Desde 1902 (inicio de la mayoría de edad de Alfonso XIII) hasta 1923 (inicio de la dictadura de Primo de Rivera) la Restauración vivíó una situación de permanente deterioro debito a varios factores: la crisis de los partidos dinásticos, divididos y sin líderes indiscutibles tras la muerte de Cánovas y Sagasta; los frecuentes cambios de Gobierno, 32 en 21 años; la intromisión del Ejército en asuntos políticos; el fracaso de los proyectos regeneracionistas, tanto conservadores como liberales, de Maura y Canalejas respectivamente; la fuerte conflictividad política y social por la falta de integración en el sistema de las fuerzas de oposición (republicanismo, nacionalismo periférico y obrerismo); y los desastres militares en la guerra de Marruecos (1909 y 1921). Desde el punto de vista político, por tanto, esta etapa estuvo caracterizada por, un lado, los intentos de los partidos dinásticos de reformar el régimen para su perduración y, por otro, el auge de los partidos de la oposición, tras el fracaso de dichos intentos y su mencionada falta de integración en el sistema. Respecto a lo primero, desde principios de siglo los partidos dinásticos, conscientes de la crisis del sistema, se propusieron reformar el régimen canovista, si bien manteniendo el turnismo. El primer proyecto regeneraracionista, “la revolución desde arriba”, fue protagonizada por Maura, que buscaba evitar la revolución popular “desde abajo” mediante medidas de diverso carácter: sociales, como la aprobación de la la Ley del Descanso Dominical, la creación del Instituto Nacional de Previsión y el reconocimiento del derecho de huelga; y políticas, como la Ley Electoral (que pretendía acabar con el caciquismo) o la Ley de Administración Local (que buscaba acuerdos con el nacionalismo moderado concediendo más autonomía). Este proyecto, sin embargo, fracasó por el estallido de la Semana Trágica de Barcelona (1909), desencadenada por el envío a Marruecos de reservistas (soldados cuyo servicio activo había concluido, pero que podían ser movilizados en caso de necesidad militar grave). Para evitar su embarque los sindicatos convocaron en Barcelona una huelga general que desembocó en una revuelta antimilitar y anticlerical, que fue sofocada militarmente y por una durísima represión. La Semana Trágica tuvo dos importantes consecuencias: la dimisión de Maura y la reorganización del movimiento obrero, con la fundación de la CNT. Tras la primera, se dio inicio al otro proyecto regeneracionista, liderado por el liberal Canalejas, que sustituyó en la presidencia a Maura. Su programa regreneracionista buscó profundizar el proyecto de su antecesor integrando el catalanismo y al movimiento obrero en el sistema y reduciendo la influencia de la Iglesia para evitar la violencia anticlerical. Sus principales medidas fueron: la descentralización administrativa, con la creación de la Mancomunidad de Cataluña; la supresión del impuesto de consumo, principal gravamen sobre las clases populares; la reforma del Ejército, con la creación de los Regulares y la Legión; y la prohibición a la instalación de nuevas órdenes religiosas en España sin autorización del Gobierno (Ley del Candado) y el restablecimiento del matrimonio civil. El asesinato de Canaletas (1912), por un anarquista, sin embargo, frustró el éxito de sus medidas. Respecto a lo segundo, por su parte, el fracaso de ambos proyectos y la incapacidad de los diferentes Gobiernos para integrar en el sistema político de la Restauración a las fuerzas de la oposición aceleró su auge y, de consecuencia, el proceso de descomposición del régimen. En cuanto a dichas fuerzas, el programa republicano, basado en el laicismo, la ampliación de los derechos y la reforma social, tuvo pequeño peso a nivel político debido a la tradicional división entre unitarios y federalistas. El partido republicano más importante del periodo fue el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, que evoluciónó hacia posiciones moderadas tras ser acusado de promover la quema de iglesias durante la Semana Trágica. Los nacionalismos periféricos, por su parte, adquirieron mayor