El Sexenio Democrático y la Restauración en España: Un Análisis Histórico

El Sexenio Democrático

A las prácticas dictatoriales de Narváez, que agotaron la monarquía de Isabel II, se unieron las severas críticas de intelectuales como Giner de los Ríos, Moret o Castelar, lanzadas desde sus cátedras, ateneos y periódicos. Además, las crisis económicas del sector textil y de la construcción ferroviaria provocaron el hundimiento de las bolsas, la quiebra de numerosas empresas y un grave problema acendístico a causa de las deudas millonarias y el caos financiero. El descontento general estimuló tanto a los grupos políticos liberales como a intelectuales, militares y clases populares hasta unirse para destronar a Isabel II. El acuerdo alcanzado por el Pacto de Ostende (1866) entre los progresistas y la mayoría de los moderados para derribar a Isabel II y convocar una asamblea constituyente elegida por sufragio universal masculino se hizo efectivo al comprometerse los militares. El 17 de septiembre de 1868, al grito de “¡Viva España con honra!”, las tropas del almirante Topete se sublevaron en Cádiz, seguidas por alzamientos en Cataluña, Andalucía y Valencia. El enfrentamiento de los insurrectos, al mando del general Serrano, con las tropas gubernamentales tuvo lugar en el Puente de Alcolea, cerca de Córdoba. Una vez derrotadas las fuerzas isabelinas, las juntas revolucionarias organizaron el levantamiento en las ciudades al grito de “¡Mueran los Borbones!”. La reina, que veraneaba en San Sebastián, se exilió sin llegar a abdicar.

La Revolución de 1868

Tras la huida de Isabel II a París, se constituyó un gobierno provisional dirigido por el general Serrano y formado por progresistas y unionistas. Su primera labor fue convocar elecciones a Cortes Constituyentes en las que vencieron los progresistas.

El cambio político proyectado quería ser algo más que el derrocamiento de la reina y de la dinastía; se trataba de transformar la esencia del contexto político y la modernización de la vida económica. Por eso, el programa revolucionario incluía, entre otras cosas, la supresión de quintas (sorteo para incorporarse al servicio militar) y el impuesto de los consumos (antipopular gravamen sobre las mercancías que se cobraba al entrar en los municipios), libertad de prensa y juicio por jurados.

La Constitución de 1869

Una comisión de 15 diputados elaboró el anteproyecto constitucional, que fue aprobado en junio de 1869. Imbuida de ideología liberal-democrática, la nueva constitución consagraba la soberanía nacional. Se adoptaba la monarquía parlamentaria como forma de gobierno, aunque limitaba el poder del rey. El legislativo asumía por completo la aprobación y sanción de las leyes, facultad que antes residía en el monarca. El ejecutivo quedaba en manos del Consejo de Ministros, responsable ante las Cortes, que siempre debería estar formado por diputados. En cuanto al poder judicial, se aseguró la independencia de los tribunales. Asimismo, se instituyó un sistema de representación bicameral, compuesto por Senado y Congreso. Por primera vez se establecía la inviolabilidad del correo y la libertad de residencia, de enseñanza y de culto.

La Regencia de Serrano (1869-1871)

A falta de monarca, Serrano asumió la regencia y traspasó la jefatura del gobierno al general Prim. Ambos tuvieron que afrontar los dos mayores problemas del régimen: moderar la intervención del ejército en la vida política y encontrar un monarca para el trono español que respetara el juego democrático. No resultó sencillo acertar con el pretendiente óptimo, que debería ser católico y liberal e identificarse con la constitución aprobada. Un rey para España acabó siendo un quebradero de cabeza para las cancillerías europeas, hasta el punto de servir como pretexto para desencadenar la guerra franco-prusiana del año 1870.

Dentro del territorio nacional, la búsqueda de un nuevo rey también debilitó la estabilidad del naciente régimen, al que atacaron los carlistas, quienes tenían su propio aspirante al trono, Carlos de Borbón (Carlos VII según sus seguidores), los alfonsinos (partidarios del hijo de Isabel II) y también los republicanos.

