Crisis del Antiguo Régimen en España: De la Guerra de Independencia a la Revolución Liberal (1808-1833)

La Crisis del Antiguo Régimen en España (1808-1833)

La Crisis de 1808 y la Guerra de Independencia

La oposición de España a la Revolución Francesa se pone en evidencia en la Guerra de la Convención (1793-1795) y supone el fin a la alianza con Francia que había caracterizado la política exterior española durante el siglo XVIII. Tras la muerte en la guillotina de Luis XVI, España declara la guerra a Francia. La derrota española es rotunda y se firma la Paz de Basilea (1795), que subordina los intereses españoles a los franceses. En 1807, Godoy firma con Napoleón el Tratado de Fontainebleau, que autoriza al ejército francés a atravesar España para invadir Portugal, país aliado de Inglaterra. A cambio, se pacta un futuro reparto de Portugal entre Francia y España, y la creación de un reino de los Algarves para Godoy. Con este pretexto, las tropas francesas van ocupando distintas ciudades españolas. La familia real, ante el temor de una posible invasión, huye a Aranjuez para, en caso de necesidad, seguir camino hacia el sur y embarcarse para América. El 18 de marzo de 1808 estalla el Motín de Aranjuez. Soldados, campesinos y servidumbre del palacio asaltan el palacio de Godoy y obligan a Carlos IV a abdicar en favor de su hijo, Fernando VII. Mientras tanto, las tropas francesas, al mando del general Murat, entran en Madrid. Napoleón aprovecha la disputa de la corona entre padre e hijo para atraerlos a Bayona, donde les obliga a traspasarle el trono, que entregaría a su hermano José I. Para legitimar el cambio dinástico, José I hace publicar el Estatuto de Bayona, una especie de constitución de aire liberal que cuestionaba los fundamentos del Antiguo Régimen, pero que mantenía en manos del monarca la mayor parte de las prerrogativas. Este texto no llegaría a ponerse en práctica, pues lo impediría la guerra contra los franceses.

La ocupación francesa y la no aceptación de José I como nuevo monarca hizo que los madrileños se levantaran el 2 de mayo de 1808 contra las fuerzas francesas ocupantes de la capital. Pocas horas después, el general Murat reprimía la revuelta fusilando a centenares de personas como escarmiento. La rebelión se extendió pronto por toda España. Los levantamientos de mayo de 1808 degeneran en guerra (1808-1813), dejando un trágico balance de pérdidas humanas —más de 300.000 muertos—, destrucciones y saqueos. Fue una guerra nacional y popular, pero no revolucionaria; guerra española y al mismo tiempo conflicto internacional, en cuanto que Gran Bretaña apoyó a los patriotas españoles para acabar con Francia. El ideario que hizo posible el levantamiento partía de la defensa de la religión y de la monarquía, de una visión tradicional de la sociedad no compartida por la minoría liberal que, además de afirmar la nación frente a Francia, deseaba hacer su propia revolución. El discurso ideológico de la guerra lo proporcionó el bajo clero, que convenció al pueblo de que, mediante la guerrilla, colaboraba en una cruzada contra la impiedad francesa.

En la España ocupada por las tropas francesas, el rey José I trata en vano de emprender las reformas que el Estatuto de Bayona había proyectado, contando para ello con la ayuda de los afrancesados, partidarios del reformismo ilustrado, pero enemigos de medidas revolucionarias. Muchos afrancesados eran funcionarios del Estado que, en su pragmatismo, prefirieron seguir fieles a quien ejercía el poder. Pero, odiada por la población, la minoría afrancesada pagó caro su colaboracionismo, más tarde, con la muerte o el exilio.

