando los gobiernos autoritarios controlan la organización de las elecciones, invariablemente poseen, o son vistos como sus poseedores, la capacidad y la voluntad de manipular los procedimientos electorales.
Bajo la doble condición de abuso de poder y de desconfianza hacia el poder que suele prevalecer en los contextos autoritarios, los partidos de oposición generalmente luchan por lograr la independencia de los organismos de administración electoral.25
Cuando menos en la mitad de las 81 elecciones impugnadas que se registraron en el mundo durante la década de los noventa, los partidos de oposición afirmaron haber sido víctimas de fraude (véase Pastor, 1999: apéndice).
Los procedimientos judiciales son desesperadamente lentos, las sanciones legales disponibles son inoperantes y muchas veces los jueces electorales están profesionalmente comprometidos con borrar todos los rastros criminales del gobernante victorioso.
En consecuencia, los partidos de oposición a menudo ven a los tribunales electorales como meras agencias de publicidad oficial, como “mecanismos de contención de protestas [establecidos] para dispersar las movilizaciones masivas” (Eisenstadt, 2004: 82).
Incluso en condiciones severamente represivas, tribunales electorales que fueron diseñados para servir como instancias de lavado de votos ilegales pueden mostrar señales de independencia en contra de los gobernantes fraudulentos.
El ejemplo del tribunal constitucional egipcio, que ordenó la supervisión judicial de los centros de votación durante las elecciones del año 2000, fue digno de titulares en la prensa internacional (véase Brownlee, 2007a: 134-137).
Después de que la oposición impugnó algunos resultados de las elecciones parlamentarias del año 2000 en Zimbabue, el presidente Mugabe exclamó que “son los votantes quienes deben decidir las elecciones, no los tribunales” (Meredith, 2002: 200).
Las elecciones sólo son ejercicios significativos de gobernanza democrática si producen ciertos efectos, si los votantes son capaces de dotar a los funcionarios electos de poder real.
Sin embargo, incluso si las elecciones son decisivas ex ante, con representantes electos que gozan de plena autoridad constitucional, aún pueden no ser decisivas ex post.
También pueden convertirse en elecciones intrascendentes, sin consecuencias, cuando actores no electos ponen a los funcionarios electos bajo su supervisión de facto (tutela) o cuando directamente les impiden ocupar sus cargos oficiales (reversión).
Desde hace mucho tiempo los estudiosos de las nuevas democracias han sido conscientes del peligro de “poderes tutelares” que debilitan la soberanía de la política democrática (Valenzuela, 1992: 62-64).
en él los actores no democráticos anulan los resultados electorales, ya sea evitando que los funcionarios democráticamente electos asuman sus puestos o bien destituyéndolos antes de que expire su mandato constitucional.
O bien persuaden a los actores de la oposición por medio de la intimidación física y de la seducción material para que se cambien de filas y se unan al partido oficial, como en la “Operación de Reclutamiento” llevada a cabo en Perú por parte del gobierno de Fujimori, tras haber perdido su mayoría parlamentaria en el año 2000 (Conaghan, 2006: 111).
Las correcciones parciales ex post de resultados electorales, sea de elecciones legislativas o subnacionales, pueden ayudar a un régimen autoritario electoral a sobrellevar perturbaciones menores, consolar a sus aliados, desmoralizar a sus adversarios y ajustar sus estrategias de control y legitimación.
En cambio, si los gobernantes deciden abortar todo el juego electoral mediante la cancelación de elecciones, la disolución del Congreso, la destitución del presidente en ejercicio de sus funciones o el encarcelamiento del candidato ganador, entonces van mucho más allá.
Si los autócratas fueran soberanos al elegir, y estuvieran seguros de poder elegir bien, la política de la manipulación electoral no sería más apasionante que serruchar tablas o zurcir calcetines.
Al admitir la existencia de una zona intermedia entre la democracia electoral y el autoritarismo cerrado, el concepto de autoritarismo electoral reduce la brecha entre las concepciones continuas y dicotómicas de la democracia.
De todas maneras se basa en la idea de que los regímenes democráticos forman “totalidades delimitadas” (bounded wholes), es decir, configuraciones coherentes de atributos esenciales cuya ausencia marca “saltos cualitativos” en las controvertidas regiones fronterizas que dividen democracia y autoritarismo (véase Collier y Adcock, 1999: 557-560 y 562).
Dentro de la familia de los regímenes electorales multipartidistas, las democracias electorales en lo esencial cumplen con todas las condiciones fundamentales de selección democrática, mientras que las autocracias electorales violan grave y sistemáticamente al menos una de ellas.
Gallie (1956) para describir conceptos multidimensionales y cargados de juicios de valor, cuya aplicación es objeto de disputas irresolubles.26 El concepto de autoritarismo electoral también es multidimensional y está cargado de juicios de valor.
Predican las virtudes de la democracia moderna, al tiempo que practican el antiguo arte de la manipulación.27 El resultado deseado es la ausencia omnipresente de claridad normativa y empírica.
El amplio consenso normativo que existe acerca de los fundamentos democráticos no se traduce fácilmente en un acuerdo específico sobre los requisitos mínimos precisos que la democracia exige en cada uno de sus pasos a lo largo de la cadena de selección democrática.
Numerosas definiciones de democracia en términos generales, así como numerosos tratamientos más específicos de la calidad democrática de elecciones políticas, han concebido las normas mínimas de la democracia liberal de formas multidimensionales similares.28 Los desacuerdos académicos se centran menos en las bases normativas de las elecciones democráticas que en la posibilidad metodológica de esclarecer la “zona gris” (Carothers, 2002) de los “regímenes híbridos” (Diamond, 2002) y de establecer distinciones cualitativas claras entre las elecciones democráticas y las autoritarias.
en ningún lugar las elecciones populares constituyen la ruta universal de acceso a todos los cargos públicos y ninguna democracia liberal concede poderes ilimitados a los funcionarios electos.
Los medios de comunicación, aunque tengan una estructura plural y abierta, nunca sirven, ni están pensados para servir, como espejos pasivos de la opinión popular.
Si reconocemos que todas las democracias realmente existentes están ubicadas a cierta distancia del ideal democrático, entonces surge la pregunta normativa: ¿qué tanto exactamente debe un régimen electoral alejarse del ideal para ser expulsado de la comunidad democrática?
Todos estaremos de acuerdo en que desviaciones ligeras y ocasionales de las normas democráticas no son suficientes para retirar a un país la membresía en el club democrático.
La propia noción de manipulación electoral, que es fundamental para la idea de autoritarismo electoral, apunta a actividades que se llevan a cabo tras bastidores, lejos de la mirada pública.
Dada la naturaleza ambigua de los regímenes autoritarios electorales, la naturaleza polémica de la aplicación de normas y la opacidad de hechos y efectos causales, las controversias intensas acerca de su verdadera naturaleza constituyen un elemento intrínseco de los regímenes autoritarios electorales.
han redactado manuales de evaluación y códigos de conducta muy elaborados, y han hecho un uso creciente de técnicas estadísticas de muestreo, procesamiento de datos e inferencia.
No obstante, en contextos de intenso conflicto, donde las realidades son opacas y contradictorias, las normas controvertidas y los actores engañosos, ningún grado de complejidad metodológica será capaz de disipar la naturaleza polémica de la clasificación del régimen.30
Las autocracias electorales forman una extensa familia de regímenes cuyos miembros varían sustancialmente entre sí en cuanto a los tipos y la intensidad de los controles autoritarios que imponen (una vez que hayan cruzado el umbral de la violación de normas democráticas), así como en cuanto al grado de competencia interpartidista que muestran (una vez que hayan admitido la oposición organizada en la arena electoral) (véanse también Brownlee, 2004, y Diamond, 2002).
La noción de regímenes hegemónicos remite a la influyente conceptualización de “sistemas de partido hegemónicos” de Giovanni Sartori (1976) como un subtipo de los sistemas de partido no competitivos.
Dado que no hay partidos de oposición viables que compitan por el poder, la alternancia en el gobierno parece casi imposible y las tímidas anticipaciones de cambio están impregnadas de miedo al caos y a la represión (véase también Magaloni, 2006).
La hegemonía autoritaria, igual que la “dominación” democrática de un partido, como la definió Maurice Duverger, no es sólo una cuestión de conseguir la longevidad en el poder, sino de generar creencias de inevitabilidad: “La dominación […] también es un fenómeno de creencia.
En los regímenes competitivos, la idea sigue siendo que los partidos de oposición pierdan, de manera invariable, el gran premio del juego electoral: la presidencia.
Sin embargo, pueden ganar premios menores y siempre esperar que se produzca un milagro y logren desbancar al titular en una “elección sorprendente” (Huntington, 1991: 174-180).32
La definición introducida por Sartori, de sistemas hegemónicos como sistemas que bloquean la alternancia electoral, encontró un eco fiel en la conceptualización posterior realizada por Adam Przeworski de la democracia como un sistema de incertidumbre institucionalizada (véase Przeworski, 1988: 63).
Las autocracias competitivas se ubican en el medio: no permiten la incertidumbre democrática plena, ni son capaces de establecer certeza práctica sobre los resultados electorales.
Si la democracia es “un sistema en el cual los partidos pierden elecciones” (Przeworski, 1991: 10), el autoritarismo electoral es un sistema en el cual son los partidos de oposición los que pierden elecciones.
