res desafíosEditar
Desafío militar: las Juntas de DefensaEditar
Juntas de Defensa (España)
Se crearon las Juntas de Defensa, un movimiento sindical militar no previsto en la legislación, en lo que era un claro desafío al gobierno del liberal
Manuel García Prieto que, impotente para controlarlas, se vio obligado a dimitir. Su reemplazo, el conservador
Eduardo Dato, optó por legalizarlas.
Las juntas (que utilizaban un nombre muy usual entre las instituciones españolas, y prestigiado por la historia en la rebelión popular de la Guerra de Independencia) decían defender los intereses de los oficiales de graduación intermedia, aunque su vocación de intervenir en política era evidente.
Uno de los temas de mayor capacidad movilizadora dentro del ejército había venido siendo su obsesión por la unidad nacional, manifestada con claridad desde la agresión al periódico satírico catalanista ¡Cu-Cut!
(1905), tras la que el gobierno cedíó para contentarles con la promulgación de la Ley de Jurisdicciones, que sometía a la justicia militar las ofensas orales o escritas a la unidad de la patria, la bandera y el honor del ejército. La situación social de los militares era peculiar, pues mientras sus colegas de prácticamente todo el mundo ascendían rápidamente por méritos de guerra y por la necesidad de encuadrar gigantescas masas de soldados, ellos se veían reducidos a la inacción, que ni siquiera podía compensarse con los destinos en colonias, ya que se habían perdido en la Guerra Hispano-Estadounidense de 1898. De hecho, había una verdadera «megacefalia» (16 000 oficiales para 80 000 soldados; mientras que la movilizada Francia dispónía sólo de 29 000 para medio millón).
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Dentro del ejército español, se veían situaciones de agravio comparativo entre los únicos destinos coloniales (en Marruecos) y el resto. La inflación iba minando cada vez más el poder adquisitivo de los salarios de los militares, que a diferencia de los más flexibles contratos de los obreros, dependían de los rígidos Presupuestos Generales del Estado.
La actividad de las Juntas empezó en el primer trimestre de 1916 como consecuencia de unas pruebas de aptitud para el mando, parte de un programa de modernización impulsado por el gobierno del Conde de Romanones.
Éste aceptó sus protestas en un principio, pero viendo la peligrosidad de un movimiento cuasi-sindical en el ejército, ordenó la disolución de las Juntas, sin ninguna efectividad.
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Aún en situación ilegal, habían aumentado su tono desde finales de 1916, sobre todo en la muy activa impulsora del movimiento: la Junta de Defensa del Arma de Infantería de Barcelona, dirigida por el coronel Benito Márquez.
A finales de Mayo de 1917 se produjo una enérgica reacción disciplinaria por parte del nuevo gobierno dirigido entonces por García Prieto, a través del ministro de Guerra general Aguilera:
El arresto en el Castillo de Montjuic de varios de sus miembros (dos tenientes, tres capitanes, un comandante, un teniente coronel y un coronel -Benito Márquez, el más visible dirigente del movimiento-). No obstante, la constitución inmediata de una Junta Suplente, que recibíó la solidaridad de las juntas de Artillería e Ingenieros, e incluso de la Guardia Civil, en su «respetuosa» petición de libertad para los arrestados (1 de Junio), supuso un espectacular aumento de la tensión militar, el lanzamiento de un «órdago» que García Prieto no se vio con apoyos suficientes para asumir (el papel del rey dada la naturaleza del asunto y su especial vinculación con el ejército no puede obviarse). Optó por dimitir, tras lo que Alfonso XIII encarga formar gobierno a Eduardo Dato, que consideró oportuno ceder a las reivindicaciones militares, liberando a los arrestados y legalizando las Juntas. Para mantener una postura firme de control de la situación, se suspendieron las garantías constitucionales y se incrementó la censura de prensa.
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Desafío políticoEditar
Asamblea de parlamentarios
La burguésía catalanista estaba representada por la Lliga Regionalista, liderada por Francesc Cambó, y con una base de poder local recientemente adquirida (la Mancomunidad catalana, surgida en 1914 por agregación de las Diputaciones Provinciales y dirigida inicialmente por Prat de la Riba, muerto este mismo año de 1917). En vista de la crisis abierta, Cambó exigíó al gobierno la convocatoria de Cortes, que éste no aceptó. Ante esa negativa, y la imposibilidad utilizar cauces parlamentarios ordinarios, por la no convocatoria de sesiones del Congreso, una gran parte de los diputados elegidos por circunscripciones catalanas (48, todos menos los de los partidos «dinásticos»), se reunieron en la llamada Asamblea de Parlamentarios de Barcelona a primeros de Julio de 1917, que exigíó la convocatoria de elecciones a Cortes Constituyentes, de cara a una nueva organización del Estado que reconociera la autonomía de las regiones. También se exigían medidas urgentes en el terreno económico y militar. La conexión de este movimiento con el descontento económico de los oficiales de rango inferior de las Juntas de Defensa era altamente improbable, pero no podía descartarse, o al menos el intento se éxplicitó en una proclama de la Asamblea, que pidió que:
El acto realizado por el Ejército el primero de Junio vaya seguido de una profunda renovación de la vida pública española, emprendida y realizada por elementos políticos.
