El Sexenio Democrático (1868-1874): Revolución, Reformas y República
1. Las Causas de la Revolución de 1868
1.1 La Crisis Económica
El último periodo del reinado de Isabel II se caracterizó por una fase de expansión económica que afectó a toda Europa. Sin embargo, en 1866 se hizo patente el inicio de una importante crisis económica. La recesión se manifestó a nivel financiero e industrial y constituyó la primera gran crisis del sistema capitalista a nivel internacional. Además, se produjo una crisis de subsistencias que tuvo importantes consecuencias en las condiciones de vida de las clases populares.
La crisis financiera, originada por la bajada del valor de las acciones en Bolsa, se debió a la crisis de los ferrocarriles. La construcción de la red ferroviaria implicó una gran inversión de capitales en Bolsa, pero al comenzar la explotación de las líneas, el transporte de mercancías y viajeros no tuvo la gran demanda esperada y el valor de las acciones se desplomó.
A la crisis financiera se sumó una crisis industrial, sobre todo en Cataluña. La industria textil, que se abastecía en gran parte con algodón importado de Estados Unidos, se vio afectada por la Guerra de Secesión americana. La importación de esta materia prima provocó un periodo de «hambre de algodón». El sector algodonero no pudo afrontar el alza de precios en un momento en el que descendía la demanda de productos textiles debido a la crisis económica general y al fuerte aumento de los precios de los alimentos provocado por la crisis de subsistencias.
La crisis de subsistencias la causó una serie de malas cosechas que dieron como resultado una escasez de trigo, alimento básico de la población española. Los precios empezaron a subir: en tan solo dos años, el precio del trigo aumentó en un 65%. El coste del pan sufrió el consiguiente aumento y lo mismo ocurrió con otros productos básicos. La combinación de ambas crisis, la agrícola y la industrial, agravó la situación. En el campo, el hambre condujo a un clima de fuerte violencia social. La consecuencia fue una oleada de parados que provocó un descenso del nivel de vida de las clases trabajadoras.
1.2 El Deterioro Político
Gran parte de la población española tenía motivos de descontento contra el sistema isabelino. Los grandes negociantes reclamaban un gobierno que tomase medidas para salvar sus inversiones en Bolsa; los industriales exigían proteccionismo; y los obreros y campesinos denunciaban su miseria. A esto se sumó la revuelta de sargentos del cuartel de San Gil y su dura represión. O’Donnell fue apartado del gobierno y los siguientes gabinetes del Partido Moderado continuaron gobernando por decreto: cerraron las Cortes y no atendieron a los problemas del país.
Ante la imposibilidad de acceder al poder por los mecanismos constitucionales, el Partido Progresista, dirigido por Prim, practicó una política de retraimiento, se negó a participar en las elecciones y defendió la conspiración como único medio para poder gobernar. En la misma posición se situaba el Partido Demócrata, de modo que ambos partidos firmaron el Pacto de Ostende, ciudad belga, con la voluntad de unificar sus actuaciones para acabar con el moderantismo en el poder. El compromiso proponía el fin de la monarquía isabelina y dejaba la decisión sobre la nueva forma de gobierno en manos de unas Cortes constituyentes que serían elegidas por sufragio universal tras el triunfo del movimiento insurreccional. Al pacto se adhirieron los unionistas tras la muerte de O’Donnell. Esta adhesión fue fundamental para el triunfo de la revolución y para definir su carácter. Los unionistas aportaron una buena parte de la cúspide del ejército, ya que contaban con muchos de sus altos mandos. El carácter conservador y opuesto a todo cambio social de los unionistas contrarrestó el peso de los demócratas y redujo el levantamiento de 1868 a un simple pronunciamiento militar, aunque las proclamas y los manifiestos hablaron de revolución y utilizaron las reivindicaciones de libertad y justicia social.
2. La Revolución de Septiembre de 1868
2.1 La Revolución del 68 y el Gobierno Provisional
La escuadra concentrada en la bahía de Cádiz, al mando de Juan Bautista Topete, protagonizó un alzamiento militar contra el gobierno de Isabel II. Prim, exiliado en Londres, y Serrano, desterrado en Canarias, se reunieron con los sublevados y rápidamente consiguieron el apoyo de la población gaditana. Se pedía a los ciudadanos que acudiesen a las armas para defender la libertad, el orden y la honradez.
El gobierno de la reina Isabel II se aprestó a defender el trono con las armas. Desde Madrid se envió un ejército para enfrentarse con los sublevados, que se reagrupaban en Andalucía al mando del general Serrano. Ambos ejércitos se encontraron en Puente de Alcolea, cerca de Córdoba, el 28 de septiembre. Se libró una batalla que dio la victoria a las fuerzas afines a la revolución. El gobierno no vio más salida que dimitir y la reina no tuvo más remedio que exiliarse.
Además del pronunciamiento militar y de los hechos bélicos, en la revolución tuvieron un gran protagonismo las fuerzas populares, sobre todo urbanas, formadas por un sector de los progresistas, demócratas y los republicanos. En muchas ciudades españolas se constituyeron Juntas revolucionarias que organizaron el levantamiento y lanzaron llamamientos al pueblo. Las consignas eran parecidas en todos lados: demandas de libertad, soberanía, separación de la Iglesia y el Estado, supresión de las quintas, sufragio universal, abolición de impuestos de consumo, elecciones a Cortes constituyentes, reparto de la propiedad o proclamación de la república.
El radicalismo de las Juntas revolucionarias no era compartido por los dirigentes unionistas y progresistas, que habían visto cumplido su objetivo de derrocar a la monarquía. Se nombró un Gobierno provisional de carácter centralista. El general Serrano fue proclamado regente y el general Prim, presidente de un gobierno integrado por progresistas y unionistas que marginaba al resto de fuerzas políticas. El nuevo ejecutivo ordenó disolver las Juntas y desarmar a la Milicia Nacional, dejando bien patente que una cosa era derrocar a los Borbones y otra pretender cambios revolucionarios en el sistema económico o político.
2.2 La Constitución de 1869 y la Regencia
El nuevo Gobierno provisional promulgó una serie de decretos para dar satisfacción a algunas demandas populares y convocó elecciones a Cortes constituyentes. Los comicios, celebrados en enero de 1869, fueron los primeros en España que reconocieron el sufragio universal masculino. Dieron la victoria a la coalición gubernamental, partidaria de la fórmula monárquica. Aparecieron en la Cámara dos importantes minorías: la carlista y la republicana. Se creó una comisión parlamentaria para redactar una nueva constitución.
La Constitución de 1869 estableció un amplio régimen de derechos y libertades: se reconocieron los derechos de manifestación, reunión y asociación, la libertad de enseñanza y la igualdad para obtener empleo. De la misma manera, se reconocía la libertad de profesar de manera pública o privada cualquier religión, aunque el Estado debía mantener el culto católico. La constitución también proclamaba la soberanía nacional, de la que emanaba tanto la legitimidad de la monarquía como los tres poderes. El Estado se declaraba monárquico. La potestad de hacer las leyes residía exclusivamente en las Cortes; el rey tan solo las promulgaba y sus poderes quedaban bastante limitados. Las Cortes se componían de un Congreso y un Senado que debían reunirse al mismo tiempo. Las provincias de ultramar, Cuba y Puerto Rico, gozaban de los mismos derechos que las peninsulares, mientras que Filipinas quedaba gobernada por una ley especial.
Proclamada la Constitución y con el trono vacante, las Cortes establecieron una regencia, que recayó en el general Serrano, mientras que Prim era designado jefe de gobierno. Su tarea no era fácil: los republicanos mostraban su descontento con la nueva situación; los carlistas volvían a la actividad insurreccional; la situación económica era grave y, además, había que encontrar un monarca para la Corona española. El nuevo gobierno fue recibido con simpatía por gran parte de los países europeos, ya que ponía fin a la larga etapa de inestabilidad política de Isabel II. Los nuevos dirigentes parecían más adecuados para emprender las reformas económicas necesarias a fin de garantizar las inversiones y los negocios extranjeros.
2.3 El Intento de Renovación Económica
Uno de los objetivos de la «Gloriosa» era reorientar la política económica. Se pretendía establecer una legislación que protegiera los intereses económicos de la burguesía nacional y de los inversores extranjeros. La política económica de esta etapa se caracterizó por la defensa del liberalismo y por la apertura del mercado español a la entrada del capital extranjero.