Traté de anclar el amplio repertorio de manipulación que los gobernantes autoritarios tienen a su disposición, en una comprensión sistemática de los fundamentos normativos de las elecciones democráticas.
QUE DESIGNEMOS a las elecciones multipartidistas como el rasgo definitorio de una categoría particular de regímenes no democráticos solamente tiene sentido cuando éstas son más que meros adornos de gobierno autoritario.
Como voy a argumentar, las elecciones autoritarias son instituciones “creativas” que constituyen un conjunto determinado de actores interdependientes (partidos gobernantes, partidos de oposición, ciudadanos y agentes del Estado), les abren un abanico determinado de estrategias y los empujan a un juego conflictivo en dos niveles en el cual la lucha competitiva por votos con las reglas vigentes (la competencia electoral) va de la mano de la lucha competitiva por las reglas del juego (el conflicto institucional).
Los juegos son actividades repetidas, delimitadas en el tiempo y el espacio, que se realizan no para fines instrumentales sino por el valor intrínseco que tengan.1 A partir de las reflexiones de Wittgenstein sobre las semejanzas familiares (1968: §§ 66–87) sabemos que los juegos existen de muchas formas.
Para propósitos heurísticos quisiera introducir su opuesto lógico, una clase de juegos que podemos llamar juegos asimétricos, que violan los principios básicos de la competencia equitativa.
Su rasgo definitorio está en la distribución desigual del poder: uno de los jugadores (o equipos de jugadores) tiene el control sobre la definición de reglas, la aplicación de estas reglas y la resolución de disputas.
Como están sujetos a los cálculos utilitarios del jugador soberano, tanto las reglas formales del juego como su aplicación práctica se vuelven inestables e inciertas (incertidumbre procedural).
Sea por medio del diseño institucional o de la práctica institucional, el juego deja de ser neutral y se vuelve estructuralmente sesgado o “redistributivo” (Tsebelis, 1990: 104).
Puesto que los resultados de juegos inequitativos no están determinados de manera endógena por la dinámica competitiva entre los jugadores, sino de manera exógena por la imposición unilateral de reglas y prácticas, los perdedores generalmente no los consideran legítimos.
No tienen ninguna razón intrínseca para aceptar de manera voluntaria los resultados predeterminados de juegos cuyas reglas y condiciones no habían aceptado de antemano.
A manos del dictador dadivoso, estas versiones dañadas, distorsionadas y corruptas del juego pueden ofrecer ciertos beneficios extrínsecos, como bienes clientelares, a los jugadores.
En ciertos tipos de juegos dictatoriales, por ejemplo la lucha competitiva entre gladiadores esclavos y animales salvajes en las arenas del Coliseo de la Roma antigua, la participación es coaccionada.
Cuando, en condiciones de asimetría, los juegos competitivos pierden su significado original y su encanto, los actores a veces siguen participando porque el dictador les paga bien.
Pueden hacerlo bajando el ritmo (apatía), denunciando los atropellos que sufren ante el árbitro (protesta), adoptando el juego sucio de su adversario (fraude competitivo), o abandonando el juego y retirándose de la vida deportiva (salida).
  En suma, la estructura desigual de poder que caracteriza a los juegos asimétricos tiende a traducirse en propiedades estructurales del propio juego (inseguridad, inequidad e ilegitimidad).
Por su incertidumbre estructural y su injusticia estructural los juegos asimétricos tienden a generar interacciones más contenciosas y más revueltas entre sus participantes que los juegos simétricos “normales”.
En lugar de ser contenida por un conjunto de reglas estables, la competencia asimétrica se desarrolla en el seno de un conjunto de reglas contingentes cuyo contenido y peso varían en función de las decisiones que toma el jugador soberano.
En lugar de poder centrar sus energías competitivas en jugar el juego, continuamente se ven empujados a luchar por las reglas y las condiciones básicas de juego.
Los juegos asimétricos entonces se parecen a los “juegos anidados” (nested games) analizados por George Tsebelis en los cuales la interacción estratégica dentro de las reglas va de la mano de la competencia estratégica por las reglas.
Tsebelis, sin embargo, estudió la política del cambio institucional en contextos altamente institucionalizados, donde los actores pueden dar por sentada la efectividad de las reglas: “Cada jugador espera que todos los demás se apeguen a ellas” (Tsebelis, 1990: 94).
Al contrario, las elecciones autoritarias son juegos cambiantes y controversiales en que los actores participan al mismo tiempo que tratan de redefinir sus reglas básicas.
A raíz de sus profundas asimetrías de poder y estructura, forman juegos anidados o de dos niveles donde la interacción estratégica dentro de las reglas va de la mano de la competencia estratégica por las reglas.
La lucha de los partidos dentro de la arena electoral por ganar la adhesión de los votantes se desarrolla de manera simultánea con sus confrontaciones sobre las instituciones y las prácticas que determinan la estructura de la arena electoral.
Podemos ilustrar la naturaleza de las elecciones autoritarias al contrastarlas con las elecciones fundacionales (founding elections), libres y justas, que coronan los procesos de transición democrática.
Las transiciones de gobierno militar que tuvieron lugar en Europa del Sur y Sudamérica en los años setenta y ochenta del siglo pasado se dieron en su mayoría sobre la base de pactos y elecciones fundacionales.
De acuerdo con el guión estándar de las transiciones desde dictaduras militares, después de un periodo conflictivo e incierto de luchas institucionales, los gobernantes autoritarios ceden a las presiones de democratización y se retiran de la política con la condición de obtener ciertas garantías institucionales.
Los “intereses vitales” que los autócratas salientes comúnmente tratan de proteger contra impulsos democráticos incluyen los derechos de propiedad, la autonomía militar y su propia impunidad judicial.
Una vez que hayan negociado estas garantías de largo plazo, convocan a “elecciones fundacionales” (O’Donnell y Schmitter, 1986: 61) en las que ya no participan (por lo menos no de manera directa).
Cuando estos procesos electorales iniciales se conducen bajo “reglas razonablemente equitativas” (O’Donnell y Schmitter, 1986: 58) constituyen un umbral nítido, un parteaguas democrático que certifica la muerte del antiguo régimen y da aviso del nacimiento de la democracia.
En las transiciones clásicas de la dictadura militar a la democracia, el diseño institucional y la competencia electoral forman entonces una secuencia de actividades separadas en el tiempo.
Los actores en conflicto primero idean un conjunto nuevo de reglas básicas que proporcionan niveles mínimos de “seguridad mutua” (Dahl, 1971: 16) tanto al gobierno militar como a sus opositores civiles.
A continuación, los “hombres a caballo” (Finer, 2002) se retiran para disfrutar de los rigores de la vida militar en el interior de sus cuarteles, mientras que los partidos políticos civiles entran al espacio político para empezar a jugar el nuevo y emocionante juego democrático.
Después de la partida inaugural es probable que los actores todavía quieran cambiar ciertas tuercas y ciertos tornillos del sistema político, pero tratarán de alcanzar el cambio institucional dentro de las restricciones institucionales establecidas.
En las elecciones autoritarias, en cambio, los actores compiten por el apoyo popular sin antes haber resuelto su lucha por las reglas básicas de la competencia política.
En lugar de inaugurar un régimen nuevo, las elecciones autoritarias constituyen puntos focales de “pruebas cíclicas de fuerza y legitimidad” (Lamounier 1989: 69).
En lugar de señalar el fin del gobierno no democrático, la introducción de elecciones asimétricas significa la continuación del autoritarismo y de las luchas democratizadoras por otros medios.
En las siguientes páginas voy a esbozar los elementos básicos y las propiedades dinámicas de su interacción anidada: los actores y las estrategias cruciales, la naturaleza híbrida de los votos, la interacción entre los dos niveles del juego, la opacidad de hechos y efectos, y las probables trayectorias de las autocracias electorales.
Al abrir el “juego anidado” de competencia electoral y lucha institucional, introducen un conjunto de actores, recursos, opciones estratégicas, relaciones de conflicto y relaciones de dependencia, que no existen en las autocracias no electorales.
Para que alcancen sus metas opuestas, dependen de manera crucial de dos grupos intermedios de actores: de los ciudadanos, que son los árbitros oficiales del juego (a nivel de la competencia electoral), y de los funcionarios públicos, que son sus árbitros informales (a nivel de la lucha institucional).
Como lo analizamos en el capítulo anterior, pueden tratar de restringir las expresiones de disidencia organizada fragmentando, excluyendo, colonizando o denigrando a los partidos de oposición.
Por el simple hecho de permitir el pluripartidismo, las autocracias electorales abandonan las ideologías de armonía colectiva, aceptan la existencia de clivajes sociales y renuncian al control monopólico sobre la definición del bien común.
De inicio, tienen que resolver si entran a un juego competitivo que no es libre ni justo o si mejor lo critican desde las gradas (participación versus boicot).
Una vez que los centros de votación hayan cerrado y los resultados de la elección se hayan publicado, tienen que decidir si aceptan las cifras oficiales o si llevan sus quejas a los medios, las cortes, las calles o la arena internacional (aquiescencia versus protesta).
Que los opositores acepten enfrentar a los votantes y hacer campaña electoral en el nivel básico del juego no implica que se hayan disipado sus preocupaciones por las formas y las prácticas institucionales sesgadas en el metanivel del juego.