En junio de 1808, con el doble objetivo de reprimir los levantamientos populares e instaurar el régimen de José I, un ejército francés comienza a desplegarse en abanico por todo el país. En un primer momento, la inesperada resistencia de los españoles desbarató los proyectos de Napoleón. Ciudades como Zaragoza o Gerona resisten. Aunque la toma de las ciudades se preveía fácil, a los invasores todavía les esperaba lo peor: el ejército de Dupont, encargado de dominar Andalucía, se estrella contra las milicias del general Castaños, teniéndose que rendir en Bailén (19 de julio). El descalabro alcanza una gran repercusión internacional, al tratarse de la primera derrota en tierra de un ejército de Napoleón. Su hermano José, que acababa de llegar a Madrid, hubo de retirarse rápidamente a Vitoria, y las tropas francesas retrocedieron hasta el Ebro.

La guerra adquiere una mayor envergadura, impulsada por el deseo de Napoleón de aplastar de forma definitiva la resistencia española. Acompañado de sus más prestigiosos generales, el emperador entra en España (noviembre de 1808) al frente de un ejército de 250.000 hombres. El avance francés fue tan arrollador que en pocas semanas José Bonaparte vuelve a la capital de España. Napoleón ocupa todo el país salvo Cádiz, protegida por la armada inglesa. Dada su inferioridad militar ante el ejército invasor, los españoles adoptaron una novedosa forma de combate: la guerrilla, grupo formado por antiguos soldados del ejército, voluntarios civiles y hasta bandoleros, que atacaban por sorpresa al enemigo en acciones rápidas, valiéndose de su conocimiento del terreno y de la complicidad de la población civil. Los franceses dominaron las ciudades, pero el campo fue patrimonio de las partidas guerrilleras.

En la primavera de 1812, la guerra da un giro definitivo. Lo que en un principio iba a ser un paseo militar se había convertido en un atolladero que obligaba a Napoleón a mantener en España un importante contingente de tropas, cada vez más necesarias en el frente de Rusia. En julio de 1812, el general Wellington, al frente de tropas inglesas, portuguesas y españolas, derrota a los franceses en Arapiles, cerca de Salamanca; los expulsa de Andalucía y entra en Madrid, obligando a José I a dejar la ciudad. Una nueva contraofensiva de los franceses restablece sus posiciones. En la primavera de 1813, el general inglés lanza de nuevo su acometida, venciendo a los franceses en Vitoria y en San Marcial (Irún). Vencido también en Alemania, Napoleón se da prisa para llegar a un acuerdo con Fernando VII, al que libera y devuelve la corona de España.

La Revolución Liberal, las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812

Mientras gran parte de la sociedad española se enfrentaba con las armas a los franceses, se fue gestando un nuevo régimen político promovido por los españoles que no acataban ni a José Bonaparte ni a las instituciones del Antiguo Régimen que colaboraban con él. De esta manera, se produjo una auténtica revolución política, ya que con la familia real en Bayona y el territorio ocupado por los franceses se produjo un gran vacío de poder. Para llenar este vacío surgieron una serie de juntas, organismos de ámbito local y provincial, formadas por hombres de la aristocracia, militares y letrados de ideología dispar, que, ante la presión británica para que se formara una única junta a la que apoyar en la guerra contra los franceses, establecieron la Junta Central Suprema en Aranjuez (septiembre de 1808), bajo la presidencia del conde de Floridablanca. Este organismo asumió los poderes soberanos y se erigió en máximo órgano gubernativo. Huyendo del ejército francés, la Junta Central Suprema tuvo que establecerse en Cádiz, donde dio paso a una Regencia en enero de 1810, una especie de gobierno provisional compuesto por cinco miembros, muy conservadores, pero sometidos a la presión ambiental de la ciudad, sede de una nutrida burguesía mercantil y de importantes colonias de comerciantes extranjeros. Ante la presión de estos círculos liberales y la formación en las colonias americanas de juntas que no reconocían la autoridad de la Regencia, ésta se vio obligada a convocar Cortes Generales en septiembre de 1810. Estas Cortes prolongan su actividad hasta la primavera de 1814.