La Monarquía de Amadeo de Saboya (1871-1873)

Casi un año duró la búsqueda de un rey. Finalmente, las Cortes se decidieron por Amadeo de Saboya, hijo de Víctor Manuel II, soberano de la recién unificada Italia. Al desembarcar en Cartagena, el 30 de diciembre de 1870, Amadeo fue informado de que el general Prim, su gran valedor, había sido asesinado en un oscuro complot. Amadeo I demostró ser un rey respetuoso con la constitución y lleno de buena voluntad, pero sufrió la pérdida progresiva de apoyo de las bases sociales y políticas. El débil consenso y la oposición cada vez más numerosa impidieron madurar al régimen. Contra el nuevo rey se situaron oligarcas y terratenientes que temían el fin de sus privilegios; el alto clero, que juzgaba intolerable que su padre hubiera confinado al Papa en el Estado Vaticano; el bajo clero, que apoyaba a los carlistas; los carlistas, levantados de nuevo en armas y controlando la parte norte del país, además de enfrentarse con la oposición total de los republicanos. Por si fuera poco, Amadeo tuvo que afrontar el problema de Cuba que, con una guerra en ciernes, presentaba visos de un cambio inminente en el sistema colonial, tuvo que contener el avance del movimiento obrero organizado y la división en bandos irreconciliables del único partido en el gobierno que le sostenía. La fragmentación de las Cortes y la rivalidad entre los partidos hicieron imposible la formación de un gobierno estable. En apenas dos años hubo tres elecciones a Cortes y seis gabinetes. Por último, el grave conflicto que enfrentó a los oficiales de artillería y al presidente del gobierno, Manuel Ruiz Zorrilla, al decretar su disolución, sirvió al rey como justificación para abdicar de forma irrevocable el 11 de febrero de 1873. Sin otra alternativa, las Cortes se constituyeron en asamblea nacional, modificaron la constitución y proclamaron esa misma noche la Primera República.

La Primera República (1873-1874)

La llegada de la república no supuso un viraje sustancial en el rompecabezas histórico español. Fue una salida de urgencia más que un proyecto alternativo global para un proceso democratizador, puesto que se sustentaba sobre bases muy frágiles. El primer presidente electo, Estanislao Figueras, volvía a encontrarse con la misma falta de apoyo que Amadeo: solo contó con el de los republicanos y radicales. Y más que diseñar una república, lo difícil fue compatibilizar los diferentes conceptos de república que, a veces, solo tenían en común el vocablo. Para los intelectuales, la república debería traer libertades individuales y avance económico; para los campesinos, el reparto de la tierra y para los trabajadores urbanos, mejores salarios y un cambio drástico en la sociedad… Tan distintas aspiraciones dieron lugar a una terrible inestabilidad política y al ensayo de varios tipos de “repúblicas” a veces hasta yuxtapuestas. A los dos meses de su proclamación, en abril, las disputas entre republicanos y radicales, por la pretensión de los primeros en conceder mayor autonomía a los ayuntamientos, acabaron con la salida de los segundos de la asamblea y con la convocatoria de unas nuevas elecciones. Estas otorgaron el poder a Pi y Margall como presidente de la república, quien debía elaborar una constitución, que nunca vio la luz, para transformar España en una república federal integrada por estados soberanos. Un mes después de asumir la presidencia Pi y Margall, estalló una enorme agitación social: en julio de 1873 se declaró en Alcoy (Alicante) una huelga general que se extendió por todo el país. Simultáneamente se reanudó la guerra carlista y se inició un proceso incontrolado de cantonalismo. El comienzo de la tercera guerra carlista fue posible porque los regimientos estaban prácticamente desguarnecidos, ocupados en sofocar las revueltas. Los carlistas encomendaron al general Cabrera la reconstrucción del aparato militar. Al tomar Estella (Navarra), en agosto de 1873, el pretendiente Carlos VII, seguido por 45.000 hombres, pudo disponer de una capital y organizar un esbozo de estado. El conflicto carlista se tornaría en una auténtica guerra civil al avanzar por el País Vasco, Navarra, Cataluña y formarse partidas menores en Andalucía, Castilla y Galicia.