El ministro de Hacienda, Laureano Figuerola, suprimió la contribución de consumos, que volvió a restablecerse para las haciendas locales con una nueva ley en 1870: la contribución personal, que intentaba paliar la pérdida de ingresos. Otro decreto estableció la peseta como unidad monetaria, equivalente a cuatro de los antiguos reales, en un intento de unificar y racionalizar el sistema monetario.
El problema más grave era el caótico estado de la Hacienda española: la deuda pública se elevaba a unos intereses anuales que superaban con creces los ingresos, a lo que había que sumar las deudas contraídas con la banca extranjera. La crisis de los ferrocarriles solo parecía tener solución utilizando recursos públicos para subvencionar a las compañías ferroviarias. Se intentó solucionar mediante la Ley de Minas, una medida coherente con la liberación de la economía que ofrecía unas generosas facilidades a la entrada de capitales exteriores. Con los ingresos obtenidos de la llamada «desamortización del subsuelo», se hizo frente a la devolución de los préstamos.
La liberalización de los intercambios exteriores, a través de la Ley de Bases Arancelarias, ponía fin a la secular tradición proteccionista de la economía española, pero contó rápidamente con la oposición de los industriales algodoneros catalanes y de los cerealistas del interior.
2.4 La Frustración de las Aspiraciones Populares
La Constitución de 1869 consolidó un régimen político basado en los principios liberal-democráticos, que inspiraron a los impulsores de la revolución de septiembre de 1868, pero frustró algunas de las aspiraciones de otros grupos políticos, especialmente muchas de las reivindicaciones de carácter popular.
La forma de gobierno monárquica disgustó a los que aspiraban a establecer un régimen republicano. El mantenimiento del culto y del clero aprobado por la Constitución y la persistencia de las desigualdades sociales no gustaban a campesinos, jornaleros y trabajadores de fábrica.
Durante el periodo de la regencia hubo una fuerte conflictividad social, que se mantuvo a lo largo de todo el Sexenio. El campesinado, esencialmente el andaluz y extremeño, reclamaba un mejor reparto de la tierra. Las revueltas urbanas protestaban contra los consumos, las quintas y el aumento de los precios. De igual modo, el incipiente movimiento obrero sufrió un proceso de radicalización en demanda de la mejora de las condiciones salariales y de trabajo.
Los republicanos encarnaron gran parte de ese descontento. El fracaso de sus insurrecciones y la imposibilidad de conseguir por la vía parlamentaria y política los objetivos populares condujeron a que la mayoría de estos sectores se inclinasen hacia posiciones más radicales y apolíticas (internacionalismo).
Estas ideas internacionalistas llegaron a España gracias a la ampliación de las libertades públicas otorgadas por el Gobierno provisional, la apertura de fronteras y el reconocimiento del derecho de asociación y de libertad de imprenta. La expansión de las ideas vinculadas a la Primera Internacional abrió una nueva etapa a la organización del proletariado y del campesinado alrededor de las nuevas organizaciones alejadas de los partidos clásicos.
3. Las Fuerzas Políticas: El Auge del Republicanismo
3.1 El Nuevo Panorama Político
El panorama político estuvo dominado por cuatro grandes tendencias. A la derecha se situaban los carlistas, que aceptarían por primera vez el juego parlamentario y se presentaban a las elecciones con un programa que defendía especialmente la preeminencia del catolicismo y la monarquía tradicional. A la derecha estaban también los moderados, que se mantuvieron mayoritariamente fieles a Isabel II y reclamaron su vuelta al trono. Contaban con el apoyo de la burguesía agraria de base latifundista. Entre sus líderes empezó a destacar Antonio Cánovas del Castillo.
La conjunción monárquico-democrática agrupaba a 69 diputados unionistas, dirigidos por Ríos Rosas; a progresistas en torno a Prim, Sagasta y Ruiz Zorrilla; y a unos 20 monárquicos demócratas. Defendían una forma de gobierno monárquica pero subordinada a la soberanía nacional y a un amplio respeto por las libertades públicas. Contaban con el apoyo de la burguesía financiera e industrial, las clases medias urbanas, amplios sectores del ejército y numerosos intelectuales y profesionales liberales.
A la izquierda se encontraba el Partido Republicano Federal, dirigido por Pi y Margall y Figueras. Defendían un sistema de pactos libremente establecidos entre los distintos pueblos o regiones histórico-culturales como una nueva forma de articular el Estado. Propugnaban la forma republicana de gobierno, la separación de la Iglesia y el Estado y el laicismo de este. Se oponían a la intervención del ejército en la política y promulgaban un proyecto de transformación social que compaginaba la aplicación de los derechos democráticos con el intervencionismo del Estado en la regulación de las condiciones laborales.