Un conjunto de decretos, y sobre todo la Constitución de 1812, manifiestan su deseo de transformación del país mediante la aplicación de importantes reformas que debían convertir España en una monarquía liberal y parlamentaria. Predominaban en las Cortes las clases medias con formación intelectual: abogados, funcionarios, militares y catedráticos, aunque no faltaban tampoco miembros de la burguesía industrial y comercial, y representantes del clero y de la nobleza. No había, en cambio, representación alguna de las masas populares. Desde su comienzo, las Cortes demostraron que en nada se parecían a las antiguas Cortes estamentales. Al declararse Asamblea Constituyente y asumir la soberanía nacional, los diputados gaditanos ponían en marcha la revolución liberal que contaba ya con el precedente de Francia en 1789. Asimismo, con la concesión de iguales derechos a todos los ciudadanos, incluidos los de América, convertían España y sus colonias en una única nación repartida a ambos lados del océano.

De inmediato, se aprecian tres grandes tendencias en la cámara gaditana: Los liberales, que utilizan este término como etiqueta identificativa, integrados por abogados, funcionarios y clases medias, eran partidarios de reformas revolucionarias. Fueron los que lograron imponer sus criterios. El centro, formado por los seguidores de Jovellanos, deseaban una soberanía compartida entre la nación y el rey, con un Parlamento bicameral en el que, en una cámara, estuvieran representados los notables del reino. Aunque sale derrotado, su criterio servirá de base a la mayor parte de las constituciones «moderadas» del siglo XIX. Los absolutistas, llamados despectivamente «serviles», formado por nobleza y clero, pretendían mantener el viejo orden monárquico en el que la soberanía emana del rey. Con una prensa adicta, y después de siglos de bloqueo informativo, los liberales se dan prisa en hacer aprobar el decreto de libertad de imprenta, que suprimía la censura para los escritos políticos, pero no para los religiosos.

A impulsos del pensamiento ilustrado, las Cortes de Cádiz desmontan la arquitectura del Antiguo Régimen, aboliendo los señoríos jurisdiccionales, que impedían el reforzamiento del Estado, ya que la mitad de los pueblos y dos tercios de las ciudades españolas mantenían todavía alguna dependencia del clero y la nobleza. Son derogados los gremios, una estructura medieval tachada de inoperante desde tiempos de Carlos III, para dar paso a las modernas relaciones de producción liberal capitalista. El Concejo de la Mesta es suprimido, reconociendo el derecho de los pueblos a acotar sus tierras comunales. Las Cortes también legislaron en materia religiosa; después de acaloradas disputas entre los diputados, se decretó la abolición de la Inquisición, presentada como un obstáculo a la libertad de pensamiento y el desarrollo de la ciencia.

Entre las reformas políticas, la más importante fue la aprobación, el día de San José de 1812, de una Constitución. Constituye la primera ley fundamental aprobada por un Parlamento nacional en la historia de España: «La Pepa». Sus principios básicos se inspiran en la Constitución francesa de 1791 y son los siguientes:

  • Soberanía nacional. Su idea de la nación quedó plasmada en el diseño de un Estado unitario, que afirmaba los derechos de los españoles en su conjunto por encima de los de cada reino. De esta forma, la Constitución de 1812 daba un nuevo paso en el proceso de centralización política y administrativa emprendido por los primeros Borbones.
  • División de poderes, según el esquema de Montesquieu. El poder legislativo reside en las Cortes unicamerales elegidas por sufragio universal masculino. El poder ejecutivo lo ostentaba el rey y el judicial, los tribunales. El régimen político que se creaba era el de una monarquía parlamentaria.
  • Reconocimiento de los derechos individuales y colectivos. La Constitución fijaba una burocracia centralizada, una fiscalidad común, un ejército nacional y un mercado libre de aduanas interiores. Además, se reconocía la propiedad o la inviolabilidad del domicilio. Con el artículo que proclamaba la religión católica como única y oficial del Estado, los liberales intentaban ganarse al clero, bien representado en las Cortes.