Por el contrario, al tiempo que se esfuercen por conquistar los corazones y las mentes de los votantes, necesitan seguir luchando por reformas continuas y la defensa del voto.
Que hayan aceptado el doble reto de la competencia simultánea en los dos niveles del juego fue una característica central de la política opositora en las “revoluciones electorales” que tuvieron lugar en las antiguas repúblicas de la Unión Soviética.
El secreto del éxito de lo que Valerie Bunce y Sharon Wolchik describieron como “el modelo electoral” de las transiciones democráticas (Bunce y Wolchik, 2011) se encontraba en que los actores de oposición estaban decididos a tomar ambos niveles del juego en serio.
En el nivel básico del juego se esforzaron por unificar el campo fragmentado de partidos antigubernamentales, reclutar candidatos atractivos, estudiar la opinión pública, ofrecer programas electorales bien diseñados, poner a los activistas de base en contacto directo con los votantes y hacer campañas profesionales intensas de comunicación electoral.
En el metanivel del juego, trabajaron duro para escudriñar la preparación administrativa de las elecciones, llevar a cabo campañas comprensivas de observación electoral el día de la elección, estudiar el andamiaje legal y capacitar a abogados para la defensa jurídica del voto, y hacer preparativos para protestas públicas masivas en caso de fraude electoral (véase también Bunce y Wolchik, 2007).
En principio, puede ser plausible atribuir poder y capacidad de acción a varios actores autoritarios, que pueden ser individuos, actores colectivos o colecciones de actores.
Candidatos comunes son el jefe del Ejecutivo (el gobernante o dictador), el gabinete (el consejo de ministros), el gobierno (el dictador y sus secretarios), los líderes centrales (el círculo interno de tomadores de decisiones), el Estado (un conjunto de burocracias civiles, burocracias militares, legislaturas e instituciones judiciales), el régimen (el gobierno y el Estado), algún organismo estatal en particular (como el ejército o la policía secreta), la élite política (los funcionarios públicos de alto nivel), la élite gobernante (la élite política y las élites sociales de apoyo) y el partido oficial.
Para no complicarse la vida, tanto los observadores académicos como los políticos habitualmente suponen que el centro del poder autoritario se encuentra en el jefe formal del gobierno (el dictador) o en el cuerpo gobernante formal (el gobierno nacional).3
No obstante, cuando las líneas de responsabilidad entre el gobierno y los agentes estatales se vuelven borrosas, puede justificarse borrar también la distinción conceptual entre ambos y hablar del “régimen” como actor relevante.
de manera vertical, lo hacen entre el régimen y los ciudadanos.4 Cuando los autócratas organizan elecciones, necesitan que sus partidos cumplan con la doble tarea de llevar a cabo manipulaciones efectivas (su papel horizontal) y campañas efectivas (su papel vertical).
Los regímenes electorales autoritarios pueden desarrollar “tendencias sultanistas” (Chehabi y Linz, 1998b: 9), con gobernantes patrimoniales que ratifican su derecho a gobernar mediante elecciones multipartidistas recurrentes.
En general, cuando los autócratas desean gobernar por medio de elecciones pluripartidistas controladas, necesitan un partido (y de manera auxiliar también un Estado) para movilizar a los votantes, y necesitan un Estado (y de manera auxiliar un partido) para controlar las elecciones.
Son muy pocos los gobernantes autoritarios electorales quienes, en lugar de invertir en la construcción de un partido oficial fuerte, resuelven debilitar a todos los partidos, incluyendo el suyo, para erigirse ellos mismos como árbitros supremos sobre un campo de organizaciones políticas débiles y dispersas.5
La mayoría de los estudios empíricos de regímenes autoritarios electorales se enfoca en prácticas de manipulación electoral y deja de lado los esfuerzos autoritarios de movilización electoral.
Sin embargo, aun cuando tienen capacidades amplias para distorsionar los resultados electorales, esos regímenes siempre se exponen a ciertos “riesgos electorales” (Cox, 2007) y por lo tanto necesitan movilizar a los votantes y obtener su apoyo activo en las urnas.
Al fin y al cabo un “rasgo definitorio de las autocracias electorales, a diferencia de las dictaduras militares, es la capacidad de sus líderes de ganar elecciones, aunque sea bajo condiciones inequitativas” (Cameron, 2006: 289).
Aun partidos gobernantes que no enfrentan riesgos tangibles de perder una elección, como el PRI en los tiempos dorados de su hegemonía, muchas veces realizan grandes esfuerzos de comunicación electoral.6 Cuando diseñan sus estrategias de movilización electoral, los gobernantes autoritarios pueden escoger del menú usual de opciones.
Igual que los contendientes en elecciones democráticas, pueden centrar su marketing político en el partido o en el candidato, en programas de políticas públicas o en ofertas clientelares, en asuntos económicos o culturales, en símbolos o conflictos sustantivos, en la evaluación del pasado o en la construcción del futuro.7
Al instaurar elecciones pluripartidistas para la jefatura del gobierno, los regímenes electorales autoritarios instituyen el principio del consentimiento popular, aun cuando lo subviertan en la práctica.
Pueden apelar a la legitimidad revolucionaria (la creación de una nueva sociedad), trascendental (inspiración divina), tradicional (sucesión hereditaria), comunitaria (nacionalismo, antiimperialismo, supremacía étnica), carismática (liderazgo mágico) o sustantiva (bienestar material, integridad pública, seguridad pública o seguridad externa).
En última instancia, sin embargo, todas las diversas razones que pueden motivar el apoyo popular deben pasar el examen institucional de las urnas.
Las concesiones institucionales que los regímenes autoritarios electorales hacen al principio de la soberanía popular dotan a los ciudadanos de ciertos recursos normativos e institucionales.
Las elecciones constituyen a los ciudadanos como portadores de roles políticos, pero también les permiten convertirse en actores colectivos, sea en las casillas electorales o en las calles.
En el metanivel del juego, pueden echar porras al régimen (lealtad oficial), permanecer quietos y mirar las protestas callejeras desde las ventanas de sus casas (aquiescencia pasiva), o seguir los llamados de la oposición y unirse a las movilizaciones en contra de las elecciones (protesta activa).
O pueden participar de manera activa en la represión estatal, sea de manera formal al unirse a las fuerzas de seguridad o de manera informal al afiliarse a organizaciones paramilitares o pandillas violentas apadrinadas por el Estado.
Sobre todo en países pobres, grandes y heterogéneos, las elecciones implican retos administrativos y logísticos enormes para cualquier gobierno, sea democrático o autoritario.
Para gobernantes que traten de contener la incertidumbre de los resultados electorales, las elecciones multipartidistas con sufragio universal crean problemas de control de agentes a escala masiva.
Para asegurar la participación electoral masiva de beneficiarios de servicios sociales y residentes de hospitales públicos, tienen que poner en marcha las capacidades de movilización de trabajadores sociales y directores de clínica.
Para corregir, durante el conteo de votos o la publicación de resultados, las decisiones equivocadas que hayan tomado los votantes, deben fiarse de la creatividad matemática de los funcionarios de casilla o de los expertos en programación.
Para mantener a los ciudadanos revoltosos bajo control tienen que confiar en “el sentido implacable de autoridad y compromiso” (Heller, 1994: 408) de sus fuerzas de seguridad.
Para convencer a la comunidad internacional de su compromiso inquebrantable con el Estado de derecho, necesitan jueces de más alta integridad que estén dispuestos a desechar todas las impugnaciones al proceso electoral como notoriamente infundadas.8
En múltiples arenas institucionales, entonces, para la implementación de sus maniobras manipulativas los gobiernos centrales dependen de un gran número de agentes cuya confiabilidad política y eficiencia administrativa no pueden dar por sentadas.
En cualquier lugar del vasto aparato estatal, sea en sus esferas altas o en sus sótanos, cerca del centro o en la periferia, los gobiernos pueden sufrir “pérdidas de agencia” (agency losses) que socavan la efectividad de sus proyectos electorales autoritarios.
También pueden levantar su voz y criticar al gobierno (disidencia), realizar actos encubiertos de resistencia cotidiana (subversión), abandonar la coalición gobernante e unirse a la oposición (deserción) o renunciar a sus funciones y retirarse a la vida privada (salida).
Finalmente, los agentes estatales también pueden optar por retar al partido oficial de manera abierta, por ejemplo, por medio de intentos de golpe de Estado, de fallos judiciales adversos o de la frustración de fraudes electorales (confrontación).9
La extensa bibliografía sobre problemas de agentes y principales en la administración de empresas y en la administración pública ofrece un conjunto general de recomendaciones prácticas para superiores (“principales”) que batallan por lograr que sus subordinados (“agentes”) cumplan con sus deseos y obedezcan sus órdenes.
En términos generales, los gobiernos autoritarios obtienen la lealtad de los agentes estatales de maneras muy sencillas: contratan a amigos y seguidores, aseguran su obediencia continua por medio de sobornos continuos y castigos ocasionales, y los vigilan de cerca.
Ellos son los salvavidas políticos de última instancia que pueden rescatar a un gobierno tembloroso o empujarlo suavemente al abismo (véase, por ejemplo, Barany, 2011).
Sin embargo, mientras que en las democracias los partidos políticos tienen que persuadir a los votantes para ganar votos, en las autocracias deben persuadir tanto a los votantes como a los agentes del Estado.
