Transformaciones Económicas en España: De la Depresión Agraria a la Segunda Revolución Industrial

1. La Revolución de los Transportes y la Gran Depresión Agraria Finisecular

A finales de la década de 1870, la agricultura europea experimentó una larga crisis originada por la expansión del área sembrada en los países «nuevos» de colonización europea (Estados Unidos, Canadá, Argentina y Australia) y Rusia. En estas tierras, los costes de producción de los cereales y del ganado eran inferiores a los vigentes en Europa occidental. La explotación agrícola y ganadera fue posible por los avances tecnológicos en transportes (ferrocarril).

La extensión de la red ferroviaria en los países de reciente colonización y en Rusia se produjo con cierto retraso respecto a Europa. El transporte marítimo tuvo tres grandes cambios tecnológicos: la adopción de la máquina de vapor, el uso del casco de acero y la invención de la hélice. Los «vapores» eran mucho más fiables que los veleros, ya que podían navegar sin viento y su capacidad de carga era mayor. En 1880 ya existían grandes extensiones ultramarinas bien conectadas con Europa por la combinación de ferrocarriles y buenos vapores.

Cuando la revolución de los transportes redujo enormemente el coste de trasladar los productos agropecuarios de ultramar a los centros de consumo europeos, el mercado agrícola fue inundado por cantidades crecientes de productos agropecuarios de lugares remotos. En algunos cultivos, como el vino, se sumó la creciente competencia debido al aumento de la misma producción europea.

La crisis agraria se debe al exceso de oferta, que se traduce en una fuerte caída de los precios. La depresión afecta a los sectores agrícolas y ganaderos, por lo que se trata de una crisis triguera, una crisis del sistema cereal. Los países emergentes como grandes productores y exportadores agrícolas en el último tercio del siglo XIX lo son principalmente de cereales. A partir de 1878-1879, las regiones del litoral peninsular comienzan a consumir cereales extranjeros al ser sus precios inferiores a los de la España interior (periferia), lo que condujo a una grave crisis, ya que no podían aumentar su eficiencia productiva ni reducir costes, lo que implicó una caída de precios y el cierre de explotaciones, por lo que disminuyó la demanda de trabajo.

Simultáneo a la crisis se produjo también la expansión de la viña en España, debido a la plaga filoxérica que tenían los viñedos franceses (procedente de América). Sin embargo, esta expansión se convirtió en otra crisis, ya que los viñedos españoles fueron atacados por la filoxera.

Los peores años se vivieron entre 1884 y 1891. La emigración transoceánica fue el fenómeno más sobresaliente de la gran depresión agraria, ya que los campesinos europeos emigraron a campos en ultramar (Relocalización – América). Emigraron más de 2 millones y medio de españoles. La emigración se concentró en las regiones más cerealistas (las dos Castillas) y en aquellas que ya tenían tradición emigratoria (como Galicia y Asturias). Si los precios de los cereales eran altos y si había medidas proteccionistas, la emigración se reducía. Por el contrario, cuando la demanda de trabajo, la inversión y los salarios en el exterior eran altos, la emigración aumentaba.

Los emigrantes españoles debían tener alguna alfabetización y dominar un oficio (normalmente el de la agricultura). Además, debían tener recursos económicos para pagar el viaje y los gastos de instalación (los que no tenían no pudieron emigrar – campesinos andaluces). La emigración española no fue muy intensa (otros países tuvieron emigración más alta) debido a la reacción proteccionista española (elementos arancelarios y cambiarios), a la aprobación del sufragio universal masculino (idea impulsada por el gobierno liberal de Sagasta). Sin embargo, propietarios y cultivadores se organizaron en grupos de presión, movilizándose en una campaña de creciente agitación social e interés público. Ante esta reivindicación, los gobiernos implantaron políticas proteccionistas.