protagonismo político y apoyo social tras el desastre del 98. En 1901 los diferentes grupos catalinistas se unieron en la Liga Regionalista, que hegemonizó el catalanismo hasta la fundación en 1931 de Esquerra Republicana de Catalunya. El nacionalismo vasco, más débil que el catalán, siguió liderado por el Partido Nacionalista Vasco. Pero tras la muerte de Arana en 1903, el PNV evoluciónó del independentismo antiliberal hacia el autonomismo, ensanchando así su apoyo social. El regionalismo gallego (Liga Galega) y el andalucista (Blas Infante) tuvieron escaso peso político. Por último, el obrerismo español estuvo fuertemente dividido entre socialistas y anarquistas, enfrentados por liderar el movimiento. En cuanto al socialismo, la implantación del PSOE era escasa excepto en Madrid, Asturias y Vizcaya. Tras la Semana Trágica promovíó una alianza electoral con los republicanos. Desde entonces su peso político fue en aumento, aunque en 1921 se produjo la escisión de un sector minoritario que fundó el Partido Comunista de España (PCE), de escaso arraigo hasta la Guerra Civil. En cuanto al anarquismo, el movimiento contó con gran fuerza en Cataluña y Andalucía pese a su división en dos facciones: los grupos de acción directa, que mantuvieron la estrategia de violencia contra las élites políticas (atentado contra Alfonso XII y asesinatos de Canalejas y Dato); y el anarcosindicalismo, reorganizado tras la disolución de la FTRE gracias a la fundación de la CNT en 1910 (sindicato que, a pesar de ser duramente perseguido, pronto se alzó con el liderazgo del movimiento obrero español).
matrimonio civil. El asesinato de Canaletas (1912), por un anarquista, sin embargo, frustró el éxito de sus medidas. Respecto a lo segundo, por su parte, el fracaso de ambos proyectos y la incapacidad de los diferentes Gobiernos para integrar en el sistema político de la Restauración a las fuerzas de la oposición aceleró su auge y, de consecuencia, el proceso de descomposición del régimen. En cuanto a dichas fuerzas, el programa republicano, basado en el laicismo, la ampliación de los derechos y la reforma social, tuvo pequeño peso a nivel político debido a la tradicional división entre unitarios y federalistas. El partido republicano más importante del periodo fue el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, que evoluciónó hacia posiciones moderadas tras ser acusado de promover la quema de iglesias durante la Semana Trágica. Los nacionalismos periféricos, por su parte, adquirieron mayor protagonismo político y apoyo social tras el desastre del 98. En 1901 los diferentes grupos catalinistas se unieron en la Liga Regionalista, que hegemonizó el catalanismo hasta la fundación en 1931 de Esquerra Republicana de Catalunya. El nacionalismo vasco, más débil que el catalán, siguió liderado por el Partido Nacionalista Vasco. Pero tras la muerte de Arana en 1903, el PNV evoluciónó del independentismo antiliberal hacia el autonomismo, ensanchando así su apoyo social. El regionalismo gallego (Liga Galega) y el andalucista (Blas Infante) tuvieron escaso peso político. Por último, el obrerismo español estuvo fuertemente dividido entre socialistas y anarquistas, enfrentados por liderar el movimiento. En cuanto al socialismo, la implantación del PSOE era escasa excepto en Madrid, Asturias y Vizcaya. Tras la Semana Trágica promovíó una alianza electoral con los republicanos. Desde entonces su peso político fue en aumento, aunque en 1921 se produjo la escisión de un sector minoritario que fundó el Partido Comunista de España (PCE), de escaso arraigo hasta la Guerra Civil. En cuanto al anarquismo, el movimiento contó con gran fuerza en Cataluña y Andalucía pese a su división en dos facciones: los grupos de acción directa, que mantuvieron la estrategia de violencia contra las élites políticas (atentado contra Alfonso XII y asesinatos de Canalejas y Dato); y el anarcosindicalismo, reorganizado tras la disolución de la FTRE gracias a la fundación de la CNT en 1910 (sindicato que, a pesar de ser duramente perseguido, pronto se alzó con el liderazgo del movimiento obrero español).