A pesar de no representar una parte demasiado amplia de los diputados totales (menos del 10%), se vivía un ambiente pre-revolucionario, que cuestionaba las bases del sistema político de la Restauración:
El turno de los partidos dinásticos que habían fundado Cánovas y Sagasta y el predominio claro del poder ejecutivo sobre el legislativo, con un papel arbitral del rey. La respuesta de Dato fue declarar sediciosa la Asamblea, la suspensión de periódicos y la ocupación militar de Barcelona. A mediados de Julio, la Asamblea se volvíó a reunir en el Salón de Juntas del Palacio del Parque de la Ciudadela, con la suma de varios diputados de otras regiones (hasta un número de 68), de partidos republicanos (Alejandro Lerroux)
, reformistas (Melquiades Álvarez)
Y el único diputado socialista (Pablo Iglesias)
, que ya estaba preparando el movimiento huelguístico previsto para el mes siguiente. Los reunidos acordaron que era «indispensable la convocatoria de Cortes que, en funciones de Constituyentes, puedan deliberar sobre estos problemas [del país] y resolverlos«. Pero, añadían, esas Cortes no podrán ser convocadas por un Gobierno de partido, sino por «un Gobierno que encarne y represente la voluntad soberana del país«.
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Acordaron también volver a reunirse el 16 de Agosto en Oviedo, pero la disolución de la Asamblea por la fuerza pública -día 19 de Julio-, y los hechos posteriores lo impidieron.
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La buscada participación o aproximación de Antonio Maura no se produjo.
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Desafío socialEditar
Huelga general de 1917
La ciudad de Barcelona, capital económica de España,[12] era especialmente conflictiva, como se había demostrado en la Semana Trágica de 1909. La crisis social estaba enfrentando a un movimiento obrero, dividido entre socialistas y anarquistas, que utilizaban tanto métodos pacíficos (huelgas) como violentos (la acción directa de los atentados a veces indiscriminados, como el del Liceo de Barcelona en 1893) y una patronal que utilizaba todo tipo de tácticas (desde los esquiroles al pistolerismo)
. El movimiento obrero en otras partes de España estaba menos desarrollado, pero vio la oportunidad de aprovechar la debilidad del enfrentamiento entre burguésía industrial y gobierno: la UGT (sindicato socialista, más implantado en Madrid y País Vasco) convocó una huelga general revolucionaria (Agosto de 1917), que recibíó el apoyo de la CNT (sindicato anarquista, mayoritario en Cataluña). Los dos sindicatos venían aproximándose hacia una unidad, al menos en las acciones, desde la huelga de Diciembre de 1916 y el llamado Pacto de Zaragoza.
El acuerdo para una huelga general fue firmado en Madrid a finales de Marzo de 1917 por los ugetistas Julián Besteiro y Francisco Largo Caballero, y los cenetistas Salvador Seguí y Ángel Pestaña, e incluía un extenso manifiesto:
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Con el fin de cambiar a las clases dominantes a aquellos cambios fundamentales del sistema que garanticen al pueblo el mínimo de condiciones decorosas de vida y de desarrollo de sus actividades emancipadoras, se impone que el proletariado español emplee la huelga general, sin plazo definido de terminación, como el arma más poderosa que posee para reivindicar sus derechos.
Se llegó a negociar, ante la oposición de los anarquistas, con partidos «burgueses», destacadamente los republicanos de Alejandro Lerroux. Se habló de la constitución de un gobierno provisional, que hubiera tenido a la figura más moderada de Melquiades Álvarez como presidente y Pablo Iglesias de ministro de trabajo.
La difusión de la convocatoria de huelga incluyó alguna ambigüedad, pues si en un principio se hablaba de una huelga «revolucionaria», en comunicaciones posteriores se insistía en su carácter «pacífico». Sobre todo desde la UGT se intentó conscientemente evitar las huelgas parciales, sectoriales y locales. No obstante, el tiempo prolongado para la preparación de la huelga operó en su contra. Las detenciones de los firmantes del manifiesto, el cierre de la Casa del Pueblo (lugar de reuniones de los socialistas) y distintas maniobras del gobierno hicieron que hubiera una dispersión de esfuerzos, singularmente la huelga del sindicato ferroviario de UGT de Valencia -9 de Agosto- en protesta por las detenciones, pero con motivos laborales internos, que precipitó la suma de las demás secciones del sindicato por todo el país entre el 10 y el 13 de Agosto.
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Aun así, al comenzar la huelga se consiguió paralizar las actividades en casi todas las grandes zonas industriales (Vizcaya y Barcelona, incluso algunas menores como Yecla y Villena)
, urbanas (Madrid, Valencia, Zaragoza, La Coruña)
, y mineras (Río Tinto, Jaén, Asturias y León)
; pero sólo durante unos pocos días, a lo sumo una semana. En las ciudades pequeñas y las zonas rurales no tuvo apenas repercusión. Las comunicaciones ferroviarias, un sector clave, no se vieron alteradas por mucho tiempo.