Entre tanto, en distintas zonas del Levante y Andalucía se produjo un levantamiento popular generalizado y la formación de juntas revolucionarias que proclamarían cantones soberanos. El 12 de julio se promulgó el cantón de Cartagena, a continuación los de Sevilla, Cádiz, Torrevieja y Almansa. El estallido se extendió aún más el 18 de julio a raíz de la caída de Pi y Margall. Su sucesor, Nicolás Salmerón, dio por terminados los métodos persuasivos y recurrió al ejército. A lo largo del verano quedó sometido el movimiento, excepto en Cartagena que no capitularía hasta enero del año siguiente. Salmerón fue acusado por sus correligionarios de transigir frente a los militares y, ante su repulsa de firmar sentencias de muerte para los cantonalistas, dimitió en septiembre de 1873 tras dos meses de mandato. Le sucedió Emilio Castelar, quien dará un giro conservador a la república al intentar reforzar la autoridad del estado. Por las atribuciones que le conferían las Cortes, llamó a filas a 80.000 hombres y restableció las ordenanzas militares. Un vuelco necesario puesto que en Cuba, apoyados por estas uniones, los separatistas hostigaban a las tropas españolas y habían iniciado la llamada guerra larga, que duraría hasta 1878. En esa España incendiada por los carlistas y una Cuba cada vez más insurrecta, el día 2 de enero de 1874, mientras se votaba en las Cortes una moción de confianza al gobierno, el general Pavía entró con sus tropas en el Congreso, lo disolvió y constituyó, sin legitimidad alguna, un gobierno de emergencia con el general Serrano al frente. Tras cinco años de vaivenes políticos, conflictos armados y malestar social, se daría paso a una “república de orden”. Durante este tiempo, Antonio Cánovas del Castillo movió los hilos para que Alfonso de Borbón, el hijo de Isabel II, regresara a España como la única posibilidad de restaurar el orden a través de una monarquía constitucional.

La Restauración

El programa político de la restauración quedó recogido en el Manifiesto de Sandhurst, que fue objeto de una larga elaboración por parte del historiador y político conservador Antonio Cánovas del Castillo, jefe del partido alfonsino. Durante seis meses, Cánovas trabajó en su contenido para ofrecer aquello que gran parte de la sociedad española ansiaba en esos momentos. En diciembre de 1874, Alfonso de Borbón, desde la Academia Militar Británica de Sandhurst donde estudiaba, divulgó el manifiesto que le presentaba como un príncipe católico, español, constitucional, liberal, deseoso de servir a la nación y dispuesto a integrar a todos los partidos al margen de sus antecedentes. En el manifiesto también se describía la situación existente como propia del vacío de legalidad liberal. A finales de este mes, el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto (Valencia) proclamaba rey a Alfonso de Borbón. La indiferencia acompañó la llegada del nuevo régimen, que recibió el aplauso solo de la alta sociedad. Era el triunfo de la burguesía provinciana y conservadora, retratada en las novelas de Pardo Bazán, Varela o “Clarín”. Aquella España de 1874 estaba habitada por algo más de 16 millones de personas, de las cuales menos de una cuarta parte sabía leer y escribir. Existía un instituto de enseñanza media por provincia y diez universidades. Aunque la mayoría de la población vivía en zonas rurales, solo el 0,1% de los propietarios poseía más de una tercera parte de la tierra. Las desamortizaciones habían reforzado el control de la tierra por parte de la burguesía latifundista. De la población activa, una gran mayoría se dedicaba a la agricultura, mientras que solo un 15% trabajaba en la industria, esencialmente en las minas, en la incipiente producción siderometalúrgica del norte o de Andalucía y en la manufactura textil catalana. Un 20% se dedicaba al sector servicios. Al facilitarse el desplazamiento al extranjero, cerca de un millón de personas emigraría hacia América, Argelia, Francia y Portugal en los 20 años siguientes.