La crisis del sistema de la Restauración y la caída de la monarquía estuvo marcada, entre otras muchas causas, por tres factores principales: la intervención en Marruecos, las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y la crisis de 1917. Respecto a lo primero, las potencias europeas reunidas en 1906 en la Conferencia Internacional de Algeciras acordaron dividir Marruecos en dos áreas de influencia: la española al norte (Rif) y la francesa al sur. España perseguía dos objetivos con la colonización de Marruecos: asegurar la posesión de Ceuta y Melilla y recuperar el prestigio de la Corona y el Ejército tras el desastre del 98. Sin embargo, el Marruecos español, con menor riqueza que el francés, iba a destacar pronto por la rebeldía de sus habitantes organizados en tribus llamadas cabilas. La primera insurrección, conocida como guerra de Melilla, se produjo en 1909 tras el ataque a las explotaciones mineras españolas y obligó al reclutamiento de reservistas, causa principal de la Semana Trágica de Barcelona. Más adelante, en 1912 el sultán marroquí admitíó la formación de un protectorado Franco-español ante el caos que vivía el país. Esto, sin embargo desencadenó un aumento de la resistencia contra la presencia española y en 1921 el general Silvestre planificó una ofensiva a la que los rifeños, liderados por Abd el-Krim, respondieron con una emboscada que ocasiónó más de trece mil muertos y la pérdida de la mayor parte de la regíón. La derrota, conocida como desastre de Annual, provocó la indignación de la opinión pública y la exigencia de responsabilidades de las Cortes al Ejército (Expediente Picasso). La reacción de los militares fue inmediata, alentando el Golpe de Estado del general Primo de Rivera, que establecíó el control español del Rif tras el desembarco de Alhucemas (1925). Respecto a lo segundo, España se declaró neutral durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) en sintonía con el aislacionismo adoptado desde 1898. Sin embargo, partidos, intelectuales y opinión pública se dividieron entre Germánófilos (conservadores) y aliadófilos (liberales e izquierda), y sus posiciones se reflejaron en duros enfrentamientos en la prensa de la época. Esta neutralidad, por un lado, impulsó la economía española gracias al aumento de la demanda de los países beligerantes (que favorecíó las exportaciones y, con ello, el desarrollo de la agricultura y la producción industrial), pero, por otro, provocó que, mientras los beneficios empresariales crecieran espectacularmente, los trabajadores perdieran poder adquisitivo debido a la inflación. De esta forma, el malestar social fue inevitable, lo que acentuó la crisis que vivía el país en 1917. En cuanto a esta, ese año se desencadenó un triple conflicto: militar, político y social. En cuanto al primero, en 1916 se crearon las Juntas de Defensa, asociaciones corporativas partidarias de la “escala cerrada” que reclamaban mejoras salariales y rechazaban la política de ascensos por méritos de guerra, que beneficiaba a los militares destinados en Marruecos. Ante la presión Alfonso XIII reemplazó al presidente del Gobierno, evidenciando la intromisión de la Corona en los Gobiernos, la capacidad de coacción de los militares y las
