Transformaciones económicas en la España del siglo XIX
La economía española del siglo XIX tuvo un carácter dual, perdurando estructuras arcaicas junto a focos aislados de desarrollo. El progreso económico español fue más lento que en otros países europeos.
La desamortización y los cambios agrarios
La agricultura empleaba a dos tercios de la población activa. La desigual distribución de la tierra, la ausencia de innovaciones tecnológicas y los bajos rendimientos agrícolas hicieron necesarias medidas en este sector. La nobleza y la Iglesia poseían grandes extensiones de tierra. La institución del mayorazgo impedía a los nobles vender o dividir sus propiedades. También los municipios poseían tierras de aprovechamiento común, y otras que se arrendaban a particulares. La tierra a la que se podía acceder en el mercado fue escasa y cara.
Como solución, se realizaron desamortizaciones, que consistieron en la expropiación del Estado de tierras eclesiásticas y municipales para su venta a particulares en subasta pública; suprimiéndose además los mayorazgos en 1836.
- La desamortización de Mendizábal (1836-1841) tuvo como objetivos sanear la Hacienda, financiar la guerra civil contra los carlistas; se subastaron fundamentalmente tierras expropiadas a la Iglesia.
- La desamortización de Madoz (1855), pretendía reducir la deuda pública y generar fondos para invertir en las infraestructuras que la modernización de la economía española demandaba.
Los principales compradores fueron campesinos acomodados y la burguesía urbana. De este proceso surgiría una clase adepta al régimen liberal. Los perjudicados fueron los campesinos, que en muchos casos, tuvieron que emigrar. El mundo rural se convertiría así en un foco de conflictos entre terratenientes y jornaleros; una tensión que acabó desestabilizando al conjunto de la sociedad española.
Sólo a partir de los años 70 del siglo XIX se advirtió un descenso de la agricultura tradicional, centrada en los cereales, y el surgimiento de una más moderna, basada en los frutales y el regadío. El crecimiento de la producción fue resultado de la ampliación en unos cuatro millones de hectáreas de la superficie cultivada, y no de un incremento de la productividad. La agricultura siguió siendo un sector tecnológicamente atrasado que lastró la formación de capitales y, por consiguiente, la industrialización.
La industrialización española
La industrialización española se inició a partir de 1840, coincidiendo con una fase de expansión de la economía mundial y con una relativa estabilidad política. La burguesía prefirió invertir en sectores que generasen dividendos a corto plazo, antes que en industrias básicas. Inversores franceses, belgas y, posteriormente, ingleses aprovecharían también la buena coyuntura para entrar en el mercado español; lo cual generaría una fuerte dependencia técnica y financiera del exterior.
La industrialización española adolecería de la escasez de carbón, principal fuente energética en la época, y de materias primas. Se intentó transformar las viejas estructuras económicas, pero los resultados no se correspondieron con los objetivos.
- Cataluña fue la única zona donde la industrialización se financió con capitales propios, predominando la empresa de tamaño medio. El sector algodonero se mostró como el más dinámico. La protección arancelaria lo puso a salvo de la competencia inglesa.
- La industria siderúrgica se situó primero en torno a Málaga. Después, entre los años 60 y 80, se dio la etapa asturiana, aunque el carbón no era de gran calidad. El verdadero despegue de la siderurgia se inició a finales de siglo en torno a Bilbao, desde donde se exportaba hierro y se importaba carbón galés.
- Fueron sobre todo compañías extranjeras las que se hicieron cargo de la explotación minera; influyendo en su desarrollo la Ley de Bases sobre Minas (1868).
El volumen del comercio aumentó considerablemente. Destaca la reforma de la Hacienda pública de Mon-Santillán (1845) y la implantación de la peseta en 1868.
El impacto del ferrocarril
La primera línea de ferrocarril entró en funcionamiento en 1848 (Barcelona-Mataró); la fiebre constructora se desencadenó gracias al apoyo estatal de la Ley General de Ferrocarriles (1855) y la Ley de Sociedades de Crédito (1856), donde se sentaban las bases de un sistema de financiación que animó la entrada de capital y tecnología extranjeros; también hubo aportaciones de capitales nacionales, especialmente en Cataluña, País Vasco y Valencia.
En 1868 se habían construido vías férreas, y quedaba fijado el trazado, radial y con centro en Madrid, de las grandes líneas nacionales. El ferrocarril abrió el camino a la integración real del mercado español, permitiendo un intenso tráfico de ideas, viajeros y mercancías, y, por consiguiente, actuando como una poderosa palanca de desarrollo económico.