El Sistema Político de la Restauración

El principal problema que vino a resolver el sistema político de la restauración fue la gobernabilidad del país. Con la aquiescencia de Alfonso XII, Cánovas del Castillo fue su artífice. Creó una estructura estable y liberal, aunque no democrática en su pleno sentido, similar a la establecida en aquel momento en otros países europeos. Se sustentaba sobre dos pilares, la constitución de 1876 y el pacto para alternarse en el poder, el llamado turno pacífico, los dos partidos más importantes, el conservador y el liberal.

La Constitución de 1876

El nuevo texto legal fue redactado por una asamblea de notables presidida por Alonso Martínez. En buena medida es una síntesis de los contenidos de las constituciones de 1845 y 1869. Establecía como forma de gobierno una monarquía parlamentaria e instituía al rey como autoridad suprema del ejército, así se evitaban las tentaciones partidistas de los militares y se afirmaba el poder civil. Mantenía la soberanía compartida entre la corona y el parlamento, reservándose el rey el derecho de convocar Cortes o disolverlas, la sanción de las leyes y el derecho de veto. Para formar gobierno, el rey depositaba su confianza en un jefe de partido y una vez designado este como presidente del gobierno, solicitaba al rey la convocatoria de elecciones, de este modo se fabricaban las Cortes necesarias para gobernar, de acuerdo con la ley electoral que se aprobaría en 1878. Los diputados eran elegidos por sufragio censitario y los senadores se nombraban entre los notables o por designación real. Aunque el texto era respetuoso con las libertades individuales –toleraba otras religiones– lo era menos con las colectivas, en parte por miedo al crecimiento del movimiento obrero, lo que acabó siendo un obstáculo para la democratización. Poseía una gran elasticidad para que los partidos pudiesen desarrollar, a través de la legislación ordinaria, sus programas de gobierno. Hasta 1890 no habría sufragio universal masculino, aunque en una sociedad tan poco politizada, el gobierno no tenía demasiado que temer. De todas formas, siempre quedaba la posterior manipulación de los resultados.

Los Partidos Políticos

Cánovas del Castillo deseaba integrar en dos grandes partidos a todos los grupos políticos de la etapa anterior. En su partido conservador tendrían cabida hasta elementos carlistas, mientras que el liberal, presidido por Praxedes Mateo Sagasta, abarcaba desde los antiguos progresistas hasta los republicanos. Ambas formaciones respondían al modelo liberal occidental del siglo XIX; estaban dominadas por unos pocos individuos de la clase proletaria; los notables, que tenían una base electoral propia y estable. Ni eran partidos de masas ni dependían de la opinión pública; al contrario, se apoyaban en la clientela personal de los jefes de filas formada por una red de adeptos y de casinos políticos extendida por todo el país. El rey iba a servir de árbitro entre los partidos, decidiendo cuándo uno debía sustituir al otro, valorando su grado de cohesión y el grado de exigencia del poder por parte de la oposición. La pasividad, indiferencia y desmovilización ideológica del cuerpo electoral hizo posible la falsificación de los resultados electorales –el pucherazo–, y la instauración de la figura del cacique (que también existía en Francia e Italia), el mayor vicio del sistema y que, a la postre, acabaría con su funcionamiento. Era sencillo: ambos partidos negociaban el “encasillado”, es decir, repartían los distritos electorales y así se evitaba la contienda electoral. En las grandes ciudades se podía escapar del caciquismo, pero al predominar una estructura rural resultaba casi imposible que los partidos marginales –carlistas, republicanos y más tarde socialistas– obtuvieran algo más que un puñado de actas, siendo incapaces de arrebatar el monopolio del poder a la monarquía alfonsina. Los 50 y 5 años del régimen de la restauración coincidirán con el afianzamiento del capitalismo y la burguesía, aunque también con el desarrollo de una clase obrera. La corona recompensaba la fidelidad de industriales y terratenientes con títulos nobiliarios, mostrando la simbiosis entre nobleza y burguesía. Un feudalismo de nuevo cuño, ahora ejercido por la clase política y sus amigos, apenas permitiría la representatividad de una sociedad prácticamente rural. Los excluidos del sistema, cuando pudieron romper las barreras, socavaron el entramado tan cuidadosamente construido durante la restauración.

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