disensiones internas entre militares africanistas y peninsulares. En cuanto al segundo, para denunciar el turnismo, Cambó convocó en Barcelona una Asamblea de Parlamentarios que reuníó a nacionalistas, socialistas y republicanos, quienes pidieron al Gobierno una nueva constitución que estableciese un Estado democrático y descentralizado. De esta forma, aunque la Asamblea fue disuelta, reflejó la crisis del sistema. Por último, en el ámbito social, ante el deterioro de las condiciones de vida de la clase obrera por la Primera Guerra Mundial, la UGT y la CNT convocaron una huelga general revolucionaria reivindicando mejoras laborales (aumento de salarios) y políticas (democratización), que, sin embargo, fracasó por la intervención del Ejército y una dura represión. En definitiva, aunque la Restauración sobrevivíó a la crisis de 1917, el deterioro del sistema era evidente y se complicó todavía más tanto por la crisis económica que siguió a la Primera Guerra Mundial como por las expectativas revolucionaras creadas por la Revolución soviética. En este sentido, la conflictividad crecíó y para hacer frente a esta situación, ante el temor a una insurrección revolucionaria, los Gobiernos de la Restauración aprobaron leyes de un importante contenido social (sistema público de pensiones y jornada laboral de ocho horas en la industria). Sin embargo, estas medidas no consiguieron impedir la confrontación, manifestada durante el Trienio Bolchevique (1918-1920) en el campo andaluz, protagonizadas por las luchas de los jornaleros, y en el sector industrial catalán. En este contexto, la conflictividad terminó en violencia cuando patronal y Gobierno, para neutralizar el intenso movimiento huelguístico dominado por la CNT, impulsaron la violencia a través de los sindicatos amarillos (sindicatos organizados por la patronal y el Gobierno que actuaron como fuerza de choque contra la CNT), el pistolerismo (contratación de pistoleros para responder a las reivindicaciones laborales de los sindicatos anarquistas) y la Ley de Fugas (que permitía a los cuerpos de seguridad disparar sobre un fugitivo que huía), a lo que los anarquistas respondieron con atentados (Eduardo Dato). Finalmente, el general Primo de Rivera aprovechó el descrédito de los partidos, el clima de inestabilidad social, el temor al auge del catalanismo y la indignación por los desastres militares en Marruecos, para justificar el Golpe de Estado de Septiembre de 1923 que liquidó definitivamente el sistema político de la Restauración.
El final del reinado de Alfonso XIII y la crisis de la Restauración estuvieron marcados por la dictadura de Primo de Rivera, iniciada en Septiembre de 1923 tras un Golpe de Estado. Este puede explicarse gracias a varios factores: la prolongada inestabilidad política; el auge del catalanismo y el republicanismo, visto con preocupación por conservadores y militares; la conflictividad social (huelgas, atentados, pistolerismo), alentada por la crisis económica y las expectativas generadas por la Revolución soviética; y los reveses militares en Marruecos. El golpe de Primo de Rivera, que contó con el apoyo del Ejército y la burguésía, así como con la pasividad del Gobierno y las organizaciones sociales, se justificó como un intento regeneracionista de solucionar los problemas del país mediante una dictadura temporal. Y, finalmente, el destino de Alfonso XIII quedó ligado al de la dictadura al validar el golpe encargando a Primo de Rivera la formación de un nuevo Gobierno. La dictadura se divide en dos etapas según la composición del Ejecutivo, siempre presidido por Primo de Rivera: el Directorio Militar (1923-1925) y el Directorio Civil (1925-1930). El primero (Gobierno compuesto exclusivamente por militares) puso fin al sistema de la Restauración. Sus primeras medidas revelaron ya su autoritarismo: cierre del Parlamento, suspensión de la Constitución de 1876, censura de prensa, centralización y represión del catalanismo. En los primeros años Primo de Rivera