El Nacimiento de las Ideas Liberales
Durante la Edad Moderna, distintas corrientes ideológicas fueron sentando las bases para el inicio de un cambio respecto al sistema hasta entonces vigente, el Antiguo Régimen, caracterizado por las monarquías absolutas y el confesionalismo. Estas corrientes propugnaban una nueva forma de entender los poderes político y religioso, en el que el individuo adquiría un protagonismo fundamental. Estos ideales cuajarán y se impondrán mediante las revoluciones norteamericana y francesa, viéndose plasmados en sus respectivas Declaraciones de derechos, que constituirán los pilares básicos de la construcción del sistema político moderno, basado en los derechos y libertades de los individuos.
La Independencia Norteamericana
Las razones de la emigración a Norteamérica fueron de muy diversa índole, aunque, entre ellas, cabe destacar la religiosa. Al margen de las motivaciones económicas y políticas, no podemos perder de vista el hecho de que, en la base de todo el cambio político que supuso la revolución, está la reivindicación de la libertad de creencias, y la consideración de que, de ella, fluyen todas las demás libertades (Souto). La población que emigra a los nuevos territorios norteamericanos comienza a agruparse en distintas zonas geográficas en función de sus creencias, formando grupos homogéneos, en función de un credo determinado. Esta circunstancia pone de manifiesto la importancia que el elemento religioso tenía para estas primeras comunidades norteamericanas, ansiosas de la libertad religiosa que se les negaba en Europa.
A pesar de la intolerancia inicial de algunas de estas comunidades, principalmente la ortodoxa anglicana y la puritana, pronto se darán los primeros pasos hacia el reconocimiento generalizado de la tolerancia hacia otros credos. La comunidad que inició este avance hacia la libertad religiosa fue la católica que, en 1649, aprobó en Maryland un Acto de Tolerancia que reconocía el libre ejercicio de la libertad religiosa, y la prohibición de que se obligara a nadie a asumir y practicar unas creencias contra su voluntad (Souto). También la población cuáquera de Pennsylvania reconoció la libertad religiosa en su territorio, al igual que sucedió en otras colonias. Debe hacerse notar el extraordinario avance que esto suponía frente a la rigidez e intolerancia religiosa que caracterizaba el continente europeo.
Muy posteriormente, en 1776, a las puertas de la independencia norteamericana, la Asamblea legislativa de Virginia elaboró un documento en el que expondría, entre otras cosas, el principio de la libertad de creencias. Este documento, la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, en su apartado XVI, reconoce y exige la libertad religiosa para todos los ciudadanos. Pocos días después, fue redactada la Declaración de Independencia. Los principios fundamentales de esta Declaración de Independencia son dos: la existencia de unos derechos inalienables que todo individuo posee por su propia naturaleza, entre los que destacan la igualdad, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; y que el Gobierno surge del pacto y su fin es la garantía de las libertades individuales, de modo que si no cumple con estos objetivos puede ser abolido (Souto).
Estos principios tienen validez universal y supusieron una ruptura con el modelo anterior, donde los derechos y libertades provenían de la concesión por parte del poder, sin que se planteara, siquiera, su pertenencia innata a la persona humana. Los mencionados principios, y los derechos que garantizaban, fueron incorporados a la Constitución de Estados Unidos de 1787, constituyéndose en el principal elenco de derechos y libertades reconocidas y garantizadas con rango constitucional. En concreto, la libertad de creencias fue incorporada a dicho texto en la Primera Enmienda, realizada en 1791. De este modo, se garantizó en Norteamérica la libertad religiosa de una manera plena. Con base en estos principios, los poderes públicos norteamericanos adoptaron una posición de neutralidad ante el fenómeno religioso que les llevó a respetar por igual a todos los movimientos religiosas presentas en la nación o que iban incorporándose a la misma.
La Revolución Francesa
La Revolución acontecida en Francia en 1789 fue muy diferente, tanto en sus orígenes como en su desarrollo y consecuencias. De hecho, esta Revolución evolucionó con el tiempo hacia un profundo anticlericalismo, actitud muy alejada de la neutralidad y libertad religiosa que caracterizó a la independencia norteamericana. El terreno lo había preparado el Racionalismo y la Ilustración. Influida por estas ideologías y fundamentada en reivindicaciones sociales, la revolución trató de poner fin a las diferencias existentes entre clases sociales. Con ese objetivo parte, como lo había hecho la revolución norteamericana, del reconocimiento de unos derechos universales que pertenecían al hombre por naturaleza y que eran inalienables. Estos derechos fueron recogidos oficialmente en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789. Entre ellos se reconocía la libertad religiosa, si bien con un marcado carácter individualista.
Pero, lejos de adoptar una posición de neutralidad como había sucedido en Norteamérica, la revolución en Francia supuso una actitud hostil hacia lo religioso. Los revolucionarios, apoyados en la soberanía popular, se sientes autorizados a regular todos los aspectos de la vida de la Iglesia en Francia mediante leyes estatales. Así, se inició un proceso de estatalización de la función religiosa, no respetándose los derechos de la Iglesia católica, su organización interna ni sus bienes. Se confiscaron sus propiedades, se suprimieron las órdenes religiosas y los monasterios y se trató de organizar la Iglesia en Francia mediante una norma estatal, la Constitución Civil del Clero, de 1790, que contemplaba la elección democrática de los sacerdotes católicos y su consideración como funcionarios del Estado, obligados a prestar juramento al nuevo Régimen. En definitiva, lejos de una posición de neutralidad del Estado ante el fenómeno religioso, como en Norteamérica, lo que se produjo fue una fuerte hostilidad hacia lo religioso -representado casi exclusivamente por la Iglesia católica-. El objetivo era crear una Iglesia dominada por el Estado, sometiendo el poder eclesiástico a la voluntad estatal e imponiendo los principios del Racionalismo sobre cualquier creencia religiosa.
El Liberalismo
Las ideas liberales implantadas mediante estas revoluciones, se extendieron por Europa. En España, el liberalismo siguió los pasos de la Revolución francesa, por lo que en la postura de los liberales españoles predominó una actitud hostil hacia la Iglesia católica. El liberalismo planteó serios problemas respecto de las relaciones Iglesia-Estado. Su objetivo era priorizar los derechos y libertades individuales del hombre y, por ende, reducir toda manifestación de autoridad del poder establecido, lo que en materia religiosa implicaba una lucha contra el poder de la jerarquía eclesiástica y contra la doctrina defendida por la Iglesia, de ahí el esfuerzo por rechazar los dogmas religiosos y destruir el poder eclesiástico.
Para lograr su finalidad en este aspecto, el Estado liberal en Europa pretendía que el elemento religioso quedara relegado a la conciencia de los ciudadanos, y las confesiones limitadas en su Derecho de asociación. Así, mientras en EE.UU. el liberalismo y el reconocimiento del derecho de libertad de creencias no significó una lucha contra lo religioso, sino el respeto por la libertad religiosa, garantizando la neutralidad y un verdadero pluralismo, en Europa, como ya hemos apuntado, el liberalismo trató de imponer una sociedad irreligiosa e ignorar las creencias de los ciudadanos y la existencia de una jerarquía eclesiástica fuertemente enraizada en la sociedad. Sin embargo, no logró plenamente su objetivo, puesto que, pese a sus esfuerzos, hubo de reconocer que las creencias religiosas contaban para los ciudadanos. Esta circunstancia obligó a algunos Estados -entre ellos España- a adoptar los principios liberales en sus textos constitucionales, al tiempo que optaban por reconocer a la confesión mayoritaria como religión oficial del Estado, reconociendo así el peso sociológico de dicha confesión y las creencias de los propios ciudadanos (la práctica totalidad de los habitantes de Europa eran miembros practicantes de una confesión, católica y protestante). Otros países, sin embargo, mantuvieron una postura de férrea separación frente a las Iglesias (Francia, 1905), o incluso de rechazo absoluto y radical de todo lo que pudiera acercarse a los religioso (Rusia, 1917).
Los Movimientos Totalitarios
Las penosas condiciones sociales y laborales de gran parte de la población europea están en el origen del nacimiento de una nueva corriente ideológica -el socialismo- que trató de dar solución a estos problemas. Para ello se buscó la intervención del Estado, un mayor proteccionismo estatal, tanto en lo social como en lo económico. Las premisas de esta nueva corriente eran la aceptación del Estado como instrumento de bienestar, la implantación de mejoras sociales, planificación económica y redistribución de ingresos mediante impuestos, etc. En algunas países (v. gr. Reino Unido) la implantación de estas nuevas ideas se hizo de manera pacífica, sin llegar a producirse conflictos de importancia. Sin embargo, en otros, ante las dificultades para su instauración, se trataron de imponer por la fuerza. Fue esto último lo que sucedió en Rusia.
No resultaba sencilla la implantación de estas ideas marxistas, pero la Revolución rusa ofreció una oportunidad. En efecto, en 1917, apoyándose en el descontento generalizado, los movimientos socialistas impulsaron el levantamiento de la población con objeto de implantar un Estado basado en la exaltación del Estado como suprema y total autoridad y en el sometimiento de la voluntad y los intereses del individuo al plan diseñado desde el poder como el bien general. El Estado totalitario marxista supuso una ruptura con las instituciones anteriores: la propiedad privada fue abolida, se suprimieron las libertades cívicas en bien del funcionamiento del Estado -el único autorizado a establecer el bien general-, fue suprimida también la asamblea popular, pasando el poder a los consejos de obreros y soldados (soviets), se implantó un sistema policial, toda actividad intelectual y cultural quedaba sometida a la supervisión y autorización del gobierno comunista, etc. En cuanto a su relación con el fenómeno religioso, el Estado comunista se caracterizó por su fuerte rechazo de toda creencia supranatural que hiciera poner en peligro la supremacía del Estado y la sumisión del ciudadano al mismo. La conciencia religiosa del individuo fue sustituida por la devoción y sumisión al Estado y a la consecución de sus fines.
En consecuencia, la relación entre el Estado comunista y el poder religioso fue de abierta hostilidad. Particularmente remarcable fue la actitud de rechaza de la Iglesia católica hacia el comunismo, como ideología contraria a los principios fundamentales del cristianismo. Alentados por el régimen comunista instaurado en Rusia, los movimientos socialistas de otras partes de Europa trataron de seguir su ejemplo, promoviendo la implantación de las ideas que propugnaba. Esta fuerte presión de los defensores del comunismo llevó a una parte de la población de los diferentes países europeos a mirar con buenos ojos la instauración de un gobierno fuerte que impidiera la implantación del mismo en sus países. Esta fue una de las causas primordiales del auge de los movimientos totalitarios de corte fascista en Europa. Pero no fue la única.
La mala situación económica que sufrían estos países -en gran parte motivada por las consecuencias de la Primera Guerra Mundial-, la deplorable situación del proletariado -que buscaba una solución alternativa a la comunista, sin violencia-, el miedo de la clase burguesa a la implantación del comunismo y el surgimiento de un fuerte sentimiento nacionalista -que suspiraba por un poder fuerte que pusiera al país en el lugar que le correspondía (económicamente y en cuanto a prestigio y poder internacionales)-, fueron algunas de las causas principales del triunfo, democrático, de políticos como Mussolini o Hitler.
Con estas premisas, el líder italiano subió al poder en 1922 constituyendo pronto un régimen de carácter dictatorial, aceptado por la mayoría de la población, que veía en la renuncia a los derechos democráticos la única vía para evitar la llegada e implantación de las ideas comunistas. Esta dictadura fue calificada como la antítesis del marxismo, sin embargo, muchos de sus rasgos característicos coincidían con los del movimiento comunista: colectivismo social, supremacía del Estado y sometimiento del individuo a los intereses estatales, limitación de las libertades individuales, absoluto control de la vida política, económica e intelectual por parte del Estado, etc. En materia religiosa adoptó una posición diferente del modelo comunista. Teniendo en cuenta la profunda religiosidad del pueblo italiano, Mussolini entendió que sólo podía mantenerse en el poder si contaba con el beneplácito de la Iglesia católica. Por ello, a pesar de su profundo ateísmo y del recelo con que contemplaba un poder rival de tanta magnitud, desarrolló, al mismo tiempo, una política de acercamiento a la religión mayoritaria. De ahí que en 1929 firmara con al Santa Sede los denominados Pactos de Letrán, compuestos por un tratado -en el que reconocía la soberanía del Estado Vaticano- y un concordato -en el que se regulaban, de una manera muy ventajosa, las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado italiano-. Para el Estado totalitario fascista este acuerdo suponía superar la residual desconfianza de la población italiana, mayoritaria católica, y recibir cierto reconocimiento internacional. No obstante, como contrapartida, supuso una desventaja: la admisión de la influencia de la Iglesia en la vida pública, con lo que ello implicaba de freno para la actuación fascista. Y es que, a pesar de este acuerdo, las relaciones entre ambos instituciones no estuvieron exentas de duros enfrentamientos, tanto antes como después de la firma de los Pactos. En efecto, fueron numerosas y ostensibles las condenas del Papa contra el movimiento fascista desde el año 1931 (7).
En Alemania, la situación evolucionó de un modo similar. La marcada crisis económica, el temor a la implantación de las ideas comunistas, las duras condiciones de rendición de la Primera Guerra Mundial -que impedía el resurgimiento económico y hería el orgullo de la población- y un acusado nacionalismo, condujeron a la elección democrática de Hitler -nombrado canciller en 1933- como el nuevo líder capaz de sacar a Alemania de esa situación. Fundamentado en los mismos principios socialistas -su partido se denominaba Partido Nacional Socialista de los Trabajadores-, Hitler confiaba en construir una Alemania basada en elementos como el nacionalismo, patriotismo y racismo. Algunos de sus principios fundamentales eran: colectivismo social, deificación del Estado, la existencia de una aristocracia, reclutada entre los miembros del partido, que debía dirigir la comunidad imponiendo la moral y la disciplina alemanas, y una drástica doctrina racial. A excepción de este último rasgo, compartía gran parte de los principios característicos de los otros movimientos totalitarios, incluido el comunista. Al igual que los otros regímenes totalitarios, concebía la ideología nazi como una nueva religión que debía implantarse en todos los territorios conquistados, favoreciendo así una sumisión total del individuo y de su libertad de creencias a los intereses y fines del Estado totalitario. En materia religiosa Hitler actuó de manera interesada, utilizando su relación con las religiosas mayoritarias por exclusivos intereses políticos. De ahí que su posición frente a las Iglesias cristianas presentes en Alemania (católica y protestantes) fuera similar a la adoptada por Mussolini, procurando no enfrentarse abiertamente con ellas. Así, nada más llegar al poder, concluyó las negociaciones de un concordato con la Santa Sede (iniciado antes de su subida al poder) que, además mejorar su imagen ante la población católica, le proporcionó prestigio internacional y suavizó sus relaciones con la Iglesia. Sin embargo, pronto este acuerdo quedó en papel mojado, produciéndose importantes persecuciones a personajes y asociaciones religiosas católicas, especialmente ante la oposición de la Iglesia a su régimen dictatorial, dado el curso de los acontecimientos. Al igual que sucedió con el dictador italiano, se produjeron fuertes tensiones entre la Iglesia católica y Hitler, que tuvieron como punto culminante, aunque no el único, la publicación de la Encíclica Mitbrennendersorge (1937), que trajo duras represalias por parte del régimen dictatorial.
En líneas generales puede decirse que la posición de la Santa Sede ante los movimientos totalitarios -comunista, fascismo y nazismo- fue de rechazo y condena de las teorías y fundamentos en los que se sustentaban, al tiempo que procuraba resolver, lo más favorablemente posible, la situación de los católicos en los respectivos países.