El regreso de Fernando VII, que se negó a jurar la Constitución, impidió su implantación. No obstante, la Constitución de 1812 se convertiría en un referente para América a lo largo del siglo XIX.

El Reinado de Fernando VII: Sus Etapas

Sexenio Absolutista (1814-1820)

El fin de la guerra colocó a liberales y absolutistas a la expectativa de la postura que tomase Fernando VII. En la primavera de 1814, al poco de tocar el rey tierra española, un grupo de diputados absolutistas le presentan el Manifiesto de los Persas, que, con el apoyo de parte del ejército, rechazan de forma rotunda la convocatoria de las Cortes de Cádiz y anula toda su obra legisladora. El 4 de mayo de 1814, Fernando VII declara ilegal la convocatoria de las Cortes de Cádiz y anula toda su obra legisladora. Con el golpe de Estado fernandino, España volvía a la situación anterior a la «francesada». Se inicia una dura represión contra los colaboradores del gobierno de Bonaparte, obligados muchos de ellos a emprender el camino del exilio. Apoyado en la Iglesia y los terratenientes, el rey resucita la Inquisición, que en seguida se pone manos a la obra con la retirada de cientos de publicaciones del periodo de la guerra. Los jesuitas vuelven a España, donde se mantendrán hasta el próximo estallido liberal. Bajo la protección del rey, la Iglesia inaugura su cruzada «contra una época de desorden y crímenes» y colabora gustosa con el Santo Oficio delatando a los liberales. Sin embargo, la alianza entre el trono y el altar no cosecha los frutos esperados: cuando la Iglesia exige la devolución de sus tierras, vendidas en el reinado anterior, Fernando VII se niega a satisfacerla, confirmando la nueva distribución de propiedad en manos ahora de latifundistas afines al gobierno.

Desde la vuelta de Fernando VII, muchos militares que lucharon contra los franceses se oponen a la restauración del Antiguo Régimen y algunos conspiran por el restablecimiento de las leyes de Cádiz con la ayuda de las sociedades patrióticas o la masonería. La reacción de 1814 había cortado de raíz los primeros brotes de modernización de un ejército cargado de oficialidad, en el que conviven los profesionales al estilo borbónico con los paisanos ascendidos de la guerrilla y los generales absolutistas con la oficialidad rabiosamente liberal. Erigidos en guardianes del liberalismo, distintos oficiales desahogan su decepción en una serie de intentonas golpistas encaminadas a liquidar el absolutismo de Fernando VII y poner en vigor la Constitución gaditana. Espoz y Mina en Pamplona, Díaz Porlier en La Coruña y Lacy en Barcelona fracasan en su empeño.

El Trienio Liberal (1820-1823)

Las dificultades del Sexenio absolutista y el malestar de la población configuran una situación insostenible que estalla en 1820 cuando el comandante Rafael Riego, al frente de unas tropas dispuestas en Las Cabezas de San Juan, cerca de Cádiz, para su traslado a América, se levanta a favor de la Constitución de 1812. El pronunciamiento encuentra apoyos en otras guarniciones de la península, que hacen ver a Fernando VII que debe cambiar de política y aceptar el régimen constitucional. Mientras tanto, surgen juntas liberales en distintas ciudades, que dirigen los ayuntamientos según el modelo de 1808 hasta la reunión de las Cortes. De esta forma comienza la segunda experiencia revolucionaria española, que resiste tres años, pero que se salda con un fracaso, dado el escaso respaldo social y político del liberalismo en el país. Desde el poder, los liberales eliminan la Inquisición, imponen el sistema fiscal aprobado en Cádiz, suprimen los señoríos y confirman las leyes que garantizan los derechos y libertades de los ciudadanos. La Iglesia fue la institución más castigada, al aprobarse la supresión de las órdenes monacales y la desamortización de tierras de los monasterios. Con su venta en pública subasta, los liberales pretendían rebajar la deuda pública. Al abrigo de la libertad de opinión nacen numerosas tertulias y centros de debate que, bajo la forma de sociedades patrióticas, promueven los primeros periódicos en defensa del orden constitucional y esbozan los futuros partidos políticos. La prensa —muy abundante durante el Trienio— empieza a convertirse en un poderoso instrumento de acción política al servicio de los partidos. Es época también de canciones y tonadillas como el «Trágala» o el Himno de Riego.