consiguió un importante apoyo social gracias a: el restablecimiento del orden público, conseguido gracias a la ilegalización de las organizaciones anarquistas y la prohibición de huelgas y manifestaciones; y la victoria en la guerra de Marruecos, tras el triunfo del desembarco de Alhucemas (Septiembre, 1925), que permitíó la recuperación de los territorios perdidos en el desastre de Annual y la pacificación del protectorado. Los éxitos llevaron a Primo de Rivera a intentar perpetuarse en el poder. Para ello constituyó un nuevo Gobierno formado por civiles, destacando José Calvo Sotelo como ministro de Hacienda. El Directorio Civil persiguió tres grandes objetivos: la paz social, a través de la creación de la Organización Corporativa Nacional (OCN), una institución encargada de resolver los conflictos laborales mediante comités de patronos y trabajadores; la prosperidad económica, impulsada por una política intervencionista basada en el proteccionismo arancelario, los monopolios estatales en sectores estratégicos (Telefónica, CAMPSA) y la construcción de infraestructuras (pantanos, carreteras, regadíos, electrificación rural); y la institucionalización del régimen, gracias a la fundación de un nuevo partido (Uníón Patriótica) y parlamento (Asamblea Nacional), que debía elaborar una nueva constitución. El resultado, sin embargo, fue un fracaso total, ya que la Uníón Patriótica no logró convertirse en un partido de masas capaz de aglutinar a toda la sociedad y la Asamblea Nacional quedó debilitara por el rechazo del PSOE a participar en ella. En este contexto, varios factores o una serie de problemas desencadenaron, a partir de 1928, el fin de la dictadura: el aumento de la movilización obrera, con el fin de la colaboración institucional
con el régimen por parte de la UGT, la reorganización de la CNT y la fundación de la Federación Anarquista Ibérica (FAI); la revuelta universitaria, causada por el rechazo estudiantil al proyecto de homologación de los títulos de los colegios universitarios religiosos; la reorganización del republicanismo, entorno a Alianza Republicana; la presión del catalanismo, descontento de la política centralista; y la división en el Ejército, que dio lugar a varias intentonas golpistas como la Sanjuanada. Ante la pérdida de apoyos del régimen, Alfonso XIII forzó la dimisión de Primero de Rivera (Enero, 1930) para evitar que la crisis de la dictadura arrastrara también la monarquía. Tras ella, el rey nombró presidente al general Dámaso Berenguer (la dictablanda) con la misión de volver al sistema de la Restauración. Este, sin embargo, fue incapaz de reconducir la situación, caracterizada por el aumento de la conflictividad laboral y la movilización de los partidos republicanos (liderados por Azaña, Niceto Alcalá-Zamora y Lerroux). De esta forma, en Agosto de 1930 republicanos y catalanistas firmaron el Pacto de San Sebastián y formaron un comité revolucionario encabezado por Alcalá-Zamora para establecer una república democrática (más tarde se sumó el PSOE). Para acabar con la dictadura apostaron por un pronunciamiento secundado por una huelga general. Tras el fracaso de ambas en Diciembre 1930, que llevó al fusilamiento de militares y a políticos encarcelados, en Febrero Alfonso XIII sustituyó a Berenguer por el almirante Aznar, que convocó elecciones municipales para Abril de 1931. Pero para la monarquía era tarde; la sociedad identificaba democracia con República y el triunfo electoral de la coalición republicano-socialista provocó la marcha al exilio de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República (14 de Abril).
