Transformaciones Económicas en la España del Siglo XIX
Proceso de Desamortización y Cambios Agrarios
El siglo XIX supuso una profunda transformación económica en los países más desarrollados de Europa (Gran Bretaña, Francia, Alemania y Bélgica). La industria desplazó a la agricultura como principal actividad económica, al mismo tiempo que la producción y el comercio crecían en proporciones hasta entonces desconocidas. España, como gran parte del este y sur de Europa, también conoció importantes cambios, pero su industrialización no fue plena. La lentitud de los cambios provocó que a finales del XIX, España mantuviese una economía predominantemente agraria, con un sector industrial limitado y poco capaz de competir en el mercado exterior.
Transformaciones agrarias
La transformación de la agricultura española a lo largo del siglo XIX fue escasa e insuficiente, hecho que explica en buena medida la lentitud del proceso de industrialización en España. A comienzos del XIX la agricultura era la base de la riqueza nacional (56 % del total de la producción; el 82% si incluimos la ganadería; cerca de dos tercios de la población activa estaba empleada en ella). No obstante, el sector agrícola atravesaba por importantes dificultades fundamentalmente por la desigual distribución de la tierra, la ausencia de innovaciones tecnológicas y los bajos rendimientos agrícolas.
Los gobiernos liberales del XIX, especialmente los progresistas, trataron de modificar esta situación introduciendo algunos cambios que afectaban a los derechos de propiedad. Trataron de liquidar las formas de propiedad propias del Antiguo Régimen (señorío, mayorazgo, bienes comunales, manos muertas, etc.) y consolidar la propiedad privada de la tierra, como elemento esencial de la organización capitalista de la economía.
Con ese fin emprendieron a partir de 1836 una profunda reforma agraria liberal. Tres medidas fueron fundamentales:
- La supresión de los mayorazgos (1836) que ponía fin a la imposibilidad de vender, donar o perder los bienes nobiliarios heredados por el titular de una familia.
- La abolición del régimen señorial (1837) que anulaba los derechos de carácter jurisdiccional de los señores y convertía en propiedades libres y plenas los antiguos señoríos.
- Las desamortizaciones, que consistieron en la expropiación, por parte del Estado, de las tierras eclesiásticas y municipales para su posterior venta a particulares en pública subasta.
Aunque se dieron algunos precedentes en el siglo XVIII, el verdadero proceso desamortizador se desarrolló a partir de 1837 en dos fases, a cada una de las cuales se la conoce por el nombre del ministro que la puso en marcha:
- La desamortización de Mendizábal (1837): Desarrollada durante la Regencia de María Cristina por un gobierno progresista afectó a bienes eclesiásticos por lo que se conoce también como desamortización eclesiástica. Tenía tres objetivos básicos: sanear la Hacienda, financiar la primera guerra carlista y convertir a los nuevos propietarios en adeptos a la causa liberal.
- La desamortización de Madoz (1855): Se inició durante el bienio progresista y afectaba tanto a tierras de la Iglesia como, especialmente, a propiedades municipales. Sus objetivos fundamentales eran reducir la deuda pública y mejorar las infraestructuras, en especial la red de ferrocarriles.
Las consecuencias de las desamortizaciones han sido valoradas de manera desigual: Es cierto que se pusieron en cultivo grandes extensiones de tierra, hasta entonces poco o nada explotadas, pero también es cierto que buena parte de la historiografía se muestra crítica al haberse antepuesto la finalidad fiscal sobre la social, desaprovechándose la oportunidad de repartir las tierras entre los campesinos que las habían trabajado. No hubo un cambio significativo en la estructura de la propiedad; en general, no hubo concentración ni dispersión de tierras, sino tan sólo cambio de propietarios. Fueron escasos los compradores pequeños y medianos, permaneciendo intactos los grandes patrimonios. Los principales compradores fueron las clases urbanas ricas que se convirtieron en una nueva oligarquía agraria.
La agricultura española siguió teniendo unos rendimientos de producción muy bajos, siendo frecuentes las crisis de subsistencias durante buena parte del XIX; hasta el último tercio del siglo no se inician cambios en la agricultura tradicional (producción de cereales), comenzando a ganar peso el cultivo de frutales y la agricultura de regadío en el litoral mediterráneo.
