Etapas históricas de España: Reinados, partidos políticos y conflictos

Etapas del reinado de Isabel II y partidos políticos que surgieron en ese momento.
El largo reinado de Isabel II (1833-1868) estuvo marcado por la dificultosa construcción del Estado liberal.
Esta etapa se caracteriza por constituciones de distinto signo, importantes reformas económicas, la aparición de distintos partidos políticos y la continua intervención del ejército en la vida pública.
a) La minoría de edad de Isabel II (1833-1843):
Tras la muerte de Fernando VII comienza la primera guerra carlista y la regente M.ª Cristina se apoya en los liberales moderados. Este partido representa las ideas del liberalismo doctrinario, como la soberanía compartida y el sufragio censitario, con amplios poderes para el rey dentro de un régimen constitucional. Es apoyado por la aristocracia y la alta burguésía. El gobierno de Martínez de la Rosa promueve algunas reformas administrativas y económicas, como la división provincial y la libertad de fabricación y comercio. Pero en lo político el Estatuto Real de 1834 es una Carta otorgada por la Corona que deja a las Cortes como un órgano consultivo. Sin embargo, el empuje carlista provoca un mayor acercamiento de la reina regente a los progresistas, que obtienen la mayoría en las elecciones a Cortes constituyentes de 1837. Este partido defiende las libertades políticas burguesas según el principio de la soberanía nacional, la limitación del poder del rey, y un sufragio menos restrictivo. Lo apoyan la pequeña burguésía, propietarios y artesanos. Se recogen estos principios en la Constitución en 1837 y se emprenden reformas de mayor calado, como la desamortización eclesiástica de Mendizábal. No obstante, la tensión política, los motines y pronunciamientos aumentan, de modo que M.ª Cristina renuncia en 1840, sustituyéndola como regente el general Espartero. La actuación económica y el modo autoritario de éste provocan un rechazo que concluye con el pronunciamiento militar encabezado por el general Narváez, que obliga a Espartero a renunciar en 1843. Las Cortes deciden entonces adelantar la mayoría de edad de Isabel II, que contaba con solo trece años.
b) La Década Moderada (1844-1854):
La mayoría de edad de la reina comienza con la designación del general Narváez, jefe del partido moderado, como presidente del Gobierno. Su objetivo es consolidar el Estado Liberal en España dentro de los principios del liberalismo doctrinario, para lo que se aprueba una nueva Constitución en 1845. Comienza una política conservadora y una organización centralista del Estado, que limita la soberanía nacional. Se adoptan algunas reformas fiscales y administrativas, se restablecen las relaciones con la Iglesia y se fortalece el orden público con la creación de la Guardia Civil.
c) El Bienio Progresista (1854-1856):
El descontento social por el nuevo sistema tributario y la actitud autoritaria y represora del Gobierno, provocan nuevas revueltas y pronunciamientos. Los progresistas, junto con los demócratas y un sector de los moderados descontentos, provocan un cambio de Gobierno en 1854. El general O’Donnell encabeza un pronunciamiento militar en Vicálvaro, que inicialmente no triunfa hasta que consigue el apoyo popular. Para lograrlo es importante la difusión del Manifiesto de Manzanares. La reina decide entonces entregar el gobierno al progresista Espartero, quien amplía las libertades políticas e impulsa el desarrollo económico con medidas liberalizadoras, sobre todo con la desamortización de Madoz y la Ley General de Ferrocarriles. Se elabora un proyecto de Constitución en el que incluso se permitía la libertad religiosa, pero no llega a entrar en vigor. Comienzan las corrientes políticas republicanas y demócratas.
d) La Uníón Liberal y la crisis final (1856-1868):
En 1856, en un clima de motines provocados por la crisis de subsistencia, el general O’Donnell ocupa la presidencia y restablece la Constitución de 1845. Funda la Uníón Liberal, que gobernará entre 1858 y 1863 dando estabilidad al Gobierno y logrando un crecimiento económico. Este partido nace como coalición electoral, transformándose más tarde en un partido liberal de centro, defensor de la monarquía constitucional. Es apoyado principalmente por las clases medias y la parte de la burguésía y de la nobleza descontenta con los moderados. Sin embargo, continúa la manipulación electoral y el malestar social por la crisis industrial, financiera y de subsistencias. La oposición política formada por progresistas y demócratas se une en el Pacto de Ostende en 1866, promovido por Prim para exigir el fin del régimen y la elección de una Asamblea Constituyente. La reina Isabel II se queda tan solo con el apoyo de los moderados, por lo que la revolución “Gloriosa” de 1868 acabará con su reinado forzándola al exilio.