El complejo proceso que supuso la construcción del Estado liberal en España y el fin del Antiguo Régimen, en el siglo XIX, trajo consigo una serie de transformaciones, entre otras, a nivel social- demográfico y a nivel urbano. Respecto a lo primero, a nivel demográfico la España del Siglo XIX se caracterizó por: el lento crecimiento de la población;
La redistribución territorial de la población; la arcaica estructura laboral de la población; y la excepción catalana. En cuanto al crecimiento, la población pasó de 10,5 a 18,5 millones, es decir, un menor aumento en comparación con el resto de países desarrollados de Europa, fenómeno causado por: el escaso crecimiento natural de la población (alta tasa de natalidad, 34‰, cuyo efecto neutralizaba una, a su vez, alta tasa de mortalidad, 29‰, debido a las crisis de subsistencia, epidemias periódicas, enfermedades endémicas y falta de higiene); y la intensa emigración exterior, por la cual más de 1 millón de personas emigró al extranjero. Por su parte, respecto a la redistribución territorial de la población, a la mencionada emigración exterior hay que sumarle lo que se conoce como éxodo rural, es decir, la salida de gente de los pueblos hacia las ciudades. Este fenómeno provocó, por un lado, el aumento de la población urbana , y, por otro, un desequilibrio territorial, resultado de la concentración de la población en la periferia costera frente al despoblamiento interno (excepto Madrid). Por otro lado, respecto a la arcaica estructura laboral de la población, cabe señalar que en España se mantuvo el predominio del sector primario frente al secundario y el terciario. Este fenómeno se explica por la abundancia de mano de obra barata (jornaleros), la insuficiente mecanización de las labores agrarias y la lenta industrialización del país. Por último, en cuanto a la excepción catalana, por ello entendemos que todo lo anterior no es aplicable a Cataluña, en el sentido de que, por el contrario, esta inició la transición hacia el modelo demográfico moderno ). En Cataluña, en este sentido, el proceso de urbanización fue más intenso; el peso del sector agrario disminuyó; y la población aumentó más por la llegada de emigrantes y la disminución de de la mortalidad. A nivel urbano, por su parte, como hemos mencionado anteriormente, a lo largo del Siglo XIX, en España se produjo un aumento de la población urbana, aunque sin alcanzar los niveles de Gran Bretaña, Francia o Alemania. A este respecto, solo el 35% de la población vivía en municipios de más de 10.000 habitantes y únicamente Barcelona y Madrid superaban los 500.000. El mayor crecimiento urbano se concentró en ciudades con cierto desarrollo industrial o portuario . Todo ello se debíó al crecimiento y redistribución de la población (éxodo rural) mencionados anteriormente, lo que provocó, entre otras cosas, toda una serie de problemas como la densificación, es decir, el aumento del número de vecinos por vivienda, con los consiguientes problemas de salubridad. Como solución a estos problemas se pusieron en marcha diferentes propuestas: la expansión de las ciudades mediante la construcción de los denominados ensanches, entre los que destacaron el de Barcelona (Plan Cerdá, 1860) y el de Madrid (Plan Castro, 1861); la construcción de proyectos de ciudades lineales (modelo urbanístico consistente en una avenida, flanqueada por viviendas unifamiliares, para unir dos núcleos de población situaos en la periferia de una gran ciudad) como el de Arturo Soria en Madrid; y la edificación de zonas de servicios y negocios, como la Gran Vía madrileña. Frente a este crecimiento ordenado, sin embargo, los cascos históricos se degradaron y en las periferia surgieron barrios obreros sin planificación y servicios. A pesar de ello, sin embargo, las ciudades fueron mejorando sus infraestructuras básicas con la pavimentación, la iluminación pública, el abastecimiento de agua potable, el alcantarillado (todo ello ayudó a reducir la mortalidad) y la implantación de sistemas de transporte como el tranvía.