La Revolución Industrial en España
En la España del XIX, el proceso de industrialización sufrió un notable retraso con respecto a los países que lideraron la Revolución Industrial. Además, su extensión fue muy limitada.
El mayor desarrollo se dio en Cataluña, donde la industria textil (con el sector algodonero como ámbito más dinámico) actuó de palanca de la industrialización regional. Cataluña fue la única zona donde la industrialización se originó a partir de capitales autóctonos y donde la burguesía mostró una verdadera mentalidad emprendedora apostando por la mejora de la maquinaria y de las técnicas de producción (Fábrica Bonaplata). La protección arancelaria durante casi todo el siglo la puso a salvo de la competencia inglesa.
La industria siderúrgica tuvo un despegue muy tardío en España tanto por la falta de una demanda importante de productos de hierro como por la necesidad de hierro y carbón en abundancia y de gran calidad. Inicialmente tuvo un foco de expansión en Andalucía, hasta los años sesenta en torno a Málaga (Industria Heredia, con carbón vegetal); más tarde una etapa asturiana, entre los años sesenta y ochenta, en torno a Mieres y Langreo. Finalmente el verdadero despegue de la siderurgia en España, se inició a finales de siglo en torno a Bilbao, sobre todo por el éxito del eje comercial Bilbao-Cardiff (Gales): Bilbao exportaba hierro y compraba carbón galés.
En cuanto a la minería alcanzó su apogeo en el último cuarto de siglo, gracias a la publicación de la Ley de Minas de 1868, que liberalizó el sector e inició la explotación masiva de los yacimientos. La explotación quedó mayoritariamente en manos de compañías extranjeras. Fueron importantes los yacimientos de plomo en el sur (Linares y La Carolina), los de cobre en Riotinto (Huelva), los de mercurio en Almadén (Ciudad Real) y los de cinc en Reocín (Cantabria).
Las razones principales para tan tardía y limitada industrialización se han buscado en la escasez de capital nacional para invertir en las modernas industrias (los capitales españoles se dedicaron a la compra de tierras desamortizadas o a la inversión en el ferrocarril); la desfavorable dotación de energía y materias primas (en España, las minas eran abundantes, pero el producto era de mala calidad y de bajo poder calorífico. Además, el agua es un recurso escaso y estacional en gran parte del país); y la inestabilidad política, que restó coherencia a la política económica.
Modernización de las Infraestructuras: El Impacto del Ferrocarril
Durante el XIX la paulatina mejora de las infraestructuras permitió pasar de una economía local y compartimentada a una economía nacional e internacional. Los cambios fueron muy lentos, especialmente en la construcción de carreteras donde se mantuvo el proyecto de disposición radial ideado por los ilustrados del XVIII. Mayores fueron los avances en la construcción de puertos, donde la utilización del hormigón armado permitió desde 1850 ampliar diques y muelles. En cualquier caso, la revolución de los transportes llegó con el ferrocarril. El primer ferrocarril español se inauguró en Cuba en 1837; en la península, la línea Barcelona-Mataró comenzó a funcionar en 1848 y unos años después se inauguró el trayecto Madrid-Aranjuez (1851). La configuración de la red imitó el modelo radial de carreteras con Madrid como centro.
Posteriormente, aunque con lentitud, una serie de ramales permitiría el acercamiento de las provincias entre sí. La fiebre constructora llegó con la promulgación de la Ley General de Ferrocarriles (1855), que otorgaba todo tipo de facilidades a las compañías, con objeto de atraer inversiones. Hubo una inversión extranjera masiva, especialmente de capital francés, aunque también aportaciones nacionales. Todo ello provocó la aparición de dos grandes compañías ferroviarias: La M. y Z. A. (Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante) y la Cía. del Norte (Compañía de los Caminos de Hierro del Norte). Lo esencial de la red ferroviaria quedó establecido en los años setenta (en 1874, 6.000 km; en 1900, 11.000 km).
Pese a que la construcción del ferrocarril impulsó escasamente la industria nacional en comparación con lo ocurrido en otros países europeos, al depender del capital y material extranjero, su impacto fue considerable: Vertebró definitivamente el mercado español, permitió movilizar mercancías de gran peso, fomentó el comercio y la movilidad de la población, favoreciendo la integración social y cultural del país.