Los republicanos federales no eran un bloque ideológicamente homogéneo. Se distinguían dos tendencias: los «benevolentes» y los «intransigentes». Los primeros controlaban la dirección del partido, eran partidarios del respeto a la legalidad, no defendían las insurrecciones armadas y creían que el federalismo debía establecerse impulsado por el gobierno. Los «intransigentes» defendían la insurrección popular como método para proclamar la república federal y propugnaban que los distintos territorios podían declararse independientes para después pactar libremente su unión a una república federal. Un sector de los republicanos, encabezados por Castelar, eran conocidos como «unitarios» porque defendían una forma de organización del Estado republicano centralista.
3.2 El Republicanismo Federal
El republicanismo federal contaba con el apoyo de la pequeña burguesía, de las clases populares urbanas y de parte del movimiento obrero y campesino que no había sido atraído por las ideas anarquistas y socialistas. En el seno del republicanismo nacieron las primeras proposiciones de leyes protectoras de los trabajadores, relacionadas con la «cuestión social».
El auge del republicanismo fue debido también al desencanto de la masa popular, ya que las reformas prometidas por los progresistas y los demócratas no se llevaban a cabo. El republicanismo se convirtió entonces en la posición política que parecía preocuparse más por la mejora de las condiciones de las clases trabajadoras. Republicanismo y cambio social fueron realidades estrechamente asociadas en el Sexenio.
La revolución de 1868 tuvo un carácter social mucho más avanzado que el resto de revueltas liberales anteriores debido a la alta implicación de las clases populares en el proceso revolucionario. No se trataba únicamente de conseguir la participación política, sino también de solucionar problemas como las condiciones de trabajo, los salarios o el reparto de tierras. Para un amplio sector de la población, la consecución de estos objetivos iba ligada al triunfo de la república federal.
Los primeros levantamientos se produjeron en Cádiz. Al año siguiente hubo nuevos levantamientos federalistas en Málaga, Sevilla y Valencia. Todos ellos unían a las demandas de proclamación de la república la oposición a una reimplantación de la monarquía. Los republicanos impulsaron también diversas movilizaciones populares contra el injusto sistema de sorteo y redención, aunque no consiguieron su abolición.
Los republicanos federales establecieron una serie de pactos para provocar levantamientos y al mes siguiente constituyeron en Madrid un Consejo Federal encargado de movilizar partidas federales, que tuvieron especial implantación en Aragón y Andalucía.
Prim tuvo que recurrir al ejército para contener estos levantamientos. El gobierno proclamó que el movimiento republicano federalista, que actuó de manera muy descoordinada, había sido vencido.
4. El Reinado de Amadeo de Saboya (1871-1873)
La Constitución de 1869 establecía como forma de gobierno la monarquía democrática. La principal tarea institucional consistió en encontrar un monarca que sustituyese a los desacreditados Borbones.
4.1 Un Monarca para un Régimen Democrático
Prim fue el encargado de sondear a los embajadores extranjeros y de llevar a cabo las negociaciones necesarias para establecer un consenso internacional. El rechazo de la dinastía portuguesa y la oposición de Francia al pretendiente alemán limitaron las posibilidades. Finalmente, consiguió imponerse la candidatura de Amadeo de Saboya, un hombre con una concepción democrática de la monarquía y miembro de una dinastía que gozaba de gran popularidad.
El nuevo monarca fue elegido rey de España por las Cortes el 30 de diciembre. Tres días antes habían asesinado al general Prim, con lo que el nuevo monarca se quedó sin su valedor y consejero más fiel. Amadeo de Saboya fue proclamado rey y las Cortes constituyentes se disolvieron para iniciar una nueva etapa de monarquía democrática.
4.2 Las Dificultades de la Nueva Dinastía
La nueva dinastía contaba con escasos apoyos. En la votación de las Cortes solo obtuvo 191 votos de los 311 diputados. Satisfacía a progresistas y unionistas, pero no todos los sectores de dichos partidos estaban de acuerdo. El rey y su esposa, María Victoria, contaron con la clara oposición de la aristocracia, el clero y las camarillas cortesanas. Cuando el monarca mostró su intención de mantener una escrupulosa neutralidad, una parte del ejército no vinculada a progresistas ni a unionistas mostró su resistencia a expresar fidelidad. Esto fue especialmente grave cuando se desencadenó el conflicto carlista o se inició la guerra en Cuba.