Todos los contendientes en la arena electoral autoritaria, el partido oficial igual que los partidos de oposición, luchan por su tajada en el mercado electoral compitiendo (en condiciones asimétricas) en los dos niveles del juego anidado.
Los resultados electorales reflejan, en grados variables e imposibles de saber con certeza, dos factores causales conjuntos: decisiones ciudadanas y maniobras manipulativas.
En términos matemáticos simples, el porcentaje oficial de votos (v) que obtenga cada partido es una función de las preferencias ciudadanas (p) y de la manipulación electoral (m).
La confluencia de flechas verticales en el cuadrado central de resultados electorales, en la figura IV.1, ilustra la naturaleza híbrida de los resultados de elecciones autoritarias.
Debido a sus poderes coercitivos, las restricciones que imponen al debate público, su tendencia al secretismo, la ausencia de mecanismos confiables para captar las preferencias ciudadanas y su aversión a la rendición de cuentas pública, los regímenes no democráticos son estructuralmente opacos (véase el capítulo I).
Podemos ver algunas cosas, como la aprobación de leyes electorales discriminatorias, la represión de marchas de protesta o la eliminación de candidatos de las boletas electorales por decreto administrativo.
En cambio, muchas otras estrategias de control electoral, como la alteración de registros de votantes, la intimidación de sufragantes o la falsificación de votos el día de la elección, son actividades descentralizadas que involucran a miríadas de agentes públicos y privados, quienes generalmente tratan de hacer su trabajo sin dejar rastros públicos.
Aun con toda la información que podamos recolectar, sea episódica o sistemática, narrativa o estadística, las esferas ocultas de la ingeniería electoral autoritaria constituyen una caja negra impenetrable, que nunca (o casi nunca) podemos iluminar por completo.
Su sistema exhaustivo de extorsión, vigilancia y videograbación permitía que la ciudadanía pudiera examinar las entrañas de la caja negra de maniobras autoritarias, por lo menos de manera posterior, una vez que el régimen había caído (véase Cameron, 2006, y Conaghan, 2005).
Aun en el “entorno informativo pobre” (Magaloni, 2006: 236) que presentan las elecciones autoritarias, podemos saber algo de las preferencias populares, sea a través de “conocimientos locales” (Geertz, 1983) o mediante encuestas representativas de opinión pública.
Sin embargo, bajo condiciones autoritarias, nunca sabemos con certeza si, y en qué medida, los ciudadanos practican la falsificación pública de sus preferencias privadas (véase Kuran, 1995).
Ansiosos por saber si están caminando sobre piso firme o patinando sobre una capa delgada de hielo, los gobernantes autoritarios contemporáneos con frecuencia realizan extensos estudios de opinión pública.
Por ejemplo, en vísperas de las elecciones presidenciales peruanas del año 2000 parecía que “el gobierno no estaba muy confiado, a pesar de que las encuestas de opinión pública señalaban que Fujimori probablemente iba a ganar, y quería ser capaz de falsificar el conteo de votos en caso de ser necesario” (McClintock, 2006: 261).
Cuando saben que los resultados electorales son el producto conjunto de decisiones ciudadanas y de maniobras manipulativas, pero no pueden saber el peso preciso de cada uno, entonces se quedarán sin conocer con certeza los factores causales fundamentales que explican el resultado electoral.
Las incertidumbres fácticas que existen sobre los niveles reales de apoyo popular al régimen y sobre los niveles efectivos de manipulación electoral se traducen en incertidumbres inferenciales sobre el peso causal que tengan ambos factores, las preferencias ciudadanas y las estrategias del régimen.
La compra efectiva de votos es una transacción económica exigente cuyo éxito depende, antes que nada, de la disposición que tengan los ciudadanos de vender sus derechos políticos formales.
Esta transacción requiere: a) que los ciudadanos reciban ofertas materiales particularistas de partidos o candidatos, b) que cambien su comportamiento electoral en respuesta y c) que comprendan sus cambios conductuales como el cierre de una transacción comercial.
En la mayoría de los casos tenemos evidencia empírica únicamente del primer paso, mientras que los otros dos se quedan ocultos en las cajas negras anidadas de las mentes individuales y las urnas electorales.
En los tiempos agitados que llevan a las elecciones pluripartidistas, muchas veces podemos ver cómo partidos, candidatos y trabajadores de campaña entregan una amplia gama de bienes materiales a ciudadanos individuales, desde dinero en efectivo hasta donas de chocolate, desde gallinas y mangueras hasta frijoles y bicicletas.
Para poder evaluar las consecuencias conductuales que tienen las campañas distributivas y para poder saber los significados subjetivos que les dan los ciudadanos necesitaríamos tener elementos tanto de conocimiento factual (quién recibió qué de parte de quién y cómo respondió) como de conocimiento contrafactual (qué hubieran hecho los ciudadanos en ausencia de ofertas materiales), que en general son inaccesibles para los observadores externos (véase Schaffer y Schedler, 2007).
Reconociendo la opacidad estructural de los regímenes autoritarios, muchos autores consideran que las elecciones sirven como mecanismos que permiten a los dictadores resolver sus problemas de información.
Afirman que las elecciones multipartidistas, e incluso las elecciones no partidistas, o de partido único, dan a los partidos gobernantes pistas útiles sobre capas de descontento popular con el gobierno, con el partido o con candidatos individuales.
Sobre todo en regímenes bien institucionalizados que cuentan con historias electorales extensas, se piensa que incluso variaciones pequeñas en patrones locales de votación sirven como señales tempranas de alerta sobre la emergencia de sentimientos antirrégimen (o el declive de entusiasmo prorégimen).
Para rastrear fluctuaciones en el ánimo popular, los gobernantes autoritarios pueden observar la distribución de votos, pero también datos electorales menos obvios, como las tasas de registro electoral y de participación electoral, el número de votos inválidos y el uso del voto secreto, en lugar del voto público abierto.14
Bajo condiciones autoritarias, generan información que no estaría disponible en su ausencia, o que, en todo caso, sería mucho más costoso generar por medios alternativos, como la vigilancia burocrática de los ciudadanos por la policía secreta.
Se ve muy complejo el cálculo estratégico de dos grupos de antagonistas (gobierno y oposición) que compiten en condiciones de opacidad relativa por un bien escaso (los votos) en un juego de movimientos simultáneos de dos niveles, ambos controlados por actores diferentes (votantes y funcionarios).
Cuando los votantes toman sus decisiones electorales podemos esperar que presten atención a los dos niveles del juego autoritario electoral: el nivel básico de las campañas electorales y el metanivel de las luchas institucionales.
Sin embargo, en la medida en que sí forman parte de esta historia, podemos analizarlas, por lo menos de manera parcial, de modo semejante a como analizamos las decisiones de los votantes en democracias establecidas.
Cuando los votantes participan en el juego anidado de elecciones autoritarias es probable que formen sus preferencias electorales p con base en dos fuentes: a) sus evaluaciones de ofertas de política pública ep que los partidos y los candidatos presentan en el nivel de la competencia electoral y b) sus evaluaciones em de las estrategias que los contendientes electorales persiguen en el metanivel de las luchas institucionales.
Suponiendo que la relación entre los dos componentes evaluativos es aditiva, como en los cálculos estándar de utilidad donde las evaluaciones negativas se sustraen de las positivas, podemos poner las preferencias ciudadanas como simple compuesto de las dos evaluaciones (para mayor simplicidad, sin introducir subíndices de letras para ciudadanos y partidos individuales):
Las constantes α y β = (1 – α) denotan el peso relativo que asignan los votantes a asuntos de política y a asuntos de régimen.
En la medida en que los partidos de oposición logran hacer girar la competencia electoral alrededor del eje de democratización (statu quo autoritario vs.
En cambio, en la medida en que los partidos gobernantes logran desdibujar el clivaje antirrégimen mediante la introducción de dimensiones transversales de conflicto ideológico (como izquierda vs.
religiosidad), los ciudadanos deben sopesar sus preferencias de régimen contra sus compromisos ideológicos, sus identidades colectivas o sus cálculos de intereses materiales.
En el otro extremo, dejan de preocuparse por completo por el metanivel de luchas institucionales (α = 1, β = 0).
Para entender las evaluaciones que los ciudadanos hacen de campañas electorales en condiciones autoritarias podemos emplear las mismas distinciones analíticas y los mismos factores explicativos que empleamos comúnmente para entender las decisiones de los votantes en condiciones democráticas.
Podemos ponderar los pesos relativos que tengan partidos versus candidatos, plataformas políticas versus rasgos de personalidad, consideraciones normativas versus cálculos instrumentales, mensajes positivos versus campañas negativas, la aceptación de riesgos versus la aversión a riesgos y la atribución política versus la atribución externa de responsabilidades.
Igual que en contextos democráticos, podemos concebir la opinión personal que los ciudadanos se forman sobre la oferta electoral como el producto compuesto de sus evaluaciones sociotrópicas (con respecto del estado de la economía y la calidad de la gobernanza), sus evaluaciones de cartera personal (que cubren su situación económica personal, pero también los impuestos que pagan y los subsidios que reciben) y sus afinidades ideológicas (que incluyen su identificación partidaria).
La descripción necesariamente antecede a la explicación, y tenemos muy poca información empírica sobre las preferencias de los votantes y sus evaluaciones de campaña en regímenes electorales autoritarios.
