El descenso demográfico
El descenso demográfico
Durante el siglo XVII se produjo un descenso notable de la población. Pese a la inexistencia de recuentos fiables, es muy posible que la población se redujera en más de un millón de habitantes, pasando de 8 millones en 1600, a 7 millones en 1700. Las causas fueron: grandes epidemias (1597-1602, 1647-1652 y 1676-85) además de innumerables brotes en localidades aisladas. Las malas cosechas, la desnutrición y las malas condiciones higiénicas contribuían a que estas epidemias provocaran una gran mortandad. En segundo lugar se produjo un descenso en la tasa de natalidad. Las guerras ocasionaban la muerte de muchos varones jóvenes en edad de procrear, y la crisis económica retrasaba la edad de los matrimonios. Junto a ello, aumentó el clero, y por tanto del celibato, que no favorecía el aumento de la población. Por último, la expulsión de los moriscos en 1609 supuso sin duda una importante sangría. El descenso demográfico fue mayor en el centro que en la periferia; esta última irá tomando poco a poco el mando demográfico de la península, cambiando la tendencia de los siglos anteriores.
Los problemas agrarios
Los problemas agrarios
Las causas que provocaron esta caída de la agricultura fueron varias: empeoramiento del clima con relación al siglo anterior (más sequías y lluvias torrenciales); deterioro de los sistemas de cultivo; finalmente, la expulsión de los moriscos redujo sensiblemente la superficie de las tierras de regadío. Pese a la introducción de nuevos cultivos (el maíz y la patata en Galicia o Asturias) y los avances de la vid (Rioja o Galicia), el descenso demográfico provocó despoblamientos y abandonos de tierras cultivadas. Esta situación afectó especialmente a los pequeños y medianos propietarios rurales. También perjudicó a los nobles ante la sensible disminución de las rentas agrarias como consecuencia del descenso de la producción y de la escasez de mano de obra que provocó un aumento de los salarios. A esta situación, hay que añadir las sucesivas plagas de langosta que asolaron los campos.
También la ganadería vivió una etapa de crisis y reestructuración. Pese al mantenimiento de los privilegios de la Mesta el número de cabezas de ganado decreció en varios miles a lo largo de la centuria. Además, desde mediados de siglo, la lana castellana había empezado a ser desplazada de sus tradicionales mercados europeos. Todo ello fue en detrimento de los pequeños ganaderos, pero favoreció, en cierta medida, la concentración del ganado en manos de los grandes propietarios.
La actividad artesanal y comercial
La actividad artesanal y comercial
La actividad artesanal se vio paralizada desde los últimos años del reinado de Felipe II. A los efectos de la revolución de los precios se añadieron las consecuencias del descenso demográfico que, por una parte, redujo, todavía más, un mercado, ya de por sí restringido, dado el escaso poder adquisitivo de la mayor parte de la población; y, por otra parte, la consiguiente falta de mano de obra elevó el nivel de los salarios, reduciendo así los beneficios de los propietarios de los centros de producción artesanal. La rentabilidad se vio también afectada por la competencia de los productos extranjeros.
El carácter arcaico de los gremios, que no supieron evolucionar adaptándose a la competencia, y la ausencia de mejoras técnicas, no favorecían un cambio de situación.
En este ambiente, la artesanía textil sufrió una gran decadencia. La situación no empezó a mejorar hasta el cambio de coyuntura de los años 80 del siglo. Un buen síntoma de ello fue la creación, por parte del gobierno, de una Junta General de Comercio encargada de potenciar la reactivación comercial y manufacturera.
La industria metalúrgica y las ferrerías vivieron dos etapas ligadas directamente a la demanda del Estado. Hasta mediados de la centuria, experimentaron un crecimiento con la creación de fundiciones como las de Lierganes y la Cavada. A partir de la decadencia de la hegemonía imperial, las demandas del Estado bajaron y lo mismo ocurrió con la producción metalúrgica.
En estas condiciones la actividad mercantil no iba a encontrar muchos alicientes. El mercado interior seguía siendo pequeño y difícil. Una menor población significaba un menor consumo y esto afectaba a los intercambios. Además, las aduanas y el aumento de los impuestos sobre las mercancías no incitaban al riesgo comercial; las personas con dinero preferían ir a otras inversiones más seguras. Esta situación se vio reflejada en el decaimiento de ciudades con ferias de la importancia de Medina del Campo o Burgos. La decadencia comercial viene explicada por el declive de la exportación de lana a los países europeos, pero también por la decadencia general de la economía en la propia Península. También se produjo un importante descenso en el comercio colonial americano, que entre 1575 y 1675 bajó tal vez un 75%.
El oro y la plata seguían siendo el principal producto, pero a lo largo del siglo la decadencia de la minería americana provocó un notable descenso en la importación de estos minerales. No obstante, siguieron utilizándose para compensar el déficit comercial ocasionado por la compra de los productos manufacturados europeos y para financiar las continuas guerras de la Monarquía. El declive de la hegemonía española supuso asimismo un duro revés para el tráfico comercial. Desde la paz de Westfalia en 1648, el comercio extranjero con América resultó mucho más fácil para los países rivales, en especial las Coronas inglesa y francesa.