Aunque se estableció el sufragio universal y las libertades políticas, el nuevo monarca pretendía consolidar un régimen plenamente democrático. Sin embargo, los dos años del reinado de Amadeo de Saboya estuvieron marcados por dificultades constantes. Los problemas económicos del Estado seguían siendo acuciantes y hubo que recurrir a la emisión de más deuda pública. Además, se produjo una lucha permanente entre los grupos políticos.
4.3 Una Permanente Inestabilidad
Amadeo I contó desde el principio con la oposición de los moderados, que consideraban ilegítima a la nueva dinastía y continuaban fieles a los Borbones. Empezaron a organizar la restauración borbónica. Cánovas del Castillo fue captando a muchos disidentes unionistas y progresistas y les convenció de que la monarquía borbónica era una garantía de orden y estabilidad frente al excesivo liberalismo de la monarquía de Amadeo I. Esta opción contó con los apoyos de la Iglesia, contraria a la nueva situación después del decreto de Prim que obligaba al clero a jurar la Constitución. También apoyó a los moderados la élite del dinero, descontenta con un régimen que legislaba en contra de sus intereses, como la abolición de la esclavitud en Cuba o la regulación del trabajo infantil.
La llegada de Amadeo de Saboya dio argumentos a un sector del carlismo para volver a intentar métodos de insurrección armada. Se sublevaron animados por las posibles expectativas de sentar en el trono a su candidato, Carlos VII. La rebelión se inició en el País Vasco y se extendió a Navarra y a zonas de Cataluña. Aunque no constituyó un verdadero peligro, se convirtió en un foco permanente de problemas e inestabilidad. El carlismo se fue consolidando como una fuerza política de orientación ultracatólica y opuesta a la nueva monarquía.
Amadeo I tampoco contaba con el respaldo de los sectores republicanos ni de los grupos populares que les daban apoyo y que aspiraban a un cambio de sistema social. Se produjeron nuevas insurrecciones de carácter federalista en las que se combinaba la acción de los republicanos con la influencia de las ideas internacionalistas, sobre todo de carácter anarquista. Aunque fueron rápidamente reprimidas, hicieron aumentar aún más la inestabilidad del régimen.
Se inició, con el llamado «grito de Yara», un conflicto en la isla de Cuba, uno de los últimos territorios coloniales españoles. La insurrección contó rápidamente con el apoyo popular al prometer el fin de la esclavitud en la isla. Aunque el gobierno impulsó este proyecto y se mostró partidario de conceder reformas políticas a la isla, la negativa de los sectores económicos españoles con intereses en Cuba frustró la posibilidad de una solución pacífica al conflicto y convirtió la guerra en un grave problema.
La crisis final del reinado de Amadeo de Saboya se produjo por la desintegración de la coalición gubernamental. En dos años se formaron seis gobiernos y hubo que convocar elecciones tres veces. Finalmente, privado de todo apoyo, Amadeo de Saboya presentó su renuncia al trono y abandonó España, dejando una impresión de país ingobernable y contrario a una monarquía democrática.
5. La Primera República Española (1873-1874)
5.1 La Proclamación de la República
La proclamación de la Primera República fue la salida más fácil ante la renuncia de Amadeo de Saboya. Las Cortes, depositarias de la soberanía nacional en ausencia de monarca, se reunieron en sesión conjunta del Congreso y el Senado y, tras un debate, sometieron a votación la proclamación de una república, que fue aprobada el 11 de febrero de 1873. Para presidir el gobierno fue elegido el republicano federal Estanislao Figueras.
Estos datos no reflejan un apoyo real a la nueva forma de gobierno. La mayoría de la cámara era monárquica y su voto republicano fue una estrategia para ganar tiempo y organizar el retorno de los Borbones. La República nació con escasas posibilidades de éxito, como se evidencia en el aislamiento internacional. Salvo Estados Unidos y Suiza, ninguna potencia reconoció la República, a la que veían como un régimen revolucionario que podía poner en peligro la estabilidad de una Europa burguesa y conservadora.