Sobra decir que los datos empíricos que tenemos comparativamente sobre este nivel de evaluaciones ciudadanas son aún más escasos que la información disponible sobre evaluaciones de campaña.
De todas maneras, en un nivel analítico, podemos distinguir tres dimensiones de racionalidad que los votantes probablemente tomen en cuenta en sus evaluaciones al nivel de las luchas institucionales: normativa, instrumental y cognitiva.
en términos instrumentales, califican su utilidad esperada, y en términos cognitivos, las descifran como fuentes de información sobre la fortaleza institucional del régimen.
La legitimidad política se alimenta de los juicios normativos que los ciudadanos se forman sobre el régimen existente y sus maniobras a nivel institucional.16 Estos juicios se derivan de las actitudes normativas que los ciudadanos tengan hacia el autoritarismo y de las creencias que tengan acerca de la naturaleza de las estrategias gubernamentales.
Si los ciudadanos son democráticos y se mantienen informados, las estrategias autoritarias que desplieguen los gobiernos en el metanivel del juego electoral muy probablemente dañen su apoyo ciudadano en el nivel básico del juego.
Si los ciudadanos son indiferentes o ignorantes, los regímenes pueden recurrir a la manipulación electoral sin que sus niveles de apoyo popular se vean afectados.
En términos instrumentales, los ciudadanos individuales anticipan las consecuencias que las estrategias institucionales de gobierno y oposición puedan tener sobre su bienestar personal.
La libertad y la seguridad, el goce de libertades personales y de la integridad física se excluyen de concepciones estrechas de utilidad personal, pero muchas veces parecen más importantes que el disfrute de bienes materiales.
Cuando los votantes anticipan que las protestas opositoras pueden volverse violentas, o pueden provocar reacciones violentas de parte de seguidores del régimen, o pueden poner en movimiento espirales de violencia societal, entonces estarán inclinados a dar la espalda a la oposición para prevenir el riesgo de desorden social.
Mientras más altos sean los niveles de violencia poselectoral que teman los votantes y más alta su aversión personal a la violencia y el desorden, será menos probable que apoyen a la oposición con su voto (véase Magaloni, 2006: 55).18
Desde el punto de vista de los participantes, la interacción entre los niveles del juego electoral autoritario puede ser mutuamente reforzante o mutuamente frustrante.
La retroalimentación negativa entre los dos niveles puede crear dilemas estratégicos serios que hacen que las decisiones estratégicas se vuelvan indeterminadas.
Uno de los dilemas fundamentales de los gobiernos electorales autoritarios surge de los “costos de legitimidad” que sus maniobras manipulativas pueden generar entre los votantes.19
De acuerdo con la reconstrucción influyente que Robert Dahl hizo de la historia de la democracia moderna (1971), los procesos de modernización socioeconómica conllevaban una progresión gradual, desde una situación en la que los beneficios de la represión fueron altos y sus costos bajos hacia otra en la que los beneficios de la represión se volvieron bajos y sus costos altos.
En términos de la teoría de decisión, este sendero evolutivo tiene implicaciones muy claras: los incentivos cambiantes que enfrentan los actores políticos los empujan de manera gradual, pero consistente, hacia la democratización.
Bajo el autoritarismo electoral, los gobiernos y sus aliados miden la utilidad de la represión y la manipulación en la moneda de los votos: ¿cuántos votos ganan mediante prácticas e instituciones autoritarias (los beneficios redistributivos)?, ¿cuántos votos pierden gracias a las respuestas ciudadanas adversas a la gobernanza autoritaria (los costos de legitimidad)?
Sin embargo, con menos suerte, los regímenes se hallan en situaciones más complejas en las que sus estrategias institucionales en el metanivel producen efectos contradictorios sobre la distribución final de los votos.
Mientras que otros tipos de dictaduras (en particular los gobiernos militares y los regímenes totalitarios) pueden tener pocas inhibiciones en el momento de desatar la represión contra su población, los regímenes electorales autoritarios no se basan en la represión abierta.
Sin embargo, aunque el control autoritario de las elecciones está diseñado para garantizar el triunfo del gobierno en las urnas, sufre el riesgo perenne de la sobreextensión.
En la medida en que los ciudadanos a) valoran los bienes políticos democráticos y b) piensan que el régimen existente va en contra de los preceptos democráticos, crean un dilema para la autocracia electoral.
El eje vertical indica las consecuencias redistributivas que la manipulación autoritaria y su opuesto, la reforma democratizadora, tienen sobre el voto (en el metanivel de prácticas institucionales);
La parte derecha del eje horizontal indica las ganancias de votos que obtiene el gobierno gracias a las ganancias de legitimidad que generan las reformas democratizadoras.
Su parte izquierda muestra las pérdidas de votos que sufre el gobierno gracias a los costos de legitimidad que genera la manipulación electoral (sea porque los votantes se queden en casa, voten por la oposición o participen en actividades de protesta que mitiguen el impacto de la manipulación).
El cuadrante noreste describe el área de “comodidad autoritaria” donde las estrategias manipuladoras engendran efectos positivos en ambos niveles del juego.
El cuadrante opuesto en el suroeste señala el área de “angustia autoritaria” donde las estrategias gubernamentales se vuelven contraproducentes en los dos niveles del juego.
Los efectos netos de las estrategias gubernamentales en el metanivel (sean manipuladoras o reformadoras) se cancelan mutuamente a lo largo de la “línea de neutralidad” que atraviesa la gráfica de noroeste a sureste.
En el cuadrante noroeste, los gobiernos enfrentan el “dilema de la manipulación”, en el cual los costos de legitimidad que genera la manipulación se comen sus ganancias redistributivas.
En el cuadrante sureste, los gobiernos enfrentan el “dilema de la reforma”, en el cual las ganancias de legitimidad que generan las reformas democratizadoras se ven contrarrestadas por sus costos redistributivos.
Mientras más altos y más equilibrados estén los costos y los beneficios de las estrategias gubernamentales (es decir, mientras más lejos estén del punto cero y más cercanos a la línea de neutralidad), se hacen más agudos los dilemas que los gobiernos enfrentan en cualquiera de los dos cuadrantes de efectos contradictorios.
Tanto en el lenguaje cotidiano como en el debate académico, la noción de dilemas muchas veces sirve como un término dignificante y algo dramático para describir los conflictos de decisión (trade-offs) que enfrentamos en nuestras vidas cotidianas: la ponderación de costos y beneficios en la elección de alternativas, la elección intertemporal entre intereses de corto y largo plazos, la elección entre los frutos certeros del esfuerzo personal y los beneficios inseguros de la cooperación social (el dilema de los prisioneros), etc.
En un mundo de escasez y de duras restricciones, es decir, en el mundo en el que vivimos y enseñamos a vivir a nuestros hijos, podemos experimentar cualquier cosa que hagamos como dilemática en el sentido simple de que, para obtener a tenemos que renunciar a b.
En un sentido ligeramente más rico, los dilemas constituyen sólo un subconjunto de nuestras decisiones: aquellas que no nos exigen ponderar costos y beneficios, sino únicamente costos;
Esta conceptualización coincide con lo que el Oxford English Dictionary define como “el uso popular” del término: “Una elección entre dos (o posiblemente varias) alternativas que son o aparecen igualmente desfavorables”.
La necesidad de aceptar los costos de sus decisiones o de elegir entre un mal y otro peor puede empujar a los actores hacia dramáticos conflictos internos.
Cuando están atrapados en dilemas “genuinos” de este tipo, los actores se enfrentan a la imposibilidad de conseguir sus objetivos, dado que sus acciones producen efectos contradictorios.
El modelo literario de contradicciones dilemáticas de este tipo es la Trampa 22 (Catch-22), el dilema burocrático que enfrentaron los pilotos de combate durante la segunda Guerra Mundial: podían ser relevados de participar en misiones peligrosas de combate sólo cuando estuvieran mentalmente enfermos.
Sin embargo, cuando solicitaron ser relevados, el mero hecho de hacerlo fue tomado como prueba contundente de su salud mental, con lo que su solicitud fue rechazada (Heller, 1995).
Para conservar el poder, los gobiernos manipulan las elecciones (en el metanivel), lo que les puede costar el poder gracias a los efectos deslegitimadores de la manipulación (en el nivel básico del juego).
Cuando crean que los resultados son reflejos razonablemente fieles de las preferencias ciudadanas, enfocarán sus esfuerzos creativos en el nivel de la competencia electoral.
Finalmente, cuando están convencidos de que las estrategias autoritarias y las preferencias ciudadanas deciden las elecciones por partes aproximadamente iguales, tomarán muy en serio ambos niveles del juego.
En lugar de privilegiar un nivel sobre el otro, se lanzarán a las batallas institucionales con la misma energía y determinación con la que emprenden la lucha competitiva por ganarse el corazón de los votantes.
Los actores de oposición, por el contrario, están perpetuamente obligados a aprender y adaptarse, a innovar y experimentar con cosas nuevas (véase también Bunce y Wolchik, 2011).
No obstante, sin importar cómo decidan ni qué, sus decisiones siempre serán controversiales y contingentes, ya que será imposible derivarlas de manera consensual de las estructuras existentes de decisión.
El empleo de reglas simples de decisión o de heurísticas informacionales puede llevar a los actores a que tomen sus decisiones con mucha convicción.