2. El Viraje Proteccionista y la Pérdida de las Últimas Colonias de Ultramar

La crisis agrícola y pecuaria iba agudizándose. Numerosos países europeos habían reformado sus aranceles en sentido proteccionista (España uno de los últimos en adoptar medidas proteccionistas). Los trigueros castellanos formaban un grupo de presión muy potente en defensa de un arancel proteccionista que cerrase el arancel de 1869 (Figuerola). Los agricultores de otras regiones no formaban una masa compacta, pues los intereses agrarios proteccionistas competían con intereses exportadores.

El giro proteccionista castellano fue recibido con entusiasmo por los industriales textiles catalanes (habían defendido la necesidad de más protección). Aparecieron los siderúrgicos vascos con el objetivo de fundamentar el crecimiento de la exportación, presionando para llevar a cabo una mayor reserva del mercado español.

Lo que distinguió a España no fue el viraje proteccionista, sino la intensidad de esta política, las enormes barreras arancelarias levantadas. En 1894 no había ningún otro país europeo que tuviera unos niveles de protección de los cereales tan altos, por eso, los cereales también serán más caros en España que en ningún otro lugar de Europa.

El aumento de los aranceles permitió que los agricultores recibiesen una remuneración superior a la fijada por el mercado internacional. La adopción de una política tan protectora dificultó el proceso de transformación de la agricultura (se aplazaron las transformaciones estructurales). Agricultores y jornaleros pudieron sobrevivir miserablemente produciendo alimentos a precios altos, entorpeciendo así el desarrollo industrial (necesitaba precios bajos en los alimentos para potenciar la demanda).

La agricultura moderna y dinámica, la de los «nuevos cultivos», se expandió todavía más (gran competitividad en los mercados exteriores y capacidad de incorporación en las dietas de los países más ricos). Mejoró la productividad gracias al uso de fertilizantes químicos y por la adopción de la tecnología (regadío). El vino y el aceite sufrieron importantes crisis (la filoxera en el caso de las viñas y la competencia de aceites minerales en el caso del aceite), teniendo que modificar sus procesos de elaboración y comercialización. Además, se cerraron mercados exteriores y hubo dificultades para entrar en nuevos mercados. Sin embargo, antes de la guerra y mejorada la calidad de los productos, volvieron a ser grandes exportadores.

El arancel de 1891 protegía tanto a la agricultura tradicional como a la industria más consolidada (reforzado por el arancel de 1906). Casos emblemáticos fueron la minería del carbón, la industria lanera y las construcciones mecánicas. Se configuró un marco cada vez más restrictivo para la competencia extranjera denominado «proteccionismo integral» (consistía en la defensa de todos los sectores productivos contra la competencia exterior). La política proteccionista no era selectiva y no estaba orientada a fomentar determinadas industrias, sino que ofrecía una protección indiscriminada. Esta situación lastró el crecimiento económico al conservar actividades productivas ineficientes y no competitivas, al mismo tiempo que no motivaba a la inversión ni a la reducción de costes las actividades que sí podían llegar a ser competitivas en mercados abiertos.

¿Pero hasta qué punto se cerró la economía española al exterior? El comercio exterior ganó poco peso en el PIB, esa ganancia se correspondió a las exportaciones. Las importaciones no disminuyeron, sino que aumentaron levemente. España se comportó de manera similar a los países vecinos. Su grado de apertura relativo en 1913 era exactamente el mismo que en 1890 (hubo fluctuaciones, sin seguir una tendencia sostenida). Las barreras de acceso al mercado interior no dependían únicamente del arancel, sino también de la variación del tipo de cambio de la peseta y de los costes de transporte internacionales (M. Sabaté, C. Fiyat y A. B. Gracia denominan «tarifa equivalente» al resultante de combinar en una ecuación las magnitudes de las tres barreras mencionadas, de acuerdo con la elasticidad de cada una de ellas).

La tarifa equivalente se redujo en las dos décadas anteriores al arancel de 1891. En 1913, la tarifa equivalente estaba por debajo del nivel de 1891 (depreciación de la peseta y la alza de los aranceles). La revalorización de la moneda facilitó la rebaja de la tarifa equivalente, junto con la caída de los costes de transporte internacional.