La República fue recibida con entusiasmo por las clases populares, que creyeron que había llegado el momento de cumplir sus aspiraciones. Los federales ocuparon las corporaciones de muchos municipios y constituyeron juntas revolucionarias para desplazar de la Administración a los antiguos cargos monárquicos. En Andalucía se produjo un movimiento insurreccional que pretendía dar solución al problema del reparto de la tierra entre el campesinado, y las protestas se hicieron frecuentes. En las ciudades se produjeron también amplias movilizaciones populares. El movimiento obrero, especialmente el catalán, intensificó las reivindicaciones a favor de la reducción de la jornada laboral, del aumento de salarios y de la implantación inmediata del Estado federal.
Gran parte de los dirigentes del republicanismo se vieron desbordados por las aspiraciones revolucionarias de las bases de su propio partido. Los dirigentes republicanos optaron por respetar la legalidad, lo que se exteriorizó en la disolución de las Juntas y la represión de las revueltas populares. Se convocaron elecciones a Cortes constituyentes.
Los federales obtuvieron 344 escaños; los unitarios, solo dos. Los radicales y constitucionalistas, grupos provenientes de los antiguos progresistas y demócratas, obtuvieron respectivamente 20 y siete diputados. Los alfonsinos y los representantes de los partidos moderados «amadeístas» obtuvieron unos pocos escaños más. Los carlistas no participaron. Las victorias electorales de los republicanos eran, sin embargo, engañosas.
5.2 El Intento de Instaurar una República Federal
Las Cortes abrieron sus sesiones y proclamaron la República Democrática Federal. La presidencia quedó en manos de Estanislao Figueras. Se tomaron las primeras medidas reformistas: se suprimieron los impuestos de consumos y las quintas, dos de las aspiraciones populares más sentidas. Sin embargo, la falta de recursos del Estado y la desorganización del ejército provocaron la dimisión de Figueras. El gobierno pasó a manos de Francisco Pi y Margall, que quedó encargado de elaborar una Constitución federal para España.
El Proyecto de Constitución Federal
En julio se presentó en las Cortes el proyecto de la nueva Constitución, pero prácticamente no llegó a ser debatido y, por consiguiente, tampoco aprobado. Se intentaron emprender importantes reformas, pero la breve experiencia republicana no permitió el desarrollo de esa legislación reformista.
La Constitución Republicana Federal de 1873 seguía la línea de la Constitución de 1869 en relación a la implantación de la democracia y al reconocimiento de amplios derechos y libertades. La República tendría dos cámaras, el Senado y el Congreso. Se declaraba la libertad de culto y la separación de la Iglesia del Estado. Se ratificaba la abolición de la esclavitud. La supresión de las quintas, la reforma de los impuestos y el inicio de una legislación proteccionista en el ámbito laboral fueron las leyes más innovadoras.
Lo más novedoso era la estructura del Estado. Se establecía que la Nación española estaba compuesta por diecisiete Estados, entre ellos Cuba. La soberanía emanaba de tres niveles: municipios, Estados regionales y Estado federal. Los Estados regionales serían compatibles con la existencia de la Nación y elaborarían sus propias constituciones, compatibles con la del Estado federal. Esta Constitución planteaba, por primera vez en el liberalismo español, un Estado no centralista y recogía tradiciones regionalistas que estarían en el origen de las futuras propuestas nacionalistas.
Los Conflictos Armados
La Primera República tuvo que enfrentarse a graves problemas que paralizaron la acción de gobierno.
Uno de ellos fue la insurrección carlista. El nacimiento de la República aceleró y animó el conflicto armado, que pasó del enfrentamiento de unas cuantas partidas armadas a un verdadero frente abierto, con un auténtico ejército y el dominio de diversos territorios carlistas. En el mes de julio se extendió por gran parte de Cataluña, donde se hicieron incursiones hacia Teruel y Cuenca. En las zonas sublevadas se fue articulando un embrión de Estado y los ayuntamientos y diputaciones se organizaron bajo principios forales e impulsaron la lengua propia y las instituciones regionales.
También continuó la guerra en Cuba, que seguía extendiéndose y cuya situación la República fue incapaz de mejorar. Las autoridades y funcionarios españoles en la isla eran en gran parte proclives, más que a Amadeo de Saboya, a la solución monárquica encarnada en el proyecto de restauración borbónica, por lo que actuaron al margen del poder republicano. Los gobiernos intentaron dar una solución al problema cubano con el proyecto de estructuración federal, que consideraba Cuba y Puerto Rico como un territorio más de la Federación española.