Sin embargo, es muy improbable que genere una sensación de sentido común, es decir, una idea intersubjetiva, compartida entre los actores, sobre “lo que hay que hacer” en la presencia de dilemas estratégicos y opacidades informativas.21
Sin embargo, sólo podemos esperar que se den patrones de decisión semejantes cuando los actores se encuentren con entornos estratégicos que son lo suficientemente claros y convincentes para empujarlos hacia cursos de acción convergentes.
En lugar de emprender cursos convergentes de acción racional, los actores muy probablemente se embarcarán en controversias interminables sobre los cursos racionales de acción, con lo que nuestra búsqueda científica por patrones medios será en vano.
Internamente heterogéneos y potencialmente fisíparos, los cuatro grupos de actores que participan en el juego anidado de las elecciones autoritarias enfrentan problemas endémicos de coordinación.
Cuando logran presentarse en público como actores unitarios, en general lo hacen sobre la base de esfuerzos intensos, primero para alcanzar y luego para conservar su coherencia interna.
Además, aparte de tener que lidiar con la amenaza estructural perenne de escisiones internas, también tienen que lidiar con los actores externos que se entrometen en sus asuntos internos.
Las controversias estratégicas que se generan por las estructuras opacas y dilemáticas de las elecciones autoritarias exacerban los problemas de coordinación que sufren los contendientes en la arena electoral.
Gracias a que afectan a la élite gobernante tanto como a los partidos de oposición, pueden dar inicio al “clásico juego de la transición de cuatro jugadores” (Linz y Stepan, 1996: 265) que típicamente surgió en las transiciones democráticas desde los gobiernos militares.
Al buscar las causas de sus derrotas electorales, la oposición moderada tiende a asignar primacía causal a la popularidad relativa del gobierno;
En consecuencia, tanto los blandos como los moderados tienden a dar prioridad estratégica al nivel básico de la competencia electoral, mientras que tanto los duros como los radicales tienden a priorizar el metanivel de las luchas institucionales.22
Igual que sus contrapartes democráticas, las elecciones autoritarias también pueden provocar el cierre de la arena electoral mediante una intervención militar, como en Azerbaiyán en 1993 y en Costa de Marfil en 1999.
En los últimos años ha surgido un gran interés académico por descifrar “el poder de las elecciones” (Di Palma, 1990: 85) bajo gobiernos autoritarios.
En términos conceptuales, teóricos y empíricos hemos aprendido mucho de la bibliografía nueva y floreciente sobre el papel causal de las elecciones autoritarias.
Hace algunas décadas ya, en su libro sobre elecciones sin alternativas (elections without choice), Guy Hermet, Richard Rose y Alain Rouquié (1978) llamaron al mundo académico a que prestara mayor atención a la relevancia empírica de las elecciones autoritarias.
tratarlas con “desdén objetivo” e ignorar las “funciones numerosas” que cumplen (Hermet, 1978: 1), como la legitimación del régimen, la educación ciudadana, la comunicación entre gobernantes y gobernados y la resolución de conflictos dentro de la élite política (véase ibid.: 13-17).23
Sólo en los últimos años hemos visto emerger una generación nueva de investigación empírica, básicamente cuantitativa, sobre el uso de elecciones (y de otras instituciones formales) como instrumentos de la gobernanza autoritaria.
En lugar de rastrear las funciones sistémicas que las elecciones cumplan para los regímenes autoritarios, reconstruye la utilidad instrumental que tienen para los gobernantes autoritarios.
Siguiendo la obra pionera Autocracia, de Gordon Tullock (1987), una buena parte de la literatura sobre la economía política de los regímenes políticos supone que las elecciones autoritarias cumplen con un propósito fundamental: facilitar la supervivencia política del dictador.
La premisa fundamental es sencilla: los gobernantes autoritarios no quieren perder su trabajo y las elecciones (al igual que otras instituciones formalmente representativas, como los partidos y las legislaturas) los ayudan a preservarlo.
Los estudios sobre la economía política de las elecciones autoritarias tienden a enfocarse en las amenazas horizontales que surgen desde el interior de la élite gobernante.
En lugar de concebir las elecciones como dispositivos (intrínsecamente engañosos) para generar legitimidad popular, los autores las entienden como instrumentos de persuasión de élites que están diseñados para mantener quietos a los disidentes potenciales dentro del círculo gobernante.
A veces, “los mecanismos” subyacentes mediante los cuales las elecciones “promueven la supervivencia del régimen [permanecen] opacos” (Pepinsky, 2007b: 1), pero los economistas políticos han sugerido una amplia gama de posibilidades.
De acuerdo con otros enfoques, las elecciones multipartidistas introducen nuevas relaciones de interdependencia y por tanto sirven como restricciones de doble filo para los actores.
Tanto el dictador como sus aliados de élite saben que los disidentes internos pueden pasarse a la oposición cuando el dictador no esté dispuesto ni sea capaz de pagarles y protegerlos de manera apropiada.
Al hacer vulnerables a los gobernantes, las elecciones crean la base estructural para institucionalizar de manera creíble a coaliciones de élite, sean de políticas públicas o de autoenriquecimiento privado.
Por ejemplo, las elecciones autoritarias pueden “servir para disuadir a los rivales” (Geddes, 2005: 10) de que desafíen al dictador, sea por medios electorales o no electorales, pero sólo pueden hacerlo cuando logren demostrar el apoyo popular al régimen de una manera que sea creíble para los círculos internos de la élite (que saben de todas las jugadas sucias del régimen).
Mientras los economistas políticos tienden a ver las elecciones como simples instrumentos de gobierno autoritario (ya que cualquier otra cosa violaría nociones básicas de racionalidad instrumental de los autócratas), los estudiosos de las transiciones tienden a ver las elecciones, en particular las multipartidistas, como elementos desestabilizadores en los regímenes autoritarios.
Al analizar los procesos de apertura que tuvieron lugar en gobiernos militares y dictaduras de partido único, la bibliografía pionera sobre las transiciones observó que la liberalización política muchas veces es contraproducente como estrategia de supervivencia del régimen.
Abrir la caja de Pandora de conflictos sociales antes reprimidos genera un nivel de conflictividad que resulta difícil de contener dentro de los límites del control autoritario.
Una vez que los “blandos” dentro del régimen habían dado los primeros pasos para introducir medidas de liberalización, la propagación posterior de conflictos los forzaba a volver a la represión o, alternativamente, a dar pasos más audaces hacia la democratización.
Los proyectos de liberalización que se lanzan desde adentro del poder autoritario establecido están invariablemente pensados como aperturas controladas del espacio político […] Sin embargo, la liberalización es inherentemente inestable […] Una vez que se suavice la represión, por la razón que sea, la primera reacción es el surgimiento explosivo de organización autónoma en la sociedad civil […] Cuando esto suceda, la liberalización no puede continuar […] O se revierten los procesos de liberalización, lo que lleva a periodos siniestros eufemísticamente llamados “normalización”, o se avanza hacia la democratización [Przeworski, 1991: 57-60].
Quienes ahora estudian los regímenes electorales autoritarios muchas veces toman estos hallazgos acerca de la inestabilidad inherente de la liberalización autoritaria como su punto de partida teórico.
Para indicar el potencial desestabilizador de las elecciones autoritarias multipartidistas citan la famosa frase de Samuel Huntington según la cual “el autoritarismo liberalizado no es un equilibrio estable;
las casas construidas a medias se caen” (1991: 137).26 La pregunta es: si es poco probable que la mezcla contradictoria de autoritarismo y liberalización lleve a un equilibrio sostenible, ¿podemos decir lo mismo acerca de la mezcla contradictoria de autoritarismo y elecciones?
Igual que las medidas de liberalización que tomaron los gobiernos militares y las dictaduras de partido único, las elecciones autoritarias están diseñadas para dar estabilidad al régimen autoritario.
¿O están destinados a verse “casi siempre decepcionados” (Huntington, 1991: 175) por procesos electorales que se salen del control de la misma manera que se salieron del control los procesos de liberalización?
Si las elecciones multipartidistas introducen tensiones sistemáticas en los regímenes autoritarios y los hacen potencialmente inestables, ¿estas tensiones empujan a las autocracias electorales hacia un lado determinado del espectro de regímenes?
Si los “regímenes inconsistentes” que se encuentran entre los polos de la democracia y el autoritarismo cerrado son inherentemente inestables (véase Gates et al., 2006), ¿se caen, cuando se caen, con probabilidades idénticas, hacia cualquier lado del espectro?
Por un lado, admitía que las elecciones autoritarias podían servir tanto para sostener como para socavar a un régimen autoritario, y afirmaba que sus efectos indeterminados dependían de la dinámica que tomara el conflicto anidado entre gobierno y oposición.
En la medida en que los partidos de oposición logren acumular fuerza en la arena electoral mejorarán sus oportunidades de conseguir reformas institucionales de parte del partido gobernante.
Y viceversa, en la medida en que logren mejorar las condiciones de competencia electoral y gobernación electoral en el nivel del metajuego, mejorarán sus oportunidades de captar votos y conseguir escaños en el nivel del juego.
Así que, en lugar de establecer un equilibrio autorreforzador, las elecciones ambivalentes tienden a desencadenar una espiral “autosubversiva” que con el tiempo merma tanto las bases institucionales como las bases electorales del gobierno autoritario [Schedler, 2002a: 111;
Mi optimismo estaba anclado en la interacción entre los dos niveles del juego: si los partidos de oposición se hacen más fuertes en el nivel de la competencia electoral, es probable que también se fortalezcan en el metanivel de luchas institucionales.