Las colonias antillanas fueron las perjudicadas. La Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas, de 1882, fija una fuerte asimetría entre la Península y las colonias insulares. El mercado colonial es un mercado libre y protegido para los productores peninsulares. Los productores coloniales deben pagar aranceles para acceder al mercado peninsular. Los industriales manufactureros sacaron un buen partido de la situación. Reorientaron sus excedentes hacia Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Finalmente, acabó estallando la revuelta independentista de Cuba en 1895.

La guerra (1895-1898) fue costosa. Supuso para España 3 millones de pesetas (1 tercio del PIB). Se financió a través de la emisión de deuda y del recurso al Banco de España (aprovechando que España no estaba en el patrón oro, sino en un sistema bimetálico que se había convertido en patrón plata (plata depreciada frente al oro)). El tipo de cambio de la peseta sufrió consecuencias, ya que hubo expectativas negativas respecto a quién iba a ganar la guerra. Los años de la guerra de Cuba fueron inflacionarios, aunque la subida de precios fue moderada y transitoria: la tasa de inflación media apenas rebasó el 1 % anual.

La guerra se produce durante unos años de bonanza económica, de modo que las necesidades de financiación se cubren con facilidad, pues el público está dispuesto a comprar deuda y la economía prospera. El Gobierno regeneracionista de Silvela, con Villaverde al frente de la cartera de Hacienda, realizó una enorme emisión de deuda con tipos de interés muy bajos (fue un éxito). Con esta emisión canceló toda la deuda preexistente. Sin embargo, el volumen total de deuda era superior. Villaverde atacó a través del Plan de Estabilización. Planteó un presupuesto con mucha economía y aprovechó la sensibilidad nacional (la humillación del 98). Villaverde llevó a cabo una reforma fiscal: introdujo impuestos sobre los sueldos de los funcionarios, sobre los intereses de las obligaciones y de la deuda pública, sobre los beneficios de las empresas, nuevos impuestos indirectos sobre las tecnologías emergentes (luz de gas, carburo de calcio y electricidad), sobre los productos de renta que pasaban a ser de producción nacional (el azúcar, principalmente) y algunos más.

3. La Formación de la Gran Empresa Moderna y el Arranque de la Segunda Revolución Industrial

El «desastre» del 98 supuso la pérdida de las últimas colonias de ultramar y a la vez fue una poderosa ayuda para el desarrollo de la economía española, ya que provocó una entrada masiva de capitales procedentes de las Antillas y de otros países americanos. Los españoles retiraron las inversiones que habían realizado para salvar sus patrimonios y por la depreciación de la peseta. Villaverde canceló el pago de los intereses de la deuda en el extranjero a ciudadanos españoles.

El flujo de entrada de capital fue extraordinario (equivalía a 1/4, o más, del PIB – impacto positivo). El gran ciclo inversor de 1898-1903, conocido como el «auge finisecular» o «intersecular», estuvo originado por la avalancha de capitales procedentes del exterior. Debido a esto, se forma la gran empresa moderna en España. Aparece en el ámbito industrial, eléctrico y financiero. Sin embargo, no todas las grandes empresas industriales cotizaban en los mercados bursátiles como la Hispano Suiza (primer fabricante de automóviles), la Sociedad Anónima (segunda empresa química del país) o la Compañía de Hilaturas Fabra y Coats (industria textil líder).

Se trata de fusiones empresariales (comparten localización): Altos Hornos, Duro-Felguera, Unión Resinera, Unión Española de Explosivos, la Azucarera, la Unión Alcoolera y La Papelera Española. Realizan movimientos defensivos (ante el exceso de competencia) y de movimientos ofensivos (orientados a la obtención de economías de escala). Las fusiones y la promoción de nuevas empresas estuvieron vinculadas al desarrollo de bancos de inversión (el Banco de Vizcaya, el Banco Hispano Americano).