La revolución industrial española, la minería y la Ley General de Ferrocarriles de



1855


A lo largo del Siglo XIX arrancó la industrialización de algunas economías europeas, sobre todo Gran Bretaña, Bélgica, Francia o Alemania. Se trataba de un complejo proceso por el cual la industria desplazó a la agricultura como principal actividad económica y fuente de riqueza. Paralelamente, en esos países industrializados se consolida la propiedad privada y la economía capitalista. Sin embargo, el desarrollo de las manufacturas que se había producido en el Siglo XVIII por impulso de la monarquía se ve interrumpido por las guerras, la falta de capitales y de espíritu emprendedor, así como por la inestabilidad política a lo largo de todo el Siglo XIX. Por eso, la revolución industrial española es más tardía, lenta y localizada que en otras regiones europeas. España seguía siendo un país agrario y atrasado. La industria textil destaca en el foco catalán, donde ya en 1831 se instalan las primeras máquinas de vapor para mover los telares mecánicos. Sus principales problemas eran la dependencia del carbón británico y la debilidad del mercado español, de ahí las exigencias de medidas proteccionistas. La localización inicial cercana al puerto de Barcelona se extiende a partir de 1870 al interior de Cataluña, buscando la energía hidráulica de los ríos. Sin embargo, no se extiende al resto de España. La siderurgia nace vinculada a la minería del carbón y el hierro en tres focos. Los primeros altos hornos se instalan en Málaga en 1826 y en Sevilla, cercanos a yacimientos de hierro. Esta localización se ve beneficiada en el contexto de la primera guerra carlista, pero se abandonará ante la competencia y el alto coste de la energía. En Asturias se localiza esta industria en las cuencas mineras de Mieres y Langreo. Se instalaron grandes fábricas tras la construcción del ferrocarril Langreo-Gijón y gracias a la inversión extranjera. En Vizcaya se contaba con yacimientos de hierro y una tradición de forja, pero la guerra carlista y el problema de abastecimiento del combustible retrasaron su desarrollo hasta que la exportación de hierro al Reino Unido y la importación de carbón permitieron reducir costes y aumentar la producción. Fuera de estos focos, solo la industria agroalimentaria y de bienes de consumo de bajo valor llegaba a otros lugares para abastecer los mercados próximos.
La minería era un sector atrasado debido a que no se habían incorporado técnicas de extracción modernas, la falta de inversiones, una escasa demanda interna y una legislación que dificultaba la iniciativa privada. La Ley de Minas de 1868 liberaliza el
suelo mediante concesiones a perpetuidad a cambio del pago de un canon. Se crean sociedades con inversores privados, en su mayoría extranjeros, lo que permite introducir mejoras técnicas. Este momento coincide con un aumento de la demanda
internacional creciente, lo que favorece la exportación. Tienen un mayor desarrollo los yacimientos próximos a las costas, como el hierro de Vizcaya, el carbón de Asturias o el cobre de Huelva, pero también en el interior por los recursos de Mercurio en Almadén o de plomo en Jaén. El capital extranjero llega atraído por la minería como materia prima para abastecer a sus propias industrias, así como el ferrocarril para su trasporte. El resultado es una industria con gran dependencia tecnológica del exterior y de las exportaciones, pero con una notable falta de competitividad. Las carácterísticas geográficas de la Península dificultan en el Siglo XIX la creación de una red de transportes y causan la fragmentación del mercado interior, lo que limita la industrialización y el comercio. La gran transformación del transporte llega con el ferrocarril a vapor. Su expansión es una de las claves de la industrialización del Siglo XIX porque reducía los tiempos y aumentaba la capacidad de carga de los transportes terrestres. En España comienza de forma tardía porque necesita elevadas inversiones en terrenos, infraestructuras y maquinaria. Su origen está en la inversión privada para construir líneas cortas que comunicaban algunas áreas de producción con la costa (Barcelona-Mataró en 1848 o Langreo-Gijón en 1852). La Ley General de Ferrocarriles de 1855 acelera la construcción de una red con una estructura radial centrada en Madrid y con un ancho de vía diferente al europeo. Por tanto, no se centra en comunicar entre sí las zonas industrializadas y además dificulta la comunicación con el resto de Europa. Esta ley rebaja los aranceles para importar los materiales y maquinaria necesarios, por lo que hasta 1866 se habían construido unos 5000km de vía a cargo de una veintena de compañías, en su mayoría con capital extranjero. Los efectos sobre la economía española fueron importantes. Aunque su planificación fuera deficiente por el sistema radial, el ancho de vía y la dependencia del capital extranjero, el ferrocarril generó mucho empleo, incrementó el consumo de carbón y de madera y resultó decisivo para la modernización del país, contribuyendo a la creación de un mercado nacional. Sin embargo, el ferrocarril no logró estimular a la industria española como proveedora de maquinaria y materiales y la red quedó poco integrada con el exterior, y con un carácter periférico en el conjunto de la industrialización europea. Eso sí, la vida cotidiana se irá modificando al abaratarse y acortarse los transportes, favoreciendo la
especialización regional de las producciones agrícolas e industriales.