Aun cuando demos por hecho que estas conexiones causales entre los dos niveles del juego sean sólidas y confiables, mis aseveraciones sobre la “lógica interna” de las elecciones autoritaria nos remiten al origen de los cambios iniciales que suceden en cualquiera de ellos.
Si las elecciones multipartidistas están diseñadas para prolongar la expectativa de vida de los regímenes autoritarios, ¿por qué deberíamos esperar que produzcan efectos contraproducentes que acorten la vida de sus creadores?
Cuando los autócratas permiten partidos de oposición, admiten la posibilidad de que esos partidos terminen siendo menos leales y menos tímidos de lo que esperaban que iban a ser (en gratitud por haber sido admitidos a la arena electoral).
Sin embargo, las amenazas estructurales que emanan de las elecciones autoritarias van más allá de la posibilidad evidente de que los partidos de oposición tomen en serio su papel de opositores.
En particular en países pobres, grandes y heterogéneos, implican retos administrativos y logísticos enormes para los gobiernos, sean democráticos o no democráticos.
Para gobiernos autoritarios que tratan de contener la incertidumbre de los resultados electorales, elecciones pluripartidistas con sufragio universal generan problemas de control de agentes a escala masiva.
Sus estrategias de manipulación electoral dependen de la cooperación activa de funcionarios públicos que sean capaces de —y estén dispuestos a— implementarlas de manera efectiva.
Sus maniobras autoritarias siempre corren el riesgo de fracasar debido a la falta de capacidad técnica o de fiabilidad política de agentes estatales.
Imaginemos nada más: si los autócratas electorales sólo tuvieran que controlar a un electorado pequeño, con el que pudieran interactuar cara a cara, como sería una asamblea de notables, el comité central del partido en el gobierno o una asamblea comunitaria, entonces no necesitarían más que a un pequeño grupo de operadores políticos fieles.
Los autócratas tendrían casi ninguno de los innumerables problemas entre agentes y principales que enfrentan cuando intentan domesticar elecciones competitivas masivas, que son invenciones modernas vertiginosas: igualitarias, burocráticas y descentralizadas.
Ya que las elecciones autoritarias proporcionan medios institucionales para premiar y castigar a los miembros de la élite, para entrenarlos y ponerlos a prueba, para obligarlos a competir y a obedecer y para seleccionarlos y rotarlos, estas elecciones muchas veces sirven como mecanismos efectivos para la coordinación de élites.
Bajo condiciones de hegemonía, los gobernantes son prácticamente inmunes a las divisiones internas siempre que logren convencer a los miembros (temporalmente) descontentos de la élite de que sólo dentro del partido hegemónico conservan “una perspectiva razonable de ganar puestos públicos y privilegios privados en el futuro” (Langston, 2006: 60).
En las autocracias competitivas, en cambio, la amenaza perenne de que miembros ambiciosos de la élite se pasen a las filas de la oposición es más inmediata y acuciante.
La rebelión electoral de 2004 en Ucrania ejemplifica esta dinámica, ya que “apenas unos años antes” prácticamente “el liderazgo entero de la Revolución Naranja había […] estado estrechamente aliado con el presidente” (Way, 2008: 63).
Tanto en los regímenes hegemónicos como en los competitivos, los actores de la oposición muchas veces están resignados al hecho aparente de que los desafíos serios sólo pueden surgir “desde adentro”, lo cual los obliga a “esperar una división interna dentro del régimen” (Pepinsky, 2007a: 126).
Saben qué tienen que buscar cuando quieren explicar el surgimiento de acciones colectivas contenciosas: agravios (que los líderes “encuadren” discursivamente de una manera atractiva que tenga resonancia entre las audiencias relevantes), repertorios de acción colectiva (como marchas, huelgas y barricadas callejeras), estructuras de movilización (como redes sociales u organizaciones cívicas) y oportunidades políticas (que generan utilidades esperadas positivas para la acción colectiva).
Además, energizan a los partidos políticos, los pilares organizados de las elecciones competitivas, movilizan asociaciones cívicas, y activan redes sociales que estén aliadas, sea con los partidos o con las organizaciones cívicas.
Finalmente, las elecciones autoritarias ofrecen una amplia gama de roles que los ciudadanos pueden asumir, tales como votantes, activistas de base, líderes de partido o candidatos, y les ofrecen también una amplia gama de actividades que pueden emprender, como hacer campaña, educar a los votantes, observar las elecciones o participar en actos de protesta.
En suma, las elecciones autoritarias imponen restricciones severas a los actores disidentes, pero también les ofrecen oportunidades estructurales para retar al régimen de manera individual o colectiva.
Aunque no sea la regla, sino la excepción, la oposición también puede salir ganando, sea de manera gradual, paso a paso, o de manera repentina, llegando de un salto al poder.
Difieren entre sí a nivel “macro”, en sus grandes propósitos de investigación (sus definiciones de variables dependientes e independientes), y a nivel “micro”, en sus estrategias específicas de investigación (sus elecciones de casos, datos, modelos y procedimientos estadísticos).27
A pesar de la relativa dificultad de destilar consensos empíricos de las aguas revueltas de los estudios empíricos, podemos distinguir tres grandes hallazgos con respecto a los efectos causales que tienen las elecciones multipartidistas sobre las trayectorias de las autocracias: a) Los regímenes hegemónicos se encuentran entre los regímenes políticos más duraderos, mientras que los regímenes competitivos se han revelado como los más inestables.
b) Aunque la mayoría de las elecciones autoritarias no engendra avances liberales ni democráticos, la mayoría de los avances democratizadores está “estrechamente asociada con elecciones” (Pop-Eleches y Robertson, 2008: 5).
Las democracias ya no se inauguran con “elecciones fundacionales”, sino que se conquistan mediante la transformación conflictiva y laboriosa de elecciones autoritarias como “pasos intermedios típicos hacia la democratización” (Hadenius y Teorell, 2007: 150, 153).
Aun cuando demos por hecho que los gobiernos autoritarios son soberanos en su decisión de establecer elecciones multipartidistas, esta soberanía suya se erosiona en el momento en que las elecciones multipartidistas hayan sido convocadas.
Introduce un conjunto nuevo de actores, recursos y conflictos, y también un conjunto nuevo de dependencias estructurales, demandas informacionales y complejidades estratégicas.
Aun cuando formen parte de un entorno societal e internacional determinado, las elecciones autoritarias constituyen un sitio de conflicto político que posee autonomía relativa y sigue su propia lógica.
Como los regímenes autoritarios electorales dependen de la cooperación de élites, agentes del Estado y ciudadanos, son vulnerables a la deserción y a la resistencia de parte de estos grupos de actores.
Dado que las elecciones multipartidistas ofrecen múltiples oportunidades para explotar las vulnerabilidades del régimen, pueden abrir paso a procesos de cambio democrático, sean graduales o repentinas.
Una quinta parte de las elecciones autoritarias que se realizaron en las últimas dos décadas del siglo XX propició cambios democratizadores subsecuentes (Schedler, 2013).
Dos quintas partes de los regímenes competitivos que Steven Levitsky y Lucan Way identificaron en su libro sobre regímenes híbridos después de la Guerra Fría al comienzo de los años noventa del siglo pasado, ya habían transitado a la democracia en 2008 (2010b: 341).
En general, como mencionamos arriba, desde los inicios de la tercera ola de democratización los regímenes autoritarios competitivos han emergido como “pasos intermedios típicos hacia la democratización” (Hadenius y Teorell, 2007: 150-153).
¿Debemos inferir de estos hechos que “la era del autoritarismo electoral” (Morse, 2012) pronto está destinada a llegar a su fin, y dará lugar a avances renovados de la democracia?
Las razones son sencillas: un buen número de autocracias electorales hace caso omiso a las leyes de mortalidad política y sigue ahí, sobreviviendo.
Con las excepciones de Singapur, Gabón y Tanzania, ninguno de los regímenes hegemónicos que existían a principios de los años ochenta del siglo XX sobrevivía la primera década del XXI.1 Esto no quiere decir que todos se hayan democratizado.
El primero finalizó su transición a la democracia después de una estancia de varios años en la categoría intermedia del autoritarismo competitivo.2 Después de que el presidente Suharto dimitió en medio de una severa crisis económica y una ola de protesta ciudadana, Indonesia pasó de manera directa del gobierno de partido hegemónico a la democracia electoral.
Aunque el sendero mexicano de una apertura gradual pareciera ser una tendencia natural de los partidos hegemónicos, los regímenes hegemónicos se han mostrado vulnerables a crisis de liderazgo y amenazas extrainstitucionales.
En Togo, el mismo evento provocó que los militares intervinieran para asegurar una sucesión dinástica de liderazgo de padre a hijo, bajo continuidad autoritaria electoral.
Igual que otros tipos de dictadura, los regímenes hegemónicos muchas veces se basan en combinaciones contradictorias de altos niveles de institucionalización con altos niveles de personalización.
Cuando los partidos hegemónicos no logran mantener un equilibrio mínimo entre restricciones electorales y oportunidades electorales, empujan la disidencia de la arena electoral hacia espacios extrainstitucionales de protesta.
El hecho de que casi todos los regímenes hegemónicos que existieron todavía en los años finales de la Guerra Fría hayan dejado de existir en las dos décadas subsecuentes no quiere decir que las hegemonías electorales sean una cosa del pasado.
Con frecuencia, en los regímenes autoritarios competitivos los gobernantes tratan de transformar las ventajas competitivas precarias que les confiere el control del gobierno en una dominación hegemónica sólida.
Tienen la infraestructura organizativa, la capacidad administrativa, la apariencia de apoyo popular y el poder militar que necesitan para exponerse a los vientos emergentes de la competencia electoral sin siquiera despeinarse.
Puede seguir prosperando por un buen tiempo, o estancarse y seguir sobreviviendo a duras penas, o transformarse en un régimen militar represivo, o desintegrarse en una guerra civil.
Cuando las presiones sociales sigan creciendo, cuando el sistema del capitalismo estatal corrupto empiece a resquebrajarse, y cuando las reformas políticas empiecen a ser no una hipótesis de lujo sino una necesidad de supervivencia, entonces los líderes chinos muy probablemente no darán un “gran salto” hacia la democracia.
En su superficie reluciente proyecta la imagen de una dictadura consumista en la que todo el mundo está quieto y feliz, contento con vivir en un desierto limpio y ordenado de concreto y vidrio, diseños posmodernos y la última generación de teléfonos inteligentes.
De todos modos, el régimen, que es una autocracia parlamentaria tipo Westminster con reglas electorales mayoritarias, ha gozado desde su fundación de un monopolio casi sin fisuras de escaños legislativos, pero no de votos legislativos.
En algún punto, que no podemos predecir, sino sólo anticipar, el mundo feliz de la dictadura aséptica, que no conoce la corrupción ni la protesta ni los chicles sobre el pavimento, puede dar el último respiro de su vida artificial sin aviso previo.
Otros, como Kenia o Ucrania (tanto antes como después de la llamada revolución del “Euromaidan” a comienzos de 2014), se han instalado en las borrosas áreas fronterizas de los “regímenes ambiguos” (Diamond, 2002), en cuyos casos los expertos no se ponen de acuerdo sobre cómo clasificarlos.
Al mismo tiempo que ha estado perdiendo varios de sus miembros, la familia de las autocracias competitivas ha ido admitiendo a nuevos miembros que se le unieron desde las autocracias cerradas, como Afganistán y Myanmar.
Sin embargo, de manera más importante, las autocracias competitivas han ido incorporando a nuevos miembros que se pasaron a sus filas desde el mundo de las democracias electorales.
En Venezuela, Bolivia y Ecuador, actores enfrentados a la llamada clase política (anti-political-establishment actors) han tomado el poder por medios democráticos, lo han concentrado a través de medios dudosos, y finalmente han subvertido la competencia por el poder a través de medios autoritarios (véase Levitsky y Loxton, 2013).
Las regresiones autoritarias, decía, pueden producirse mediante la “muerte súbita” de la democracia o mediante su “muerte lenta” (1992: 19).
A pesar de su estrecha vinculación con las democracias establecidas (véase Levitsky y Way, 2010), las democracias latinoamericanas han seguido siendo vulnerables a su subversión en manos de lobos autoritarios electorales que se presentan con piel de ovejas radicalmente democráticas.
La “política de la incertidumbre” es la lucha competitiva por estas incertidumbres intrínsecas del gobierno autoritario: sus inseguridades existenciales (la incertidumbre institucional) y sus opacidades estructurales (la incertidumbre informativa).
Por ejemplo, disponemos de datos abundantes de opinión pública sobre el apoyo popular a la democracia, pero de muy pocos sobre percepciones populares de persistencia democrática.3 En parte, nuestra renuencia a generar datos comparados sobre percepciones subjetivas parece derivarse de ciertas reservas metodológicas.
En el estudio de regímenes políticos, igual que de manera más general en la ciencia política contemporánea, somos proclives a sufrir cierta esquizofrenia metodológica.
Según el canon metodológico prevaleciente, imaginamos que los actos conductuales son observables (y nada más que observables), mientras que los actos lingüísticos sean simbólicos (y esencialmente engañosos).
En la literatura comparada sobre el autoritarismo, los dictadores emplean principalmente una técnica de comunicación sencilla para asegurarse de que otros actores sepan lo que quieran que sepan: la emisión de “señales” (signaling).4 El modelo subyacente de comunicación es muy mecánico.
Una señal es “un gesto, una acción o un sonido que se emplea para transmitir información o instrucciones, típicamente sobre la base de acuerdos previos entre los actores involucrados”.5 Las señales son acciones que desencadenan otras acciones.
Las señales comúnmente se intercambian entre actores que no pueden hablarse de manera directa, ya sea porque se encuentran a cierta distancia uno del otro o porque no pueden expresarse abiertamente en presencia de terceros.
Dan por hecho que los grupos sociales se sienten amenazados por otros que, presumen, tienen un interés objetivo en explotarlos y en los medios para hacerlo (véase Boix, 2003).
En su libro sobre la política contenciosa y la construcción de Estados en el sudeste de Asia, Dan Slater (2010) ofrece un ejemplo sobresaliente de reflexión sistemática sobre las bases estructurales de las expectativas políticas.
De acuerdo con su propuesta teórica, las élites sociales y económicas generalmente son renuentes a unir fuerzas e invertir en la construcción de poderes infraestructurales del Estado, salvo que se encuentren amenazadas por conflictos políticos que sólo pueden ser contenidos, con “puño de hierro” (Slater, 2003), por la mano protectora del Estado.
Como argumenta Slater, las élites sólo aceptan los sacrificios necesarios para financiar a un Estado fuerte cuando creen que los conflictos sociales se han vuelto “endémicos e inmanejables” (2010: 14).
Y percepciones de amenaza tan fuertes sólo pueden surgir cuando “conflictos violentos de clase afectan las áreas urbanas y exacerben las tensiones comunales” (idem;
Es decir, en el sudeste de Asia del siglo XX, las élites sociales únicamente llegaron a converger en sus percepciones sobre los peligros claros e inminentes que enfrentaron desde abajo, cuando los conflictos sociales ocurrieron como conflictos de clase, cuando se tornaron violentos, cuando se pasaron de las áreas rurales a las ciudades, y cuando reforzaron tensiones étnicas explosivas (véase idem).
Los actores políticos sólo son capaces de formar expectativas convergentes acerca de las decisiones futuras de los demás en la medida en que su entorno les proporciona pistas claras sobre los demás, es decir, pistas claramente visibles y relevantes.
En su magnífico estudio acerca de la autoabdicación legislativa, el historiador y teórico político Ivan Ermakoff (2008) muestra que los factores contextuales no son determinantes cuando los actores tratan de coordinar sus expectativas bajo condiciones de intensa incertidumbre.
Su análisis, históricamente meticuloso y teóricamente rico, muestra de manera ejemplar cómo podemos llegar a entender la convergencia de expectativas políticas bajo incertidumbre extrema mediante la reconstrucción no del entorno externo sino de las perspectivas internas de los actores participantes.
Si realmente es cierto que el autoritarismo genera opacidad y que los autócratas tienen que lidiar con este hecho fundamental de la vida política, entonces nosotros, los estudiosos del autoritarismo, también tenemos que hacerlo.
Es muy común que nos refiramos a fenómenos como la fortaleza del partido gobernante, la lealtad de las agencias de seguridad, la popularidad del régimen, la cohesión de la élite, la credibilidad del dictador, o las amenazas de rebelión, como si realmente supiéramos de estas cosas.
Las creencias y las expectativas que lleguemos a formar siempre serán tan fuertes o tan frágiles como la evidencia empírica que podamos movilizar y las reglas de inferencia que elijamos aplicar.
Tomar la incertidumbre en serio nos exigirá, entonces, una gran vocación innovadora en el estudio comparado de regímenes autoritarios, tanto en nuestras metodologías como en nuestros conceptos, nuestras teorías y nuestras estrategias de investigación.
Al girar su atención hacia las instituciones formalmente representativas, que antes se habían descontado por irrelevantes, el “nuevo institucionalismo” en el estudio del autoritarismo ha generado un rico flujo de investigación comparada.
Nos falta mucho por conocer,6 pero hemos aprendido bastantes cosas sobre elecciones y necesitamos saber muchas más sobre las estructuras concretas y las funciones empíricas de otras instituciones, como las legislaturas, los medios de comunicación, las cortes y las constituciones.
Al mismo tiempo, no debemos olvidar que los regímenes autoritarios no están cimentados sobre una base de instituciones formales de representación, sino sobre la base de instituciones de dominación.
Carecemos de información comparativa sobre hechos básicos, como la división de poder entre las organizaciones estatales de violencia, el tamaño de la policía secreta, y las reglas de nombramiento y remoción de los altos mandos militares.
El “nuevo institucionalismo” en el estudio de las dictaduras corre el riesgo de convertirse en una empresa sesgada si omite tomar en serio a las instituciones de dominación, y no sólo a las instituciones de representación.
Aparte de redescubrir el tema histórico de la dominación, nos haría bien que redescubriéramos la historia de la dominación, incluyendo la historia de la dominación autoritaria por medio de las elecciones.
En suma, cuando la cuesta cuesta y la roca se siente pesada, cuando la investigación social es una historia sin fin y la agenda del autoritarismo comparado nos marea por su amplitud y sus exigencias, debemos recordar a Albert Camus: “Hay que imaginarse a Sísifo feliz” (1991: 123).

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