Las bolsas de valores (habían dependido de títulos de deuda y valores ferroviarios) se enriquecieron con un conjunto más variado de valores industriales. Bolsa de Bilbao y Madrid fuerte actividad, más débil la Bolsa de Barcelona. Las cotizaciones de los valores de renta variable subirán de 1898 a 1902. La rentabilidad financiera de la gran empresa subió desde 1895 y alcanzó su máximo en 1899. La constitución y desarrollo de este núcleo de corporaciones de gran tamaño ha tenido una especial trascendencia histórica.

En 1913, los tres primeros lugares de la clasificación de empresas españolas por el valor de su capitalización bursátil corresponden a dos empresas ferroviarias y a un banco (formadas en el Bienio Progresista). Pero después aparecen muchas empresas creadas durante el auge intersecular. Son nuevas empresas con un peso muy considerable en sectores de actividad. Eso no denota atraso económico, sino todo lo contrario.

Uno de los rasgos distintivos de la Segunda Revolución Industrial es el ascenso de la gran empresa industrial (imperativo de alcanzar economías de escala), ascenso que suele comportar la aparición de oligopolios. Lo que singulariza a España respecto a otros países industrialmente más avanzados es el dominio más acusado de la gran empresa. Las empresas industriales españolas ocupan posiciones relevantes en el ranking mundial (por activos) de sus respectivos sectores al término de la Primera Guerra Mundial.

Los protagonistas de la nueva orientación que toma la industrialización española desde la crisis colonial son las compañías industriales y la gran banca. Surgen diversos bancos que, por sus recursos propios, son auténticos gigantes financieros, los cuales participaron activamente en la promoción y financiación de empresas industriales y de servicios. El conjunto de iniciativas empresariales son de capital español.

Frente a la experiencia de las primeras grandes sociedades anónimas ferroviarias, bancarias o de crédito (legislación de 1855-1856), o a diferencia de las grandes empresas mineras (ley minera de 1868), se caracterizaban por ser de propiedad casi exclusivamente extranjera. El boom intersecular genera un nuevo capitalismo español.

La gran empresa española no solo se produce por la aparición de grandes empresas industriales y de servicios, sino también por la emergencia de nuevos empresarios y capitalistas comprometidos a largo plazo con la economía española (visión más nacionalista de la política económica). El nacionalismo económico del «98» se refuerza gracias a la existencia de grandes capitalistas españoles.

El arraigo de nuevas actividades y la potenciación de sectores industriales básicos tienen mucho que ver con la difusión de las nuevas tecnologías (aumento y abaratamiento de la oferta energética). España adoptó con rapidez la nueva tecnología eléctrica (desarrollada a partir de 1880 – el carbón era muy caro). Las condiciones naturales favorecieron la segunda transición energética: fuertes pendientes y saltos de los ríos españoles contienen un gran potencial de generación de hidroelectricidad.

Hasta 1905, hay una restricción técnica. El fluido eléctrico no se puede transportar a larga distancia si no es con pérdidas económicamente insoportables. Allí donde esta limitación no se plantea, se electrifica (fábricas situadas a la orilla de los ríos). Resuelto el problema del transporte de la electricidad a larga distancia gracias a la corriente de alto voltaje, la electrificación avanza. Esto implicó grandes inversiones.

El País Vasco lideró la creación de empresas eléctricas. Fue el caso de Hidroeléctrica Ibérica, constituida en 1901, el mismo año en que se fundó un banco específicamente orientado a la promoción de las inversiones eléctricas: el Banco de Vizcaya. La creación de empresas eléctricas de gran tamaño se animó después de 1905: Sociedad Hidráulica Santillana (1905), Electra de Viesgo (1906), Hidroeléctrica Española (1907), con un capital similar al de Hidroeléctrica Ibérica y Unión Eléctrica Vizcaína (1908). Pero la fiebre no se desató hasta después de 1909, cuando desembarcaron los capitales extranjeros y comenzó una carrera frenética por hacerse con el control de los mercados (franceses, suizos, norteamericanos, canadienses, estadounidenses y británicos).

En pocos años aparecen: Cooperativa Electra Madrid (1910), Eléctricas Reunidas de Zaragoza (1911), Unión Eléctrica Madrileña (1911), Energía Eléctrica de Cataluña (1911), Ebro Irrigation and Power (1911) y Catalana de Gas y Electricidad (1912). Los negocios eléctricos, sobre todo en Cataluña (retraimiento empresarial y bancario, y buenas oportunidades para inversores extranjeros) atrajeron muchos flujos de capitales. Empresarios y capitales españoles: madrileños (Cooperativa Electra Madrid, Unión Eléctrica Madrileña), aragoneses (Eléctricas Reunidas de Zaragoza), vascos y otros.

La movilización del capital español y la participación de los mayores grupos multinacionales del sector, que luchan por hacerse con el control del mercado eléctrico español, se plantearon multiplicar la producción eléctrica y abaratarla radicalmente entre 1910 y 1920. El coste decreciente de la energía eléctrica benefició enormemente a la industria española, por ser un bien sustitutivo del carbón, por la rebaja del precio de los motores eléctricos y por la miniaturización de los motores. Permitió que el mundo de la pequeña empresa y del taller dispusiera de una tecnología eficiente (adecuada para su escala de producción y barata). Muchas actividades manufactureras que todavía se realizaban manualmente se mecanizaron. Por otro lado, la disponibilidad de electricidad abundante y barata contribuyó a desarrollar industrias pesadas (intensivas en energía) como la química, la metalurgia o la industria del cemento.

4. Una Lenta Divergencia

En el conjunto de Europa, y aún más en los países ultramarinos, los años que van de principios del siglo XX hasta el estallido de la guerra europea son años de prosperidad. El movimiento internacional de bienes, servicios, capitales y personas alcanzó su auge, lo que provocó mejoras continuas en la asignación de los recursos productivos y un crecimiento sostenido de la economía mundial, basado en una remuneración creciente del trabajo. Es la época dorada del patrón oro. En la literatura inglesa se la conoce como la «era eduardiana» (porque coincide con el reinado de Eduardo VII) y en francés son los años de la belle époque. España aprovechó poco la bonanza que trajo consigo la primera globalización. Sus tasas de crecimiento son netamente inferiores a las de todos los países.

En el gráfico está representada la evolución del PIB per cápita español desde 1883 hasta 1913, que fue el año que empezó la larga tendencia de 30 años, la divergencia. La pregunta fue ¿a qué se debe esta larga divergencia?

J. Nadal evalúa el fracaso en términos de la tipología de W. Hoffmann, que pone en relación el valor añadido de las industrias de bienes y de consumo con el de las de bienes de inversión. Según la tipología, las naciones que han experimentado un despegue industrial, pero no han superado lo que él denomina el primer estadio, el índice presenta valores de 5. Cuando acceden a un nivel más avanzado en el proceso de industrialización, a un segundo estadio caracterizado por la mayor dimensión de los sectores productores de bienes de capital, el índice presenta valores en torno a 2,5. Y cuando los países alcanzan la plena madurez industrial, el cociente cae a un valor igual, o inferior, a 1.

En 1860, la industria española había alcanzado el primer estadio del desarrollo industrial, como todos los demás países de la Europa occidental (excepto Gran Bretaña, Bélgica y Suiza, que ya estaban en el segundo estadio). Era el reflejo del desarrollo de una industria textil moderna y de los primeros pasos de una industria pesada y de construcciones mecánicas. En 1913, cuando todos los vecinos europeos ya estaban en el segundo o el tercer estadio, España seguía estancada en el primero. No se había desarrollado todo el conjunto de industrias de bienes intermedios y de maquinaria, ni el material de transporte que caracterizaba una economía industrial madura.

El «fracaso» no es una cuestión que pueda asignarse a las décadas centrales del siglo XIX. En la industria, en los ferrocarriles, en la banca, en la agricultura de exportación y en otros ámbitos, como la minería o la navegación, pueden registrarse avances que afirman que España trató de incorporarse al grupo de naciones avanzadas. Entre 1850 y 1880, España está en torno al 75 % de la media ponderada de los países que han formado la Unión Europea, sin dar muestras de tender al empeoramiento, pese al descalabro sufrido en la década de 1860. Dicho de otro modo: hacia 1880 ni España parecía pobre ni parecía condenada a empobrecerse.

La revolución liberal movilizó todos los recursos del país. El «fracaso» fue un rasgo de los decenios finiseculares y de los primeros años del siglo XX. Se produjo por el atraso agrario. Las reformas agrarias liberales fueron incapaces de incrementar la productividad agraria (no aumentaron los ingresos de la población rural). La industria no creció rápidamente (falta de mercado interno) ni proporcionó ocupación a los campesinos dispuestos a emigrar al mundo urbano, no pudo transformarse y quedó anclada en una estructura intraindustrial atrasada. Los problemas de la Hacienda pública habían distorsionado de tal modo las decisiones de los gobiernos, que estos habían optado siempre por expedientes de corto plazo y habían aplazado el despliegue de políticas promotoras del crecimiento.

Pero, ¿por qué se mantuvo estancada la productividad del trabajo? Los investigadores que rechazan que el atraso agrario fuese el causante del retraso económico español, han contraargumentado que si el campo retuvo una tan alta proporción de activos fue debido a que la industria no demandó mano de obra. En el periodo de entreguerras surgió esa demanda, se activó de inmediato una importante migración campo-ciudad.

L. Prados planteó que el problema no era de la agricultura, sino de la propia industria, por no penetrar en los mercados mundiales. Señalaba que España era el país europeo con la proporción más baja de PIB originado en la industria. El fracaso industrial español procedía de la incapacidad para especializarse. J. Nadal y C. Sudrià defendieron que la industria textil catalana consiguió incorporar continuamente mejoras tecnológicas y logró que sus precios se mantuvieran en una línea competitiva, pero que los mercados internacionales estuvieron cerrados y las alternativas disponibles fueron escasas.

La mejora de la productividad agraria solo podía venir de la especialización generada por más mercados, de la tecnología aportada por más inversión o del aumento de ingresos que implicó más emigración.

A. Carreras insistió en la importancia de perder mercados coloniales cuando los demás países los ganaban. España perdió sus mercados coloniales protegidos, lo que fue muy negativo para los sectores y regiones más dinámicos. El daño fue doble. Los mercados perdidos fueron ganados por Gran Bretaña (principal enemigo y competidor de España). Las pérdidas españolas fueron ganancias británicas, aumentando la divergencia entre ambos países. En 1898, la pérdida de las colonias antillanas y de Filipinas fue un golpe duro. Los mercados perdidos los conquistó Estados Unidos (todas las potencias europeas estaban expandiendo o constituyendo sus imperios coloniales).

Las empresas españolas sufrieron reducciones en la dimensión de sus mercados (no había condiciones para aumentar la inversión doméstica). Más emigración era políticamente insostenible. Proteger al campesinado para evitar que emigrara exigía proteger también a la industria. J. R. Roses y B. Sánchez-Alonso afirmaban que el mercado de trabajo estaba bien integrado y que si los campesinos españoles no emigraban más era porque no les convenía (el diferencial salarial con el mundo urbano no justificaba la emigración).

O’Rourke y Williamson trataron de evaluar la participación de los países en los beneficios de la etapa de integración económica internacional anterior a la Gran Guerra (1870-1914). España apenas participó en los beneficios de la primera globalización. El fracaso no deriva ni de ausencia de flujos emigratorios, ni de ausencia de flujos de capital, ni de las políticas comerciales adoptadas, sino de la falta de escolarización y de un factor residual.

Las carencias educativas impidieron que España aprovechara sus oportunidades en todos los campos. Con una población más escolarizada, los agricultores habrían sido más competitivos, y los industriales también, la emigración hubiera sido más factible y los capitales hubieran sido más intensos y provechosos. La falta de educación fue un lastre para el crecimiento económico español.

C. E. Núñez defendía que la falta de escolarización se debía a la baja demanda social de educación (especialmente de las niñas y los jóvenes). La demanda era baja por la pobreza (las familias ponían a trabajar a sus hijos desde corta edad) y por la propia ignorancia de los padres (no concedían valor a la educación de sus hijos). Para salir de esta situación de subdesarrollo educativo fue necesaria la acción de las instituciones. El Estado debía ocuparse de que la población recibiera al menos una educación básica (asumió su deber de forma tardía e incompleta). La oferta de escuelas fue reducida. La Iglesia y los ayuntamientos (únicas instituciones proveedoras de la educación) se empobrecieron.

El nuevo Estado liberal abandonó la atención escolar hasta 1900. El impulso regeneracionista animó a los políticos y a toda la sociedad española a buscar el origen de los problemas españoles. El gobierno de Sagasta de 1901 invirtió en educación, órdenes religiosas se asentaron en España y se dedicaron a la enseñanza. Los maestros fueron pagados por los ayuntamientos. La escuela municipal llevaba una vida pobre y precaria.

A finales del siglo XIX, más de la mitad de la población española era analfabeta. Esto tuvo consecuencias negativas para la modernización. C. E. Núñez afirmaba que entre 1880 y 1910 se produjo un retroceso en los niveles de escolarización (las nuevas medidas adoptadas en 1900 tardaron en tener un impacto). La miseria de la escuela pública española se justificó por la del Estado español. Un Estado pobre rehuía asumir nuevas obligaciones de gasto.

El gráfico presenta el saldo presupuestario entre 1850 y 1913. Se puede apreciar cómo el déficit público español se precipitó en la década de 1860 y en la primera mitad de la década de 1870 (gran masa de deuda). Con la Restauración se contempla un periodo de control del gasto público que permitió controlar el déficit y, después de 1899, inaugurar una década de superávits. La guerra de Marruecos disparó de nuevo el déficit.

J. Nadal insistió en la importancia de los problemas de la Hacienda pública. Él explicó cómo buena parte de los propósitos reformadores y liberales de los gobernantes españoles debieron arrinconarse ante la urgencia de reunir fondos para atender las obligaciones de pago. Eso sucedió precisamente en las ocasiones en que gobernaban liberales progresistas y demócratas. Se buscaba rebajar los impuestos y fomentar la economía productiva con la necesidad de hacer frente a una guerra o de recuperar el terreno perdido. La deuda pública fue muy alta, en la década de 1870 (endeudamiento, debido a las invasiones y a guerras civiles).

En 1851, Bravo Murillo realizó una conversión de la deuda. El Estado convertía deuda vieja por deuda nueva, reduciendo los tipos de interés y alargando los plazos de amortización. Era una operación muy peligrosa, ya que podía ocasionar un nuevo endeudamiento para el Estado y para todos los ciudadanos. Bravo Murillo creyó que el Estado había realizado una reforma fiscal suficientemente convincente para ofrecer garantías de futura solvencia.

Tras el aumento del endeudamiento por crecientes déficits públicos de la década de 1860, se plantearon soluciones heterodoxas: no pagar los intereses. En 1876, Salaverría planteó un repudio parcial de la deuda y en 1882 Camacho insistió en una nueva conversión (en ambos casos se trataba de liquidar la enorme masa de deuda pública acumulada durante los años del Sexenio Democrático).

Si la deuda era tan grande y la Hacienda no garantizaba su servicio, los tipos de interés a largo plazo alcanzaron su máximo histórico en esos mismos años, quedaron muy por encima de los demás países de la Europa occidental, como refleja la ascensión de la prima de riesgo.

La última conversión de la deuda fue la que realizó Villaverde. Fue una conversión «suave». Aprovechó las oportunidades que ofrecía el mercado de capitales. Villaverde prohibió el pago de la deuda en oro y fuera de España, obligando a que los intereses se cobraran en pesetas, en España. Consiguió la aprobación de un nuevo impuesto (del 20 %) sobre el rendimiento de la deuda. Las cuentas públicas se mantuvieron equilibradas, la prima de riesgo se mantuvo en niveles bajos (1899-1909).

La evidencia de unos tipos de interés más altos que los de los países del entorno europeo es muy sugerente, ya que la divergencia se produce precisamente desde 1883. Las investigaciones realizadas detectan la relevancia que tuvieron los altos tipos de interés, su conexión con los flujos de capitales, su impacto sobre el tipo de cambio, pero no alcanzan resultados concluyentes acerca de su efecto sobre el crecimiento.

Si el diferencial del tipo de interés no era el causante de la divergencia, la hipótesis alternativa considerada fue la no participación de España en el patrón oro. Al quedar en el patrón plata y devaluarse este metal frente al oro. La no integración en el patrón oro tuvo efectos negativos sobre la economía española al impedir que participara en los beneficios de la integración de la economía internacional.

La divergencia española podría explicarse por los costes de la incertidumbre, por las menores inversiones de capital extranjero, por el mayor coste de la emisión de deuda pública, por la retracción emigratoria… derivados de la no participación en el patrón oro. Se sostuvo la idea de que el patrón oro era un lujo que un país en vías de desarrollo no se podía permitir. Para una economía periférica, los beneficios de un tipo de cambio flexible eran mayores que los que podía proporcionar el patrón oro. Lo segundo tiene que ver con la balanza de pagos y el déficit público crónico y cuantioso que caracterizaban la economía española del periodo.

L. Prados, en su trabajo de reconstrucción de la posición exterior de la economía española, propone una línea interpretativa alternativa. La reversión en el flujo de la inversión exterior no estuvo ocasionada ni por la no pertenencia del país al patrón oro ni su propensión a la inestabilidad macroeconómica ni por la pérdida de interés de los inversores extranjeros por España. Economías emergentes con un enorme potencial de crecimiento (Argentina, Brasil o Rusia) ofrecían oportunidades de inversión más atractivas. A España no le quedó otro remedio que contener el gasto público, la formación de capital y el crecimiento.

Volviendo a la política monetaria, una explicación posible consiste en fijarse más en el signo de las políticas monetarias adoptadas (los gobiernos de la época multiplicaron las iniciativas para incorporarse al patrón oro – ocurrió en 1902, 1903, 1906, 1908 y 1912). Las autoridades trataron de elevar la cotización de la peseta y devolverla a la paridad tradicional. Estas políticas monetarias fueron contractivas y tuvieron efecto depresivo (una economía en desarrollo como la española se enfrentó a una reducción de la oferta de dinero).

Los precios españoles (1900-1913) crecieron por debajo de los precios de los países occidentales. La peseta se apreció. Pero ¿era esta política monetaria la mejor para un país empobrecido por una derrota militar? España actuó mal no por no estar en el patrón oro, sino por forzar la apreciación de la moneda, lo que condujo al desastre económico.

La dureza de las políticas de ajuste implementadas en la primera década del siglo XX provocó un estancamiento económico y una retracción de la inversión. En 1909 se obtuvo una financiación generosa de la guerra de Marruecos. España se liberó por unos años de sus «grilletes monetarios» (el resultado fue positivo). Llegaron capitales extranjeros. No se desaprovecharon las oportunidades que brindaban las nuevas tecnologías (electricidad). La inversión aumentó.

Por desgracia, la belle époque tocaba a su fin (ausencia de una explicación clara). D. Acemoglu y J. A. Robinson propusieron una teoría sobre la riqueza y la pobreza de las naciones basada en el carácter de sus instituciones económicas y políticas (los países alcanzan el desarrollo económico si tales instituciones son inclusivas, mientras que fracasan si son extractivas). Las instituciones económicas no fueron muy inclusivas. Los índices de democratización apuntaron a una inclusividad política, derivada de la implantación del sufragio universal masculino en 1890. Esto podría haber condicionado la política económica en el sentido de compensar la poca inclusividad de las instituciones económicas con la mayor inclusividad de las políticas. La experiencia histórica española encaja mal en las explicaciones unicausales.

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