La Guerra de la Independencia (1808-1814)


La monarquía española vivía una profunda crisis durante el reinado de Carlos IV, que accede al trono en 1788 y entrega buena parte de su poder a Manuel Godoy, lo que provoca un amplio rechazo popular. La política exterior española, que se había alejado de la francesa, cambia y se hace cada vez más dependiente de la Francia napoleónica. Esto supone conflictos con Portugal e Inglaterra, como la derrota de Trafalgar frente a los británicos en 1805, en la que es destruida la mayoría de la flota española. La negativa de Portugal a apoyar el bloqueo napoleónico al Reino Unido favorece que Godoy y Napoleón firmen en Tratado de Fontainebleau en 1807, por el que se concede el derecho de paso al ejército francés para ocupar Portugal, con la promesa de entregar a Godoy el sur de Portugal. Sin embargo, algunas tropas se quedan en España y van ocupando lugares estratégicos, por lo que se percibe que el ataque a Portugal es una excusa para la invasión de la Península Ibérica. La alta nobleza rechaza a Godoy y apoya a Fernando, hijo del rey, promoviendo el motín de Aranjuez en Marzo de 1808, que logra el cese de Godoy y la abdicación del rey Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII. Sin embargo, Carlos IV pide ayuda a Napoleón en una clara muestra de debilidad de la monarquía española. Por eso, el emperador convoca a la familia real a Bayona, donde fuerza las abdicaciones de ambos en favor suyo para finalmente entregar la Corona de España a su hermano José Bonaparte. Cuando otros miembros de la familia real se disponen a abandonar el Palacio Real, el pueblo de Madrid se subleva el Dos de Mayo de 1808 contra la ocupación francesa. La durísima represión por las tropas francesas provoca la extensión del alzamiento por toda España, creando Juntas locales y provinciales  como gobierno en ausencia del rey, con el fin de resistir y coordinar la guerra contra el ejército invasor. Los triunfos españoles en Bailén y la resistencia en los sitios de ciudades como Zaragoza o Gerona obligan a retroceder a las tropas francesas al norte del Ebro. Ante esto, Napoleón decide intervenir personalmente y enviar un numeroso ejército con el que ocupa casi toda la Península, excepto Cádiz. Se inicia entonces una fase de guerrillas hasta que en 1812 Napoleón se ve obligado a retirar parte de sus tropas de España hacia el frente ruso, momento en el que las tropas británicas de Wellington entran desde Portugal y, con el apoyo de la guerrilla y el ejército español, derrotan a los franceses en las batallas de los Arapiles (1812), Vitoria y San Marcial (1813). José I abandona España y el ejército francés se retira, dando por acabada la guerra. Napoléon devuelve entonces la Corona a Fernando VII mediante el Tratado de Valençay en Diciembre de 1813, permitiendo su regreso a España, que tiene lugar ya en 1814. Pero la guerra había producido también una profunda división en la sociedad
española entre los afrancesados, colaboradores más o menos comprometidos con el reinado de José I, y los patriotas, defensores de la monarquía borbónica frente a la invasión napoleónica, a su vez divididos entre la continuidad del absolutismo y los partidarios de introducir reformas de carácter liberal. A su regreso en 1814, Fernando VII restablecerá el absolutismo y perseguirá tanto a los afrancesados como a los liberales, muchos de los cuales se irán al exilio.