La aplicación de las reformas provoca en seguida la ruptura del bloque liberal en dos grupos de gran trascendencia posterior. De un lado, los hombres que participaron en las Cortes de Cádiz, ahora moderados, y de otro, los jóvenes seguidores de Riego, los denominados exaltados. Aprendida la lección de 1814, cuando nadie se movió en defensa del orden constitucional, los moderados querían reformar la Constitución para restringir la plena soberanía del pueblo mediante un sufragio censitario y una cámara alta en las Cortes. Por el contrario, los exaltados defendían el sufragio universal y unas Cortes unicamerales, expresión de la soberanía nacional. De estos postulados arrancaría la fractura del liberalismo español y su división en moderados y progresistas a lo largo del siglo XIX.

Los primeros gobiernos del Trienio liberal, hasta agosto de 1822, estuvieron en manos de moderados, como Agustín de Argüelles y Francisco Martínez de la Rosa. Los gabinetes moderados apenas si pudieron gobernar, hostigados por la reacción absolutista y por la oposición al régimen que encabezan militares, el clero y sectores del campesinado opuesto a las reformas liberalizadoras de la propiedad de la tierra, que constituyen partidas armadas de voluntarios realistas, que cuentan con el apoyo no disimulado de Fernando VII, a quien se presenta como prisionero de los liberales. Alentada por amplios sectores de la Iglesia, irritados con la política anticlerical del Gobierno, la insurrección gana terreno en Navarra y Cataluña. La escalada contrarrevolucionaria radicalizó a los liberales, que en agosto de 1822 forman un gobierno «exaltado», bajo la dirección de Evaristo San Miguel, dispuesto a aplastar, con la ayuda del ejército y de la milicia nacional, los focos de rebelión. Los enfrentamientos casi estaban degenerando en guerra civil cuando en abril de 1823 un ejército francés dirigido por el duque de Angulema, conocido por los Cien Mil Hijos de San Luis, respaldado por las potencias absolutistas de Europa, entró en España con el fin de restablecer a Fernando VII en la plenitud de su soberanía. Nada pudieron hacer los liberales ante unas tropas que doblaban las suyas, y ni siquiera consiguieron movilizar al pueblo en la defensa de un régimen que no había prendido en la sociedad española.

La Década Ominosa (1823-1833)

Con las manos libres, el rey invalida, el primero de octubre, toda la legislación del Trienio y pone fin a este segundo intento de revolución liberal. Para respaldar el nuevo viraje absolutista, buena parte del ejército francés permanecería en España durante cinco años. Desde 1823 hasta su muerte, Fernando VII gobernó como monarca absoluto. Recuperado su poder, desató una durísima represión que golpeó, sobre todo, a políticos, funcionarios, hombres de letras y oficiales del ejército. El país vuelve a cerrarse a las novedades del pensamiento y la ciencia, a la vez que el ministro Calomarde suple con su policía la labor represiva de la Inquisición, que el jefe militar francés impidió resucitar. Varios miles de españoles se ponen a salvo en el exilio, donde conspiran abiertamente contra los gobiernos de Fernando VII a la espera de su oportunidad. Durante los seis primeros años estarán en Gran Bretaña y, a partir de 1830, el triunfo del liberalismo en Francia les ofrece un refugio más próximo, aunque ahora se muestran más prudentes en sus acciones.

La nueva restauración absolutista de Fernando VII significó el desmantelamiento parcial del Antiguo Régimen. Para lograr la colaboración de los liberales moderados, se introducen algunas reformas. Sobre los ministerios existentes se crea en 1823 el Consejo de Ministros, órgano de consulta del monarca, en quien descansa todo el poder ejecutivo. Luis López Ballesteros reorganiza la Hacienda, introduce el presupuesto anual del Estado y aborda el eterno problema de la deuda pública, agravado desde la pérdida del imperio americano. A partir de ese año se inaugura una fase de autarquía económica con beneficio para la industria nacional. Las transformaciones impulsadas por los gobiernos de Fernando VII encuentran eco en la iniciativa privada, que monta altos hornos en Marbella y mecaniza los textiles catalanes, al tiempo que la Bolsa de Madrid abre sus puertas. Pero ni la mejoría económica ni el crecimiento demográfico consiguen cambiar la fisonomía de un país que arrastra graves males: escasa credibilidad del Estado respecto al pago de su deuda, agricultura estancada, malas comunicaciones, etc.

Dos graves amenazas se ciernen de continuo sobre los gobiernos de Fernando VII. De un lado, los liberales exaltados, con sus ramificaciones en el ejército y en las sociedades secretas, se disponen a preparar insurrecciones, que, carentes de apoyo popular, fracasan una tras otra, con la ejecución de sus dirigentes (Riego, El Empecinado, Torrijos); de otro, los realistas puros o ultras, sector más reaccionario y clerical del absolutismo, que desconfían de Fernando VII, al que acusan de transigir demasiado con el liberalismo. Agrupados en torno a Carlos María Isidro, hermano del monarca y su supuesto heredero, por falta de descendencia real, forman un grupo armado y se identifican con las partidas que lucharon contra el liberalismo del Trienio, que ahora se sienten despreciadas por los militares. A partir de 1826, este grupo adquiere más fuerza y se identifica con la figura de Carlos María Isidro, hermano del monarca y su supuesto heredero, por falta de descendencia real. En la primavera del año siguiente, la rebelión de los realistas «agraviados», como ellos se llamaban, azota las zonas rurales de Cataluña. Otros levantamientos en Navarra, Castilla y La Mancha son castigados con gran dureza.

Toda esta gran inestabilidad política se ve aumentada en 1830. La revolución liberal ha triunfado en Francia, de la que los liberales españoles no pueden esperar más ayuda de sus vecinos, y en Madrid, la cuarta mujer de Fernando VII, María Cristina, le ha dado una heredera, la princesa Isabel. Antes de su nacimiento, su padre había hecho publicar una Pragmática Sanción redactada por las Cortes en 1789, que anulaba la Ley Sálica, que impedía la sucesión femenina, permitiendo reinar a las mujeres. Esto significaba un triunfo de los círculos liberales que se reúnen en torno a la reina María Cristina con el fin de promover una cierta apertura del régimen. Los partidarios de Carlos, aprovechando la grave enfermedad del rey, obtienen en 1832, por medio del ministro Calomarde, un nuevo documento en el que se deroga la Pragmática Sanción. El complot, sin embargo, se vuelve contra sus promotores. Recuperado, Fernando VII confirma los derechos sucesorios de su hija, deshace el equipo de colaboradores más reaccionarios y forma un nuevo gabinete, presidido por Cea Bermúdez, que busca los apoyos del liberalismo moderado y autoriza el retorno de los exiliados, al tiempo que toma medidas contra los voluntarios realistas. En septiembre de 1833 muere Fernando VII, y su viuda, María Cristina, hereda en nombre de su hija Isabel la corona de España, que también reclama para sí Carlos María Isidro, apoyado por los últimos defensores del Antiguo Régimen, los carlistas, que llevaban unos meses preparando su levantamiento.

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