Al estallido de la insurrección carlista y a la guerra en Cuba se añadió el obstruccionismo de los partidos monárquicos y las divisiones entre los propios republicanos, lo que socavó un régimen que tenía dificultad para dirigir a un ejército escasamente fiel al proyecto republicano.
5.3 La Sublevación Cantonal
La sublevación cantonal fue el conflicto más grave que se produjo en el breve periodo republicano y provocó la mayor situación de crisis para el gobierno. El cantonalismo era un fenómeno complejo en el que se mezclaban las aspiraciones de revolución social inspiradas en las nuevas ideas internacionalistas, la proclamación de cantones con sus gobiernos autónomos y su propia legislación como consecuencia de aplicar de forma radical la estructura federal, y el deseo de avanzar en las reformas sociales.
Las zonas con fuerte implantación republicana y en las que la población estaba más radicalizada por las aspiraciones revolucionarias expandidas por los núcleos anarquistas se alzaron en cantones independientes. Se proclamaron los cantones de Cartagena, Sevilla, Granada, Málaga, Bailén, Castellón, Valencia, Alicante y Salamanca, entre otros. Los protagonistas de los levantamientos cantonalistas eran un conglomerado social de artesanos, pequeños comerciantes y asalariados, y fueron dirigidos por los federales «intransigentes», decepcionados por el rumbo de los acontecimientos de la nueva República.
El presidente Pi y Margall se opuso a sofocar la revuelta por las armas, por lo que fue sustituido por Nicolás Salmerón. Este dio por acabada la política de negociaciones con los cantones e inició una acción militar que acabó rápidamente con la insurrección, pero dio un inmenso poder a los generales que asumieron la represión y volvió a colocar al ejército en el papel de único garante del orden y barrera contra la revolución social.
Salmerón, al sentirse moralmente incapaz de firmar las penas de muerte impuestas por la autoridad militar a los principales dirigentes del cantonalismo, dimitió. La presidencia recayó entonces en Emilio Castelar, dirigente del republicanismo unitario. La República inició a partir de ese momento un progresivo desplazamiento hacia la derecha.
Castelar intentó aplicar una política de autoridad y fuerza para controlar los problemas que aquejaban al país. Consiguió plenos poderes de las Cortes para reorganizar el ejército, obtener un crédito y gobernar con el Parlamento cerrado.
5.4 El Fin de la Experiencia Republicana
La República dio un claro vuelco conservador con el nuevo Gobierno de Castelar, que había ido abandonando las pretensiones federalistas y reformistas. Castelar no tenía mayoría en las Cortes y, temiendo ser destituido por la mayoría federal, había suspendido las sesiones parlamentarias y gobernado autoritariamente. Ante esta situación, un sector importante de los diputados llegó al acuerdo de plantear una moción de censura al gobierno Castelar para forzar su dimisión. La intención de este grupo era volver a controlar el gobierno y poder devolver al régimen republicano sus planteamientos iniciales.
Se abrieron las Cortes y el gobierno de Castelar fue derrotado. Se iba a proceder a la formación de un gobierno de izquierda cuando el capitán general de Castilla la Nueva, Manuel Pavía, exigió la disolución de las Cortes republicanas. Se produjo la invasión del hemiciclo por Pavía con fuerzas de la Guardia Civil y los diputados abandonaron la Cámara. No hubo resistencia, ni política ni popular, lo que muestra la debilidad de la República.
Una coalición de unionistas y progresistas encabezada por el general Serrano intentó estabilizar un régimen republicano de carácter conservador, pero la mayoría de las fuerzas políticas y el ejército empezaron a apoyar un proyecto liderado por Cánovas del Castillo y optaron por la solución alfonsina: la vuelta del hijo de Isabel II, Alfonso XII.
El pronunciamiento militar de Arsenio Martínez Campos en Sagunto proclamó rey de España a Alfonso XII. El Manifiesto de Sandhurst, redactado por Cánovas del Castillo, sintetizaba el programa de la nueva monarquía alfonsina: un régimen de signo conservador y católico que garantizaría el funcionamiento del sistema político liberal y restablecería la estabilidad política y el orden social.