El conflicto entre liberales y absolutistas: etapas del reinado de Fernando VII


(1814-1833)
El reinado de Fernando VII (1814-1833) está marcado por el conflicto entre liberales y absolutistas, que determina tres fases en su evolución política. Después de la guerra, Napoleón permite el retorno de Fernando VII a España en 1814, en aplicación del Tratado de Valençay. El rey había prometido regresar como monarca constitucional, por lo que la regencia liberal le pide que jure la Constitución de 1812 y otorgue validez a las leyes de las Cortes de Cádiz. Sin embargo, un grupo de diputados
absolutistas le presenta el llamado Manifiesto de los Persas pidiendo el restablecimiento del absolutismo. Por lo tanto, el rey debe optar entre aceptar el liberalismo de las Cortes de Cádiz o volver a la monarquía absoluta. Mediante el Decreto de 4 de Mayo de 1814 quedan abolidas la Constitución y las leyes de Cádiz, y se restaura el Antiguo Régimen, en un contexto europeo de vuelta de los absolutismos en el Congreso de Viena. Los liberales y afrancesados se encaminan al exilio para evitar su detención o ejecución. Comienza así un sexenio absolutista (1814-1820), cuya política genera un notable rechazo en un país destrozado por la guerra, lo que se expresa en sucesivos pronunciamientos militares de carácter liberal. Ninguno de ellos triunfa hasta que el 1
de Enero de 1820 se levanta el coronel Riego al frente de las tropas acuarteladas en Las Cabezas de San Juan, que estaban preparadas para embarcar hacia América. A punto de fracasar como los intentos anteriores, a este pronunciamiento se suman nuevas guarniciones y se extiende al grito de “Viva la Pepa”, lo que obliga a Fernando VII a restablecer la Constitución en el Manifiesto Regio de 10 de Marzo. Da comienzo el trienio liberal (1820-1823), que dicta una amnistía, recupera las reformas de Cádiz y convoca Cortes, de nuevo con mayoría liberal. Sin embargo, la división interna de los liberales entre doceañistas  y veinteañistas permite reorganizarse a los realistas, que reciben el apoyo de las potencias europeas de la Santa Alianza. Finalmente, la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis del duque de Angulema en 1823 acaba con la breve experiencia liberal y reponen el absolutismo. Se inicia así la década absolutista u “ominosa” (1823-1833), en la que se intensifica la represión y el exilio de los liberales. En medio de frecuentes levantamientos, el rey se aproxima a los liberales porque necesita el respaldo económico de la burguésía ante la grave situación de la economía y la Hacienda. Esto desata el problema sucesorio. En torno a su hermano y heredero, Carlos María Isidro, se van agrupando los sectores absolutistas. Pero el nacimiento de su hija, una vez anulada la Ley Sálica, lo aleja del trono. Al morir Fernando VII en 1833 estalla una guerra entre los liberales, que apoyan a Isabel II y la regencia de su madre María Cristina, y los carlistas, que pretenden la continuidad del absolutismo.


Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812


La Junta Suprema Central, constituida como gobierno en ausencia del rey, con el fin
de resistir y coordinar la guerra contra el ejército invasor, se disuelve para dar paso a una
regencia que convoca Cortes generales y extraordinarias, reunidas en Cádiz por estar a
salvo de la ocupación francesa. Entre los diputados había algunos que defendían el sistema
absolutista, mientras que los ilustrados propónían un régimen intermedio entre
absolutismo y constitucionalismo. Sin embargo, la mayoría eran liberales, defensores de
una cámara única que asuma la soberanía nacional y elabore una Constitución.
Una vez reunidas las Cortes, su labor principal es la aprobación de la Constitución
el 19 de Marzo de 1812, motivo por el que se conoce como “la Pepa”. En ella se
establece una monarquía constitucional y parlamentaria asociada a la dinastía de los
Borbones. Su principio básico es la soberanía nacional, definiendo la Nacíón como el
conjunto de los españoles de ambos hemisferios, en referencia a los habitantes de las
colonias en igualdad con los peninsulares.
Por otra parte, se establece la división de poderes entre unas Cortes
unicamerales elegibles mediante sufragio censitario e indirecto (poder legislativo), el rey
que asume el poder ejecutivo y los tribunales, en los que reside el poder judicial
independiente. Incluye la elección popular de alcaldes. Además, se incluye una amplia
declaración de derechos y libertades, la igualdad ante la ley, el sufragio universal
masculino y la creación de la Milicia Nacional para defender el sistema constitucional.
No obstante, se mantiene la confesionalidad católica, sin duda por la notable presencia
del clero entre los diputados de Cádiz.
Pero la labor legislativa de las Cortes fue mucho más amplia, acabando con el
Antiguo Régimen vigente hasta entonces en España. Entre sus reformas sociales y
económicas destacan la supresión de los gremios, los señoríos y la Inquisición, así como
el reconocimiento de la libertad de imprenta. Aunque su incidencia práctica fue escasa
debido al contexto de guerra en que se aprobó y porque a su vuelta, Fernando VII
restablecerá el absolutismo en 1814 dentro del contexto europeo de la Restauración, será

una referencia liberal a lo largo de todo el Siglo XIX. Estuvo vigente en España en los
periodos comprendidos entre 1812-1814, 1820-1823 y 1836-1837.


Causas y desarrollo del proceso de independencia de las colonias americanas


La América española había experimentado una época de crecimiento económico en
el Siglo XVIII, lo que aumentó el poder del grupo de los criollos, burgueses descendientes
de españoles, enriquecidos con el comercio, pero marginados políticamente. Esta situación
se suma a las restricciones comerciales y la influencia de las ideas ilustradas
procedentes de Francia y de Estados Unidos como principales causas para la reclamación
de la independencia.
Después de Trafalgar, la Marina española había quedado muy disminuida. Por eso,
cuando en 1808 se crean también en América las Juntas contra Napoleón, estas
acabarán por desobedecer a la Junta Suprema Central y reclaman su derecho al
autogobierno. Por eso, durante el periodo de la guerra (1808-1814) se declara la
independencia de algunos territorios en los virreinatos españoles, aunque este
movimiento fracasa excepto en Paraguay. Las Cortes de Cádiz reconocen entonces los
derechos de los criollos en igualdad de condiciones que los españoles de la Península, pero
ya es tarde para frenar el camino hacia la independencia.
El absolutismo de Fernando VII a su regreso al trono provoca una nueva oleada
emancipadora, que dirigen José de San Martín y O’Higgins en el sur (Argentina y
Chile) y de Simón Bolívar y Sucre desde el norte del continente sudamericano (la Gran
Colombia). El intento de Morelos en el virreinato de la Nueva España (México) fracasa.
Después de 1820 ya no llegan refuerzos de la Península y Estados Unidos apoya a
los independentistas conforme a la doctrina Monroe. San Martín consigue la independencia
de Perú y juntamente con Bolívar la de Ecuador. La derrota española en Ayacucho en
1824 simboliza el final del dominio español en América. Por su parte, Iturbide logra la
independencia de México, primero como un Imperio y finalmente como una república.
El resultado de este proceso es la pérdida del Imperio colonial español en América,
excepto Cuba y Puerto Rico. La principal consecuencia para España es que abandona su
posición de gran potencia mundial y pasa a un discreto segundo plano, al tiempo que
pierde un enorme mercado y muchos recursos, que agravan la crisis española.
Pero las nuevas repúblicas también se encuentran con problemas diversos después de
alcanzar su independencia. Por un lado, la fragmentación política y los enfrentamientos
fronterizos impedirán el sueño de una América unida y solidaria. Por otro, aumentan los
conflictos sociales por el dominio criollo sobre la población indígena. Estos nuevos estados
nacen y permanecen bajo la influencia del Reino Unido y los Estados Unidos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *