Prehistoria y Edad Antigua en la Península Ibérica
El Proceso de Hominización y los Primeros Pobladores
El proceso de hominización, por el cual los primeros homínidos evolucionaron hasta llegar al hombre actual (Homo sapiens sapiens), se inició en la Prehistoria, durante el Paleolítico Inferior, y se completó en el Paleolítico Superior (1.800.000 – 8.000 a.C.). Los primeros restos de homínidos en la Península Ibérica corresponden al Homo erectus, quien ya conocía el fuego y fabricaba armas.
En Atapuerca, el yacimiento más importante del Paleolítico Inferior, se han hallado recientemente los restos del Homo antecessor (800.000 años), considerado por algunos científicos como el primer homínido europeo. Del Homo neanderthalensis, perteneciente al Paleolítico Medio, existen abundantes vestigios. Ya en el Paleolítico Superior, encontramos al Homo sapiens sapiens, la especie actual, que realizaba pinturas rupestres con carácter mágico-religioso, siendo las más importantes las de Altamira.
Durante el Paleolítico, los homínidos vivían de la caza, la pesca y la recolección. Fabricaban sus armas en piedra tallada, habitaban en cuevas o refugios y formaban clanes o tribus. Sus creencias religiosas estaban relacionadas con los animales y la fertilidad.
Al Paleolítico le sigue el Neolítico, que llega a la Península Ibérica en el 5000 a.C. El modo de vida cambia completamente al descubrirse la agricultura y la ganadería, dando lugar a la sedentarización, el uso de útiles de piedra pulida, la cestería, la cerámica y el tejido. El descubrimiento de los metales da paso a la Edad de los Metales (cobre, bronce, hierro) y a las primeras muestras de arquitectura megalítica.
Pueblos Prerromanos y Colonizaciones Históricas
Antes de la llegada de los romanos, la Península Ibérica estaba habitada por diversos pueblos, entre los que destacan:
- Tartessos: De orígenes legendarios, ocuparon la mayor parte de la actual Andalucía y alcanzaron su esplendor en el siglo VII a.C. Su base económica era la agricultura, la ganadería y la producción y comercialización minera. Su organización política se basaba en una monarquía con apoyo de oligarcas locales. La aristocracia local se enriqueció gracias al comercio con los fenicios.
- Pueblos Celtas: Diversos pueblos del centro y norte de la Península (celtíberos, cántabros, astures, vacceos, lusitanos, etc.), salvo los de habla vasca. De origen indoeuropeo, recibieron influencia de los pueblos colonizadores. Poblados en colinas con doble muralla. Su base económica era la ganadería lanar y vacuna, y en la zona de la meseta, los cereales. Destacaban en la metalurgia del hierro. Su organización social estaba dirigida por una aristocracia guerrera elegida por una asamblea de notables. Los galaicos construían castros y se dedicaban a la pesca y la orfebrería. Los celtíberos se situaban en las submesetas, destacando los arévacos (agricultura en terrenos comunales) y los vetones, asentados en Cáceres, Badajoz, Ávila y Salamanca, con una economía ganadera. Una manifestación cultural destacada son los Toros de Guisando.
- Pueblos Íberos: Desde finales del siglo VI a.C., la cultura íbera se consolida en el este y sur peninsular como producto de la evolución de los pueblos autóctonos en contacto con fenicios y griegos. Su economía era de amplio espectro: minería del oro y la plata, agricultura y ganadería, e industria del lino (Xàtiva). Su organización política era monárquica en el sur (Andalucía), con régulos locales, y aristocrática en el este (Levante), con un consejo de ancianos o senado de influencia griega. Sus manifestaciones artísticas incluyen la cerámica pintada (vaso de Liria), la orfebrería (yacimientos de Jávea y Pozoblanco) y, sobre todo, la escultura en piedra, con la Dama de Baza y la Dama de Elche.
Además de estos pueblos, la Península Ibérica experimentó diversas colonizaciones:
- Fenicios: Se expandieron a partir del siglo X a.C. por el Mediterráneo occidental para controlar el comercio y las materias primas. Establecieron factorías en las costas peninsulares hacia el año 800 a.C., como Cádiz y Almuñécar, realizando operaciones comerciales con Tartessos. A partir del siglo VI a.C., su presencia entró en decadencia, siendo sustituidos por los cartagineses.
- Cartagineses: Llegaron alrededor del siglo VI a.C. Fundaron Cartago Nova en el 228 a.C., considerada el centro de su dominio peninsular.
- Griegos: Se conocen restos arqueológicos griegos en la Península desde el siglo VIII a.C. A partir del siglo VII a.C., su presencia aumentó, penetrando en zonas anteriormente controladas por los fenicios, pero evitando el conflicto con los cartagineses. Fundaron Málaga, Rosas y Ampurias. Esta última fue una colonia de asentamiento de población griega que utilizaba la moneda como sistema de cambio y que alcanzó un crecimiento importante gracias al comercio de objetos suntuarios, cerámica, vino y aceite con los pueblos del interior.
Conquista y Romanización de la Península Ibérica
La romanización fue el proceso por el cual los pueblos mediterráneos integrados en el estado romano adoptaron las formas de vida y la mentalidad de sus conquistadores, transformando su idioma, costumbres, organización, economía y cultura. Este proceso afectó con desigual profundidad a las diferentes regiones.
Fue más intensa en las provincias occidentales, entre las que destacó la Península Ibérica («Hispania»). La diversidad de pueblos peninsulares, carentes de grandes formaciones políticas, explica la temprana integración en el mundo romano. Desde el 218 a.C. hasta el 30 a.C., se sometió a los pueblos de la Península, excepto a la franja cantábrica. En el año 30 a.C., con Augusto, se concluyó la conquista de Hispania y se intensificó la romanización.
El gobierno romano no impuso la romanización por la fuerza. En teoría, se respetaron las costumbres de los pueblos dominados e incluso, a veces, su autonomía, pero la influencia de la civilización romana terminó por imponerse sobre las culturas menos desarrolladas, que fueron perdiendo sus rasgos de identidad.
La romanización afectó de manera desigual a las distintas áreas peninsulares, según el grado de desarrollo socioeconómico y cultural: fue más intensa en las costas del Mediterráneo, donde los pueblos íberos habían recibido el influjo de las colonizaciones; menor en el interior peninsular, donde los pueblos (lusitanos y celtíberos) con una organización gentilicia opusieron mayor resistencia a los romanos; y escasa en los pueblos de la franja cantábrica.
Las invasiones del siglo V rompieron la unidad del mundo romano. Hispania fue ocupada por pueblos bárbaros y siguió una evolución independiente, comenzando el reino visigodo. La aspiración a la ciudadanía romana, conseguida por los indígenas a base de dinero o en premio a su fidelidad, fue una consecuencia del prestigio de Roma.
Inmigrantes de origen romano e itálico se fueron estableciendo en ciudades, creando focos de difusión cultural y de control político y administrativo, como Itálica (Sevilla), Corduba (Córdoba) y Emerita (Mérida). La política colonizadora de Julio César y de Augusto en el siglo I a.C. fue el impulso definitivo a esta labor. El clima de paz y la lejanía de los frentes bélicos contribuyeron decisivamente a la mejora de la economía y, con ello, a la aceptación definitiva de Roma.
Un hito en el proceso romanizador fue la concesión por el emperador Vespasiano (69-79) del ius latii, o derecho de ciudadanía latina, para todos los hispanos libres de origen indígena. El reflejo de la uniformidad cultural creciente fue la adopción de la lengua latina en todos los ámbitos, al principio en igualdad con las lenguas prerromanas y luego, salvo excepciones en el norte peninsular, con exclusividad.
La romanización se manifestó también en la penetración de la religión romana y, sobre todo, de las religiones orientales importadas por Roma (cristianismo); en el uso de vestimentas y ajuares; en los tipos constructivos; en el uso de nombres romanos; en el uso de la moneda y la métrica romanas; en la aceptación del derecho romano; en las prácticas comerciales y asociacionistas (collegia); en la llegada de hispanos a Roma como emperadores, magistrados o literatos; y en la presencia de hispanos como legionarios desde Britania a Mesopotamia.
Las Invasiones Bárbaras y el Reino Visigodo
En el año 409, pueblos bárbaros (suevos, alanos, vándalos…) entraron en Hispania aprovechando la debilidad de Roma. En el 416, acudieron a Hispania federados del Imperio Romano de Occidente para combatir a suevos, vándalos y alanos. Tras su intervención, firmaron un acuerdo con Roma y se establecieron en el sur de la Galia (Tolosa).
Regresaron a la Península con funciones de carácter militar, iniciando su asentamiento en estas tierras. El reino visigodo de Toledo comenzó a cobrar entidad durante el reinado de Leovigildo (568-586), quien consiguió implantar el dominio político efectivo en la mayor parte del territorio peninsular.
Para acabar con las diferencias religiosas, Leovigildo trató de imponer el arrianismo como religión oficial del estado, pero fracasó por la oposición de la Iglesia y de la aristocracia hispanorromana. La unidad en torno al catolicismo se logró con Recaredo en el III Concilio de Toledo (589). La unidad jurídica se alcanzó con la promulgación por Recesvinto del Liber Iudiciorum (654), un código de validez territorial por el que debían regirse todos los jueces.
Los visigodos pretendieron instaurar un estado centralizado, continuador del poder romano, a cuya cabeza estaba el rey, jefe supremo de la comunidad, con amplios poderes judiciales, legislativos, militares y administrativos. Adoptaron los atributos y el ceremonial de los emperadores. El rito de la unción regia, que recibían de los obispos, les confería cierto carácter sagrado.
Tradicionalmente, se accedía al trono por elección dentro de un linaje. Diversos reyes intentaron hacerla hereditaria recurriendo al procedimiento de la asociación al trono, que aseguraba la sucesión dentro de la propia familia, pero finalmente se impuso el principio electivo (IV Concilio de Toledo, 633).
El organismo que auxiliaba a los reyes en sus funciones de gobierno era el Officium Palatinum, en el que se integraban los magnates de su confianza. Para la gobernación del territorio, mantuvieron la división de época romana en provincias, a cuyo frente situaban a un dux (duque). Los viejos municipios romanos fueron sustituidos por nuevos distritos de carácter más rural, los territoria, gobernados por un comes (conde).
Las grandes asambleas políticas del reino fueron el Aula Regia y los Concilios de Toledo. La pretensión de los reyes de revitalizar el estado y de reafirmar el papel de la monarquía chocó con la oposición de la nobleza, que promovió constantes rebeliones armadas y utilizó los concilios para imponerse a los monarcas.
El proceso de desintegración del reino visigodo se produjo en las últimas décadas del siglo VII. El estado se encontraba fragmentado en múltiples células autónomas, gobernadas por la alta nobleza. Los vínculos públicos fueron sustituidos por otros de carácter privado, fundamentados en el juramento de fidelidad a los reyes. El ejército público se convirtió en la suma de los ejércitos privados de los nobles.
El clima de auténtica guerra civil en la Hispania visigoda facilitó la invasión musulmana. El último rey visigodo, Rodrigo, fue derrotado y muerto por los musulmanes en Guadalete (711), desapareciendo con él el reino de Toledo.