A lo largo del Siglo XIX, España se propuso modernizar su sistema productivo y transformar su vieja estructura económica agraria en otra basada en la industria y el comercio. Los resultados, sin embargo, no fueron los esperados, de allí que, en España, la industrialización fue tardía, incompleta y limitada a escasas regiones (Barcelona, Asturias y Vizcaya, principalmente) y sectores (textil, en Barcelona; siderúrgica, en Asturias y Vizcaya; minera, en Asturias; las principales, entre otras). Todo ello se debíó a diferentes razones : la accidentada geografía del país; la inestabilidad política y los frecuentes cambios de modelo económico asociados a ello; la escasez de materias primas, tanto por su falta como por su calidad; la independencia de las colonias americanas; el mercado interior débil; la dependencia energética, financiera y tecnológica del exterior; la escasez de capital, que se intentó compensar mediante la venta del patrimonio público y la atracción de capital extranjero; el estancamiento de la agricultura; la ausencia o escaso desarrollo de la burguésía y mentalidad empresarial; y los profundos desequilibrios territoriales. A pesar de las limitaciones comentadas, la industrialización en España fue tímidamente avanzando. Para que ello fuese posible y la economía española se modernizase era necesaria, sin embargo, una mejora del sistema de comunicaciones que permitiese la creación de un mercado nacional fuente. Con este fin, junto a la ampliación de la red de carreteras y puertos, se implantó el ferrocarril. En cuanto a este, su construcción, a pesar de que sus inicios fueron tardíos (líneas Barcelona-Mataró, 1848; Madrid-Aranjuez 1851; Gijón-Langreo, 1852) por razones técnicas (accidentada orografía) y económicas (falta de recursos), tuvo un impulso definitivo con la aprobación de la Ley de General de Ferrocarriles (1855), cuyo fin fue planificar la construcción de una red ferroviaria y encontrar inversiones. Para ello: se autorizó la creación de compañías ferroviarias con participación extranjera; se fijó un modelo radial que conectaba Madrid con la periferia; y se aprobó un ancho de vía superior al europeo, motivado por la orografía, que dificultó la comunicación con el continente. Los resultados de dicha planificación, por tanto, fueron tanto positivos (construcción de 13.000 km de red, abaratamiento de los costes, modernización del país, multiplicación del comercio y creación de un mercado nacional) como negativos (importación del material ferroviario y absorción de buena parte del capital disponible). Debido a esto, por tanto, el ferrocarril no jugó un papel determinante, tal y como lo había sido en Gran Bretaña, Francia o Alemania, en el impulso industrializador. A nivel comercial, por su parte, las transformaciones, como en el resto de sectores, también encontraron numerosas dificultades. En este caso, el principal escollo para el crecimiento del comercio fue el citado debate político entre proteccionismo y librecambismo. En este sentido, los moderados y conservadores defendieron el proteccionismo, mientras que los progresistas y liberales, contrarios a la obstaculización de los intercambios, defendieron el librecambismo. El primero consistíó en gravar la importación de bienes extranjeros para favorecer los nacionales, a costa del consumidor (obligados a consumir productos más caros y de peor calidad). Esto llevó a muchos gobiernos a imponer elevados aranceles, entre los que cabe destacar el Real Arancel General de Fernando VII (1826) y el Arancel Cánovas (1891). Las principales medidas librecambistas, por su parte, fueron: la Ley Arancelaria de Espartero (1841), que reducía los de 1826, y el Arancel Figueroa (1869), que acabó con la prohibición de importar productos extranjeros y redujo aún más los graváMenes. Por último, respecto al ámbito financiero, es decir, en cuanto las transformaciones necesarias que permitiesen la circulación de capitales e inversiones para fomentar dicho proceso de modernización citado a principios de este ejercicio, cabe señalar que la aparición de la banca moderna fue un proceso lento que tuvo lugar a lo largo de todo el Siglo XIX, en el que podemos distinguir diferentes fases. La primera ocupa los inicios de siglo, en el que la única entidad existente era el Banco de San Carlos, posteriormente sustituido, tras su quiebra, por el de San Fernando. La segunda se engloba durante finales del reinado de Fernando VII y el período isabelino, en el que se tomaron medidas para el desarrollo del sector como: la apertura de la Bolsa de Madrid (1831); la fundación de las primeras cajas de ahorro (como la de Madrid, en 1838); la aprobación de las Leyes de Banca y de Sociedades Crediticias (1858), que posibilitaron la fundación de los primeros bancos privados regionales (Banco Santander) y la entrada de empresas de crédito extranjeras que financiaron las inversiones industriales; la fundación del Banco de España (1856), único banco de emisión de papel moneda y deuda desde 1874); y el establecimiento de la peseta como única divisa oficial exclusiva desde 1868. La última fase, por su parte, se inició tras el desastre del 98, gracias a la repatriación de capitales, lo que posibilitó la aparición de los primeros bancos privados de carácter nacional de capital español, como el Banco Hispanoamericano o el Banco Español de Crédito, culminando así el proceso de maduración del sector.